Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El negro y el ordinario

Ya sé que se mintió mucho a costa y a expensas de tan ­rumboso huésped, pues por más que su familia y calida­des fueran bien sonadas, esta misma apostura y aquel ves­tir gallardo y estotras apariencias bravamente magníficas son aún mayor parte a la conjetura y, si nunca faltan lenguas camanduleras que alargan y empinan, también sobran en el vulgo curioso, cuando, murmura y comadrea sobre personas de mucho copete, ponderado­res belitres y panegiristas de burlicas.
¡Que si se mentiría en aquella Zaragoza del año de gracia de 1817, cuando sin anuncios callejeros ni reclamos de gaceta vieran los vecinos del Arco del Deán apearse de ligero birlocho a la puerta de mosén Tomás Arias, canónigo auditor del Cabildo, a un señorón grave y mesurado, barbihecho de cara y atusado de pelos que tras­cendían a corte y aun de ello lo más superfino y destilado!
Así pasó lo que pasó, pues hasta la posteridad se habló por obra de los informes populares tan atajada en fijar el «quién» y el «cómo» del forastero, que de seguro no habréis oído este cuento a dos distintos narradores sin que cada uno atribuyese al suyo apelli­dos y oficios que riñen con los del personaje del otro.
Y éste nos pone un grande de España, que viene de ejercer un virreinato en Méjico o Perú, y aquél habla de un tío de Indias que trae a manta las peluconas y los loritos..., y ni éste ni aquél están en lo cierto, porque la suerte puso en mis manos nombres, fechas y lugares, precisos, evidentes, incontestados...
Pero vamos al caso. Y es el caso que el señorón de marras se hospedó en casa del canónigo de autos; mas como traía varios cria­dos consigo, no quiso ser así molesto ni en tal cuantía gravoso al prebendado imponiéndole la servidumbre de tantas bocas ociosas y calladas, que son las que más comen en justa compensación, por cuyo motivo mandó aposentar en una posada a los dichos servidores que no eran menos del cochero y tres lacayos, uno de ellos, por cier­to, negro bozal y de lo más negro que se usa entre los nacidos con el pellejo de color.
He aquí, pues, ya recibido y abrazado y bienvenido y obsequia­do el señor don... ¿Aún no he dicho quién era el huésped? ¡Vaya por Dios...! El mencionado huésped no era otro, según los datos, que el excelentísimo señor doctor don... ¡Calle...! Ahora reparo en que no importa un pito quién fuera ese señor...; nada, nada, como que ya no he de meterme con él para cosa alguna y todo lo dicho no tiene más objeto que explicar la presencia de un negro en la posada de Santo Domingo, de Zaragoza, el año die­cisiete y con una noche de enero frigidísima y cruda como las mismas acerolas..., crudas.

***
Entras por el arco de San Roque a la mantería, sigues todo dere­cho por la calle de la Dama y, si antes no te has roto algo de lo más preciso en el cuerpo por la oscuridad de aquellos lugares, por el satí­rico empedrado de aquellos tiempos y por los mil objetos extraños que se ponen al paso y aún se suben por la nariz en cuanto desplega su velo la negra noche sobre la patria gloriosa de nuestros bisabuelos, conseguirás llegar al Dios Baco. Tuerce un poco a la derecha, llama en aquel portalón primero y cuando, abierto el postigo con esa mezcla de relincho y bostezo que pinta a los vivos el abrirse de una puerta cerrada y pesada, vieja y grande, entres en un patio blanqueado, an­cho, con farol mortecino colgando de las vueltas y piedras deslizosas, que barruntan agua, por suelo, podrás decir a quien te plazca, sin te­mor a ser desmentido, que estás en la Posada de Santo Domingo, de la que fue Imperial Cesar-augusta.
Sube la escalera y, llegado al primer piso, desembarca en la gran galería que sirve de forro a toda la casa, asomándola al inmen­so corral cuadrado, que es su centro, del cual te apercibirás si, no siendo de noche oscura y durísima, pudieran impresionarte los tonos alegres de la ropa tendida arriba en el solanar y abajo el matiz ama­rillento del suelo blanco que trasciende a cuadra o el picante olorei­llo de la gallinaza más que el presente escozor del ambiente helador y los bofetones de la cellisca. Adelante, adelante, por la... terraza, si quieres... así... un poco más... ¡alto! No, hombre, no: esa primera puerta, no; ¿no ves con unas letras de a palmo «Cuarto del Cevade­ro»? La otra puerta más ancha.
¡Ajajá, ahí mismo! Ahora, mucho silencio; empuja la puerta y entra sin decir oste ni moste.

***
¡Vaya una cocina rica y apetitosa en una noche como aquélla!
¡Vaya un grupo caprichoso y bonito y vaya una poesía sui géneris, la poesía de la posada en tiempos de la peluca y de la redecilla y del moño de picaporte!
Llenos de arrieros y de caminantes los dos anchos bancos que oprimen el hogar bajo, y lleno el hogar de ascuas y pucheros, y llenos los pucheros de legumbres que hierven «a gallos», todo sue­na allí a su modo: el viento en lo alto de la chimenea, el tronco del olivo en la pira que lo abrasa, el agua al desbordarse en vapo­res ardientes que hacen retemblar las coberteras, los hombres en murmullo acompasado y lento que es el hervor del alma al elevar­se a su esfera: los hombres rezan el rosario antes de cenar.
Dos mozas de «aparejo redondo», tan redondo como sus mo­fletes, sus brazos, su cuerpo y su descaro, ponen la mesa en el centro de la cocina sin dejar de responder a las avemarías del tío «Rosariero», un tipo precioso de la Zaragoza vieja. El rosariero no faltaba en ninguna posada al toque de oración; viejo por lo general e impedido para el trabajo, hallaba todos los días la comida a la puerta de un convento y la cena en una posada donde todas las noches se le pagaba con las sobras de la mesa el favor de llevar el rosario. Alguna vez el rosariero acabó sus días en la horca porque era un solemne tunante que se valía de su porte zalamero y candon­go para enterarse de cuál arriero saldría con dinero fresco a la ma­drugada siguiente y el siervo del Señor tenía la atención de salir a darle la despedida sin rosario y con trabuco al «cerrado de Barta» u otro lugar de los tristemente afamados por los malhechores en cuadrilla.
Pero vamos a la cocina, que ya acaban de rezar.
-Santas y buenas noches nos dé Dios -dice el rosaríero tras el último páter nóster por el alma del primero de los presentes que llegue a faltar.
Y una tremeda algazara sustituye a la anterior salmodia de re­funfuños. Aun los que, tentados del sueño, pasaron a cabezadas todo el último misterio, se alzan ahora revoltosos y chanceros en­cendiendo con bromas horriblemente picantes a las criadas, mur­murando del huésped o criticando la comida última con los sa­lados equívocos del pueblo y los dicharachos convencionales de la briba.
Desaparece el chasquear de los troncos y olvídase el runrún del viento en lo alto ante el ruido de tantas conversaciones como en­tablan por separado el tratante con el ganadero y el ordinario con sus paisanos y el carretero con el mozo de mulas..., y suce­de al fin que poco a poco languidecen esas pláticas y una, acaso la menos impor-tante, pero la en que más ruido se mete, es la que prevalece y se generaliza atrayendo por ventura la común atención.
La vez presente tuvo ese privilegio un animadísimo diálogo que cierto malicioso arriero mantenía con un muchacho negro, el negro que todos conocemos, y tres graves criados, que olían de cien le­guas a casa grande, los del señor..., etcétera.
Eran sustancia de pleito, digamos la tesis de él, de las dudas que nuestro palurdo amero abrigaba acerca del nacimiento de los ne­gros; en fin, con oírlos basta:
-¿Sabes lo que te digo a tú, negro? -concluía el arriero­. Que se necesita ser muy recochino para llegar a ponerse así... ¡Tan negrizo, maño! Si paices propiamente el diablo del dance...
Todos los circunstantes soltaban el trapo. El negro, con gesto meloso y semblante humilde y dulzarrón, se limitaba a separar con ademán de sonrisa sus labios gordejuelos y prominentes mostrando dos carreras de dientes de un blanco mate capaces de matar de en­vidia a la petimetra de más campanillas, y después... se callaba como un bendito dejando a sus compañeros que hicieran la defensa que él no intentaba por falta de palabras o de genio, o por la natural pereza y «déjame estar» de su raza.
El cochero, en cambio, un camastronazo más largo que la No­chebuena, regocijado con las salidas del arriero hacia la causa del negrito no por otra causa si no es por hacer de sus réplicas buscapié de nuevas sales y agudezas del baturro. Sostenía muy formal que el niño era negro porque Dios lo hizo así, porque su padre y su madre lo habían sido antes, porque ya nació negro...
-Amos, amos, no me vengas a mí con esos bulos, porque yo ya hace que mi comulgau buen recau de años -argumentaba nues­tro palurdo, y no me trago yo que nenguna persona nazca negra ni medio negra.
-Pero oiga, oiga, compañero -objetaba el cochero, ¿qué cosa ha podido entonces poner así al niño?
-Pus qué ha de ser, hombre -continuaba el arriero imitando ligeramente en la respuesta al tonillo guasonamente altivo de la pre­gunta, que ha vivido en una tierra donde hay soles muy fuertes y unos jabones muy flojicos. Eso se ice aquí..., ¡gorrinería, maño, gorrinería!
Nueva carcajada de la concurrencia. Y sigue el mismo argu­mento:
-Aquí no semos tan zaborreros pa eso de lavanos... y a la cuenta, si tomas el sol, pongo por caso, pa la siega, te se sienta, pero a los quince o a los vainte o a los trenta, dale memorias a la negrura aquélla... ¿Por qué? Pus porque te lavas y te arreas valiente jabona­da con esparto y si es poco un pozal, echas dos y... ¡guapo tendría yo el cuerpo a ese paso con el solecico que cae en Monegros! ¿Ver­dá tú, Calistro?
-Vamos, ¿no le parece a su merced -arguyó el cochero por decisivo recurso- que si el color del niño fuese del sol de su tierra, sólo tendría negra la cara y las manos, a lo sumo los brazos, en fin aquello que recibe el sol?
-¡Toma ya, maño! ¿Qué pasa pues? ¿Os dais cuenta? ¿Éste nos quiere hacer creer ahora que el «niño» que ice él es negro tam­bién por dentro?
Y diciendo y haciendo mandó el cochero ponerse en pie al ne­grito junto a la lumbre del hogar, le ayudó a despojarse del casaquín y del chaleco, y le sacó luego la camisa sin desatarle el calzón, mostrando a los circunstantes un torso y un pecho negros, brillantes y mantecosos, lisos, sin vello, como una estatua de bronce que guar­dada bajo techado tuviese sólo la pátina del tiempo sin el verdín de la intemperie.
El efecto de la realidad fue supremo en nuestro arriero.
-¡Amos, ahora si que nos ha chafau la papeleta...! -y le pasa­ba la mano por los lomos redondos. ¿Quie decise que este pardel es to negro? ¿Te paice a tú? ¡Nada, nada, que es negro y renegro! ¡Toma ya! ¡Hasta los mismos sobacos, que ahí no es regular que se le haiga metido el sol...! Todo, todo negro... Las costillas, la riñona­da... ¡Lo que se llama todo! ¡Rediez con el negro! ¡Y miá que es negro!

***
Al fin el posadero, que sobre sentir sueño sentía el gasto de aceite que supusiera la prolongación de la conferencia, se levantó del banco aún endormiscado y, desperezándose y con los ojos ce­gajosos y húmedos del que bosteza a gusto, dijo al arriero:
-Hala, Matías... Que ya os habéis reído bastante y tú tienes que salir a las cuatro y media, y si no duermes bien, sacarás mala madera para ir a Jaulín en una jornada.
-Ties razón...
Y cogió su candil mientras se despedía de los contertulios:
-Vayan compañeros, a la paz de Dios -y saliendo ya como quien habla de botones adentro: ¡Rejolín con el negro! ¡Pues es poco negro el endino...!

***
Acaso durante la anterior conversación el cochero rumiaba el pensamiento ladino; tal vez le ocurrió ahora de repente viendo ir a acostarse al arriero; lo cierto es que, una vez desaparecido éste, lla­mó aquél a concurso al mesonero y del común acuerdo resultó el proyecto de burlar en toda regla al baturro pintándole de negro la cara y manos mientras dormía y así al día siguiente se hallase trans­fonnado en aquel ser tan reído y mofado de su graciosa vena.
Dicho y hecho.
Entraron con sigilo en el cuarto del arriero y con una muñeca de estopa impregnada en hollín le pusieron la cara, manos y brazos como unas botas nuevas.
Al día siguiente, con gritos desaforados y meneos bastantes para dar en tierra por San Gil con todo el fruto de una noguera, desperta­ba el posadero a Matías, con gran prisa, como si se le hubiera corri­do la hora y quisiera suplir con la energía de los empujones el tiem­po indebidamente pasado.
A oscuras se tiró del catre nuestro mozo y a oscuras se puso abarcas, faja y chaqueta, que yacían en montón a los pies del ca­mastro, y a tientas buscó la puerta y se encaminó a la cocina por el pasadizo desde donde se oía el gallo a todo chorro de su voz y a todo trapo de la suya las bestias de la cuadra, recordándole su tardanza.
Un candil exhausto lanzaba entre el último tufo sus postreras luces en la cocina, colgado de la espetera, y dejaba ver sobre la mesa la copa de aguardiente y el tamaño zoquete que solícitas ma­nos de mesonero habíanle aparejado por todo desayuno. Sobre estas frugales viandas se lanzó Matías apresurado: tragó un sorbo del lí­quido, cogió el pan, y cuando, para arrollarse a la cabeza el típico pañolillo de seda, se acercó al espejico que en la pared de en­frente colgaba de un clavo en compañía del rosario y del bendi­to ramo de olivo, quedó estático y con los ojos desmesuradamen­te abiertos; se repuso luego, lanzó una carcajada estentórea y sa­liendo ya por la puerta, mientras se echaba al cuello la manta, se le oyó decir riendo a mandíbula batiente:
-¡Miá tú que son pollinos en Zaragoza! Pus no han despertau al negro en vez de despertarme a mí... [1]

013. Aragón


[1] Los dos cuentos que se narran en el segundo apartado o capítulo del pre­sente cuaderno proceden de la obra Cuentos aragoneses, cuya autoría se debe a don Mariano Baselga Ramírez. (Nota del autor.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario