Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 12 de septiembre de 2012

El negro y el ordinario

Ya sé que se mintió mucho a costa y a expensas de tan ­rumboso huésped, pues por más que su familia y calida­des fueran bien sonadas, esta misma apostura y aquel ves­tir gallardo y estotras apariencias bravamente magníficas son aún mayor parte a la conjetura y, si nunca faltan lenguas camanduleras que alargan y empinan, también sobran en el vulgo curioso, cuando, murmura y comadrea sobre personas de mucho copete, ponderado­res belitres y panegiristas de burlicas.
¡Que si se mentiría en aquella Zaragoza del año de gracia de 1817, cuando sin anuncios callejeros ni reclamos de gaceta vieran los vecinos del Arco del Deán apearse de ligero birlocho a la puerta de mosén Tomás Arias, canónigo auditor del Cabildo, a un señorón grave y mesurado, barbihecho de cara y atusado de pelos que tras­cendían a corte y aun de ello lo más superfino y destilado!
Así pasó lo que pasó, pues hasta la posteridad se habló por obra de los informes populares tan atajada en fijar el «quién» y el «cómo» del forastero, que de seguro no habréis oído este cuento a dos distintos narradores sin que cada uno atribuyese al suyo apelli­dos y oficios que riñen con los del personaje del otro.
Y éste nos pone un grande de España, que viene de ejercer un virreinato en Méjico o Perú, y aquél habla de un tío de Indias que trae a manta las peluconas y los loritos..., y ni éste ni aquél están en lo cierto, porque la suerte puso en mis manos nombres, fechas y lugares, precisos, evidentes, incontestados...
Pero vamos al caso. Y es el caso que el señorón de marras se hospedó en casa del canónigo de autos; mas como traía varios cria­dos consigo, no quiso ser así molesto ni en tal cuantía gravoso al prebendado imponiéndole la servidumbre de tantas bocas ociosas y calladas, que son las que más comen en justa compensación, por cuyo motivo mandó aposentar en una posada a los dichos servidores que no eran menos del cochero y tres lacayos, uno de ellos, por cier­to, negro bozal y de lo más negro que se usa entre los nacidos con el pellejo de color.
He aquí, pues, ya recibido y abrazado y bienvenido y obsequia­do el señor don... ¿Aún no he dicho quién era el huésped? ¡Vaya por Dios...! El mencionado huésped no era otro, según los datos, que el excelentísimo señor doctor don... ¡Calle...! Ahora reparo en que no importa un pito quién fuera ese señor...; nada, nada, como que ya no he de meterme con él para cosa alguna y todo lo dicho no tiene más objeto que explicar la presencia de un negro en la posada de Santo Domingo, de Zaragoza, el año die­cisiete y con una noche de enero frigidísima y cruda como las mismas acerolas..., crudas.

***
Entras por el arco de San Roque a la mantería, sigues todo dere­cho por la calle de la Dama y, si antes no te has roto algo de lo más preciso en el cuerpo por la oscuridad de aquellos lugares, por el satí­rico empedrado de aquellos tiempos y por los mil objetos extraños que se ponen al paso y aún se suben por la nariz en cuanto desplega su velo la negra noche sobre la patria gloriosa de nuestros bisabuelos, conseguirás llegar al Dios Baco. Tuerce un poco a la derecha, llama en aquel portalón primero y cuando, abierto el postigo con esa mezcla de relincho y bostezo que pinta a los vivos el abrirse de una puerta cerrada y pesada, vieja y grande, entres en un patio blanqueado, an­cho, con farol mortecino colgando de las vueltas y piedras deslizosas, que barruntan agua, por suelo, podrás decir a quien te plazca, sin te­mor a ser desmentido, que estás en la Posada de Santo Domingo, de la que fue Imperial Cesar-augusta.
Sube la escalera y, llegado al primer piso, desembarca en la gran galería que sirve de forro a toda la casa, asomándola al inmen­so corral cuadrado, que es su centro, del cual te apercibirás si, no siendo de noche oscura y durísima, pudieran impresionarte los tonos alegres de la ropa tendida arriba en el solanar y abajo el matiz ama­rillento del suelo blanco que trasciende a cuadra o el picante olorei­llo de la gallinaza más que el presente escozor del ambiente helador y los bofetones de la cellisca. Adelante, adelante, por la... terraza, si quieres... así... un poco más... ¡alto! No, hombre, no: esa primera puerta, no; ¿no ves con unas letras de a palmo «Cuarto del Cevade­ro»? La otra puerta más ancha.
¡Ajajá, ahí mismo! Ahora, mucho silencio; empuja la puerta y entra sin decir oste ni moste.

***
¡Vaya una cocina rica y apetitosa en una noche como aquélla!
¡Vaya un grupo caprichoso y bonito y vaya una poesía sui géneris, la poesía de la posada en tiempos de la peluca y de la redecilla y del moño de picaporte!
Llenos de arrieros y de caminantes los dos anchos bancos que oprimen el hogar bajo, y lleno el hogar de ascuas y pucheros, y llenos los pucheros de legumbres que hierven «a gallos», todo sue­na allí a su modo: el viento en lo alto de la chimenea, el tronco del olivo en la pira que lo abrasa, el agua al desbordarse en vapo­res ardientes que hacen retemblar las coberteras, los hombres en murmullo acompasado y lento que es el hervor del alma al elevar­se a su esfera: los hombres rezan el rosario antes de cenar.
Dos mozas de «aparejo redondo», tan redondo como sus mo­fletes, sus brazos, su cuerpo y su descaro, ponen la mesa en el centro de la cocina sin dejar de responder a las avemarías del tío «Rosariero», un tipo precioso de la Zaragoza vieja. El rosariero no faltaba en ninguna posada al toque de oración; viejo por lo general e impedido para el trabajo, hallaba todos los días la comida a la puerta de un convento y la cena en una posada donde todas las noches se le pagaba con las sobras de la mesa el favor de llevar el rosario. Alguna vez el rosariero acabó sus días en la horca porque era un solemne tunante que se valía de su porte zalamero y candon­go para enterarse de cuál arriero saldría con dinero fresco a la ma­drugada siguiente y el siervo del Señor tenía la atención de salir a darle la despedida sin rosario y con trabuco al «cerrado de Barta» u otro lugar de los tristemente afamados por los malhechores en cuadrilla.
Pero vamos a la cocina, que ya acaban de rezar.
-Santas y buenas noches nos dé Dios -dice el rosaríero tras el último páter nóster por el alma del primero de los presentes que llegue a faltar.
Y una tremeda algazara sustituye a la anterior salmodia de re­funfuños. Aun los que, tentados del sueño, pasaron a cabezadas todo el último misterio, se alzan ahora revoltosos y chanceros en­cendiendo con bromas horriblemente picantes a las criadas, mur­murando del huésped o criticando la comida última con los sa­lados equívocos del pueblo y los dicharachos convencionales de la briba.
Desaparece el chasquear de los troncos y olvídase el runrún del viento en lo alto ante el ruido de tantas conversaciones como en­tablan por separado el tratante con el ganadero y el ordinario con sus paisanos y el carretero con el mozo de mulas..., y suce­de al fin que poco a poco languidecen esas pláticas y una, acaso la menos impor-tante, pero la en que más ruido se mete, es la que prevalece y se generaliza atrayendo por ventura la común atención.
La vez presente tuvo ese privilegio un animadísimo diálogo que cierto malicioso arriero mantenía con un muchacho negro, el negro que todos conocemos, y tres graves criados, que olían de cien le­guas a casa grande, los del señor..., etcétera.
Eran sustancia de pleito, digamos la tesis de él, de las dudas que nuestro palurdo amero abrigaba acerca del nacimiento de los ne­gros; en fin, con oírlos basta:
-¿Sabes lo que te digo a tú, negro? -concluía el arriero­. Que se necesita ser muy recochino para llegar a ponerse así... ¡Tan negrizo, maño! Si paices propiamente el diablo del dance...
Todos los circunstantes soltaban el trapo. El negro, con gesto meloso y semblante humilde y dulzarrón, se limitaba a separar con ademán de sonrisa sus labios gordejuelos y prominentes mostrando dos carreras de dientes de un blanco mate capaces de matar de en­vidia a la petimetra de más campanillas, y después... se callaba como un bendito dejando a sus compañeros que hicieran la defensa que él no intentaba por falta de palabras o de genio, o por la natural pereza y «déjame estar» de su raza.
El cochero, en cambio, un camastronazo más largo que la No­chebuena, regocijado con las salidas del arriero hacia la causa del negrito no por otra causa si no es por hacer de sus réplicas buscapié de nuevas sales y agudezas del baturro. Sostenía muy formal que el niño era negro porque Dios lo hizo así, porque su padre y su madre lo habían sido antes, porque ya nació negro...
-Amos, amos, no me vengas a mí con esos bulos, porque yo ya hace que mi comulgau buen recau de años -argumentaba nues­tro palurdo, y no me trago yo que nenguna persona nazca negra ni medio negra.
-Pero oiga, oiga, compañero -objetaba el cochero, ¿qué cosa ha podido entonces poner así al niño?
-Pus qué ha de ser, hombre -continuaba el arriero imitando ligeramente en la respuesta al tonillo guasonamente altivo de la pre­gunta, que ha vivido en una tierra donde hay soles muy fuertes y unos jabones muy flojicos. Eso se ice aquí..., ¡gorrinería, maño, gorrinería!
Nueva carcajada de la concurrencia. Y sigue el mismo argu­mento:
-Aquí no semos tan zaborreros pa eso de lavanos... y a la cuenta, si tomas el sol, pongo por caso, pa la siega, te se sienta, pero a los quince o a los vainte o a los trenta, dale memorias a la negrura aquélla... ¿Por qué? Pus porque te lavas y te arreas valiente jabona­da con esparto y si es poco un pozal, echas dos y... ¡guapo tendría yo el cuerpo a ese paso con el solecico que cae en Monegros! ¿Ver­dá tú, Calistro?
-Vamos, ¿no le parece a su merced -arguyó el cochero por decisivo recurso- que si el color del niño fuese del sol de su tierra, sólo tendría negra la cara y las manos, a lo sumo los brazos, en fin aquello que recibe el sol?
-¡Toma ya, maño! ¿Qué pasa pues? ¿Os dais cuenta? ¿Éste nos quiere hacer creer ahora que el «niño» que ice él es negro tam­bién por dentro?
Y diciendo y haciendo mandó el cochero ponerse en pie al ne­grito junto a la lumbre del hogar, le ayudó a despojarse del casaquín y del chaleco, y le sacó luego la camisa sin desatarle el calzón, mostrando a los circunstantes un torso y un pecho negros, brillantes y mantecosos, lisos, sin vello, como una estatua de bronce que guar­dada bajo techado tuviese sólo la pátina del tiempo sin el verdín de la intemperie.
El efecto de la realidad fue supremo en nuestro arriero.
-¡Amos, ahora si que nos ha chafau la papeleta...! -y le pasa­ba la mano por los lomos redondos. ¿Quie decise que este pardel es to negro? ¿Te paice a tú? ¡Nada, nada, que es negro y renegro! ¡Toma ya! ¡Hasta los mismos sobacos, que ahí no es regular que se le haiga metido el sol...! Todo, todo negro... Las costillas, la riñona­da... ¡Lo que se llama todo! ¡Rediez con el negro! ¡Y miá que es negro!

***
Al fin el posadero, que sobre sentir sueño sentía el gasto de aceite que supusiera la prolongación de la conferencia, se levantó del banco aún endormiscado y, desperezándose y con los ojos ce­gajosos y húmedos del que bosteza a gusto, dijo al arriero:
-Hala, Matías... Que ya os habéis reído bastante y tú tienes que salir a las cuatro y media, y si no duermes bien, sacarás mala madera para ir a Jaulín en una jornada.
-Ties razón...
Y cogió su candil mientras se despedía de los contertulios:
-Vayan compañeros, a la paz de Dios -y saliendo ya como quien habla de botones adentro: ¡Rejolín con el negro! ¡Pues es poco negro el endino...!

***
Acaso durante la anterior conversación el cochero rumiaba el pensamiento ladino; tal vez le ocurrió ahora de repente viendo ir a acostarse al arriero; lo cierto es que, una vez desaparecido éste, lla­mó aquél a concurso al mesonero y del común acuerdo resultó el proyecto de burlar en toda regla al baturro pintándole de negro la cara y manos mientras dormía y así al día siguiente se hallase trans­fonnado en aquel ser tan reído y mofado de su graciosa vena.
Dicho y hecho.
Entraron con sigilo en el cuarto del arriero y con una muñeca de estopa impregnada en hollín le pusieron la cara, manos y brazos como unas botas nuevas.
Al día siguiente, con gritos desaforados y meneos bastantes para dar en tierra por San Gil con todo el fruto de una noguera, desperta­ba el posadero a Matías, con gran prisa, como si se le hubiera corri­do la hora y quisiera suplir con la energía de los empujones el tiem­po indebidamente pasado.
A oscuras se tiró del catre nuestro mozo y a oscuras se puso abarcas, faja y chaqueta, que yacían en montón a los pies del ca­mastro, y a tientas buscó la puerta y se encaminó a la cocina por el pasadizo desde donde se oía el gallo a todo chorro de su voz y a todo trapo de la suya las bestias de la cuadra, recordándole su tardanza.
Un candil exhausto lanzaba entre el último tufo sus postreras luces en la cocina, colgado de la espetera, y dejaba ver sobre la mesa la copa de aguardiente y el tamaño zoquete que solícitas ma­nos de mesonero habíanle aparejado por todo desayuno. Sobre estas frugales viandas se lanzó Matías apresurado: tragó un sorbo del lí­quido, cogió el pan, y cuando, para arrollarse a la cabeza el típico pañolillo de seda, se acercó al espejico que en la pared de en­frente colgaba de un clavo en compañía del rosario y del bendi­to ramo de olivo, quedó estático y con los ojos desmesuradamen­te abiertos; se repuso luego, lanzó una carcajada estentórea y sa­liendo ya por la puerta, mientras se echaba al cuello la manta, se le oyó decir riendo a mandíbula batiente:
-¡Miá tú que son pollinos en Zaragoza! Pus no han despertau al negro en vez de despertarme a mí... [1]

013. Aragón


[1] Los dos cuentos que se narran en el segundo apartado o capítulo del pre­sente cuaderno proceden de la obra Cuentos aragoneses, cuya autoría se debe a don Mariano Baselga Ramírez. (Nota del autor.)

La maría

Todo eso... ¿ves por ahí ese val donde pega la luna...? Pues sigue todo derecho y campos y campos de trigo y panizo y cáñamo y frutales y huerta y monte, que es como si dijéra­mos todas las piezas de medio término y todo ese sinfin de hanega­das con los plantadicos más majos de la ribera y todo el regalo que Dios puso en el mundo... Todo era de ella... Rica, poderosa, con cada casa en la ciudad de lo mejor, y arcas llenas de papeles con los plumazos y tagaroteos de todos los escribanos del mundo... Pues... ropa de su llevar... y lo tocante a colchones... y los ricos damascos... como ahora los rollos de lino se llevaban y traían allí los pedazos de seda para cualquier cosa...
¡Y qué casa en lo mejor de Calatayud! ¡La misma reina de España hubiera tenido allí lo suyo! Espejos por aquí y cuadros por allá y echa sillas y blanduras y comenencias y por todo esteras y alfombra fina para que pisase su excelencia, que no se le decía otra cosa al hablar, pues aunque vosotros sólo la conocéis como la lla­mó la copla, quiere decirse que habéis oído la María, y con la María se quedó, pero no es porque le faltaran apellidos y pampo­lina de bautizo, que se llamaba a los dos días de nacer doña María Ana Francisca de Borja Suárez de Cetina y... qué me sé yo cuan­tas cosas más... A mi tío Juan el Negro es al que he oído toda la retahíla muchas veces; como él se crió allí en la casa por más que entonces ya iba muy al bajo...
¡Ya voy, ya voy! Estripacuentos del diablico, que tiempo que­da y todo lo que digo es porque hay que decirlo, no por el gusto de irme por los cerros de Úbeda...
No sé cuántas horas costaría a nuestro cronista en alpargatas desenredar la dificil madeja de su cuento, ni sé si llegó al consabido cuentico contau, preciso remate y catástrofe de la aventura en tales narradores; afirmo desde luego que no, por lo que a mi toca; porque en cuanto los rendidos ojos vieron apagada la liviana hoguera que calentó las viandas de la cena y el cuerpo molido, húbose refocilado en el recreo de un fascal de paja que le servía de lecho y el fresque­cito de la noche espantó los mosquitos y el silencio del campo se impuso a la intempestiva charla y unas benéficas nubes aprisionaron a la luna pizpireta y alcahuetona que molestaba con sus reflejos sobre el piso de la era y el vivo amarillo de los montones y de la parva, comencé a oír solas palabras con grandes hileras de puntos suspensivos, luego meras sílabas; al fin alguna que otra voz que montaba el normal diapasón del parlante y... nada más, hasta que el día entrándoseme por los ojos aún recatados por su natural persiana, hízome despertar entre los alegres y rústicos amigos, quienes ya recordaban con chispeantes tonos la necesi­dad de abandonar la paz de la era por el tiroteo y furor de la cazata. Mas luego, aún enfrascado en perseguir liebres y cone­jos, parecióme recordar que el exordio del cuento destripado por el sueño de la noche antes prometía alguna acción interesante y formé propósito de echarme a pechos la narración entera y aun indagar por cuenta propia si algo quedaba oscuro y he aquí el fru­to de mis trabajos.
Mucha era su nobleza con bajar en derechura de aquella magní­fica corona de Aragón y así no es raro caso que el tío Juan el Negro y su rústico sobrino, cuyas referencias sirvieron de picante a mi gusto por las historias, se hiciesen lenguas de la hilera de sus apelli­dos, de lo poderoso y engarabitado de sus partes y de lo abundante de su archivo, retrato fiel de las profundidades de la gaveta y de la extensión del prosaico cumquibus. En esto, no obstante, sin aliarse ajenos a la verdad, tampoco la vieron y lograron completa los cro­nistas de referencia; y daré mis porqués.
Eran cuna de tan antigua familia el ducado de Cetina, cuyo primer poseedor dicen que reunió a su pujante corona los marque­sados de Erla y Alberite; la baronía de Estercuel y los señoríos de Nlorés, Sabiñán, Brea y no sé cuántos otros cuyos orígenes históri­cos habríanse de llevar forzosamente a los tiempos de la Reconquis­ta ante la razón heráldica de que cuantos elementos formaban el blasón de la casa tenían relación con asuntos arábigos: cabezas moras cortadas, medias lunas, el mismo mote del escudo que rezaba Moros en la Medina-Jiloca por Cetina, todo, excepción hecha de una zorra que en campo de gules figuraba al fin del escudo y en cuya interpretación nunca quise meterme por lo delicado de estos asuntos de familias.
Mas, pasado el primer lustre y apogeo del preclaro solar, sobre­vino el fraccionamiento y cooperando los años a la obra de segun­dones descontentos y pleitistas, mayorazgos calaveras y despilfarra­dos y no sé qué oí de un administrador que pudiera emparejarse con el animalillo simbólico del blasón de la casa por lo avispado y des­pierto; en resumidas cuentas, el linaje de los Cetina tuvo sus crudas y maduras, viéndose a menudo la cruz y el agua bendita, como se dice comúnmente, y en estas alternativas y crapin crapant, como las ollas de La Fontaine, llegó a los fines del siglo pasado en cuyo tiempo la casa tomó otro aspecto bajo el señor don Tobías Suárez de Cetina y Monroyo, hijo tercero del duque de Cetina, el cual, enviado en sus mocedades a París porque la pro­pia Sorbona le nutriese con sus enseñanzas, volvió leguleyo, tra­vieso y volterianillo guasón que se reía a todo trapo de los seño­ríos, marquesados y cabezas moras, que vio impasible cómo sus hermanos mayores arramblaban ávidamente con los timbres no­biliarios mientras a él lo dejaron en la casa solar acompañado de lo mejorcito de las tierras y de los más sólidos y sustanciosos talegos de las arcas señoriles.
Puso no poco de su parte la imaginativa de aquel señor a la moderna y con la gran base de su metálico, y echando mano a su conocimiento de las leyes y sus tretas y delgadeces, compró y vendió y prestó por todos los modos y artes del derecho civil, sien­do a los pocos años el destacado don 'Tobías, según él, paño de lágrimas de sus convecinos, según éstos, el más grande judiazo que comió pan en la comarca desde los tiempos de doña Isabel la Católica.
Una mala cosecha, la muerte de alguna mula o el desquicia­miento de cualquier casa de labor en diez leguas a la redonda deter­minaban un viaje de los desgraciados labradores al caserón de don Tobías, a fin de ofrecerle tierras que en concepto de los oferentes habían de venirle muy bien por estar tocando al campo tal, o al oli­var cual, antiguas posesiones de la casa y entonces, previo regateo y cubierta la cuestión legal con formas de contrato, se hacía la «ope­ración» cuyo fin último era dilatar un poquito cada día el mapa de la casa de Cetina sin mirar mucho a la perfección y pureza de los medios.
Por eso diré, aclarando lo que arriba dejé en suspenso de juicio, que era, sí, una hacienda grande, pero rara, historiada, complejísima: a porrillo los campos, viñas, huertas, olivares y mejanas desparra­madas por los términos de cinco pueblos, daban en junto una admi­nistracióri tan dificil de regir como imposible de entender resultaba el arcón repleto de papeles donde yacían las tierras en efigie, verda­dero archivo de hipotecas, permutas, censos y cartas de gracia en el que cómodamente cabían los títulos de dominio de todo el reino si en el reino no hubiera dueños truhanes, compradores logreros y no otro modo de transmitir propiedades que la honra­da compraventa.
De su matrimonio con no sé cuál señorona que conoció en sus mocedades tuvo a nuestra María, quien vino al mundo a costa de la vida de su madre, virtuosa mujer, según se cuenta.
Cuando María contaba diecinueve años ocurrió el tránsito de esta vida de su padre don Tobías, lo que tuvo lugar con la maldita oportunidad que siempre acompaña a la muerte, pues sólo falta­ban pocos meses para que la niña contrajese matrimonio con un mar-quesito muy petimetre, en todo y por todo afrancesado, romántico y soñador, plaidito de semblante como un tipo de Rousseau, fanático por Bonaparte y no sé si francmasón, por más dificil que parezca el atar tan varios cabos y el reunir tan desiguales cataduras.
Casó María muy luego de morir su padre y al año y medio, poco más, de la boda, cuando la feliz pareja aún gozaba en París los deliquios de su viaje de novios, harto dilatado, según murmuraban los lenguaraces de acá y más parecido a un extrañamiento por carta de más o menos en lo liberal, afrancesado o qué me sé yo, un vien­to frío dio al traste con el novio, quien bajó al sepulcro dejando la más lozana viudica que hayan soñado poetas sensibles y novelistas de ciento en ramo.
Vino a su casa y tierra, halló a la una vacía y sola, disgustada e inelegante a la otra y chocó su recogimiento y soledad, su afición al estudio y otra cualidad que al punto la hizo altamente reco­mendable a todos sus paisanos: se dio a frecuentar la compañía de gentes humildes y rara vez se la vio hablando con personas de su par.
Mas he aquí que cuando ya sus abundantes panegiristas se pro­metían en ella una insigne patricia, consuelo de lástimas, reme­dio de adversidades y demás epítetos de gaceta, da la gente en decir que su afición a lo campesino tenía sus porqués y que si estaba o no prendada de Lorenzo, un buen mozo, hijo de un an­tiguo mozo de mulas de la casa, que cuidaba el huertecillo y jardín de ella y al que la dueña en persona se había impuesto la tarea de enseñar a leer y escribir, y no a secas y por practicar la beneficencia de la Enciclopedia ni la filantropía racional, sus dos supremas aspiraciones.

***
No era un vergel estudiado y fastuoso; no estaban a escuadra sus arbustos ni el verde seto de hojas lustrosas marcaba el cordel de unas calles enarenadas y blanquizcas, no; pero era una huerta el más hermoso rincón de la vega bilbilitana y un huerto allí y a los prime­ros de abril no necesita de postizos entonos ni tiesuras de alambi­que, repugna la tijera y la hoz como la geometría y el dibujo, porque tiene mucho de la superior ordenación de la selva y del rebosamiento fecundo de la vida salvaje, pues que la lleva la di­vina pintura de lo natural y si algo pusieron en él manos de los hombres, aún fue en acrecentamiento de tan poético desorden, por donde vino el poco artificio a ser factor de lo mucho natural y como en sus mismos dechados u originales aleccionado y diestro.
Había olores suaves sin rosas ni geranios ni heliotropo; flores airosas sin el fatuo y cargante invernadero; un céfiro embotado y ebrio de catar tan varias esencias que dieran celos a los vahos facti­cios de la cámara real, digno de embalsamar las alcobas olímpicas en noche de bodas; el olor de la creación, aroma por el cual todo lo vivo sabe a la mano de su Dios y Señor.
Dominaba ya el verde por entre las mil muestras de color inimi­table con que el campo se pinta en primavera; a medias rotos los fecundos brotes de la hoja, verdegueaba ésta como a racimos; sólo algún manzano perezoso mezclaba a trechos la mancha con los cambios pintorescos y alegrotes de sus flores a «rampallos»; el ála­mo eminente entre los desmadejamientos de la hartura lanzaba a tie­rra lacios y larguiruchos los colgajos de su caprichosa florescen­cia y el casi inculto suelo tapizado de pétalos blancos y rojos, rozagante y frescachón con sus céspedes y festucas, gramas y corregüelas y la acequia dócil corriendo bajo las higueras entre vallas de junco y espadañas, astos, mimbreras y zarzamoras, todo, todo resonaba en manifiesta zambra, el jolgorio de la vida, la bulla de lo que empieza y asoma, regocijado vítor que en la proclamación y jura de su Rey Altísimo lanzan las criaturas..., que se adivina en el zumbido de la abeja al sortear atolondrada las flores del ciruelo tardío, que repite la alondra entre los trinos de sus amores, y la parra cuando desborda el claro licor de sus entrañas por los escuetos pulgares y el cerezo mostrando en mil cálices hinchados el final de su casto himeneo.
En tan delicioso escenario desarrollaba la acción de sus amores ideales la gentil viudita que, entre paréntesis, estaba soberbia pa­seando al atardecer por entre las cañas y arbustos con el negro ves­tido recogido en la diestra, trenzado el pelo rubio con tonos de bronce y cayendo en dos madejas al modo aldeano sobre los ter­ciopelos mate del corpiño de luto, destocada y sin más mojigatos crespones que una frente blanca, purísima, coronada por los haces de su poderosa cabellera. Allí es donde leyendo y repensando los párrafos más sentimentales de Juan Jacobo, a orillas de la acequia, moldeaba su espíritu en aquellos personajes tan elegantes, tan vapo­rosos y superfinos; allí donde incubó sus aficiones platónicas hacia Lorenzo, en el que personificaba no el amor de un ideal como el que representaban las Lauras y Beatrices, pues aquél pasó con sus Petrarcas y Durantes respectivos, sino el amor sencillo de la natura­leza, el amor pastoril, aquel amor campestre, supremo artículo de importación y moda bajo nuestros lechuguinos tocados de enciclo­pedia y que producía frutos de moral tan convencional y dudosa como la estética de que eran capaces aquellos sus aldeanos per­petuamente vestiditos de domingo y sus zagales limpios y almi­donados, sin barro en las abarcas ni olor a sirria, y en el amar muy contenidos y discretos, y en el hablar muy lerdos y espiri­tuales...
Allí, en fin, víctima de la impulsión de aquel amor invertido, absurdo, se lanzó doña María a explorar el interior del rústico Lorenzo con intento de hacer su solio en él y sentarse luego glo­riosa y triunfante sobre su misma obra; allí arrostró los punzantes sonrojos de la alcurnia echada a los pies de un hortelano y allí se bañó en el más grande e inefable gozo que jamás aspiraron las almas privilegiadas al ver conseguido en aquella turbación y cor­tedad casi infantiles de su Lorenzo y en aquellas mismas hilachas de rusticidad que asomaban tras de sus monosílabos, dudas y can­dorosos extraños, el substrato místico-bucólico del sistema, la flor aún goteada del rocío según el gusto de aquellos amores de moda.
¡Si sería interesante narración en este lugar la de las circuns­tancias que acompañaron a la primera égloga, cuando, diestramen­te llevada una conversación de triviales asuntos al punto céntrico, declarase la Cloris del idilio entre coquetas vergüenzas y corri­mientos aquel su pensar cuando el asustado Melibeo recibiese la embajada con rubores y las palabras con silencios, cuando ya ago­tada la retórica quedase al solo arbitrio de los ojos el rematar con furibundo macheteo de miradas aquel secreto sacrificado en aras del amor!
Mas no me fue dada tan curiosa referencia y así dejo en blanco, para el cronista más feliz que en lo porvenir supiera llenar mis lagu­nas, el espacio destinado a la historia de estos amoríos en su periodo infantil.
Sólo un fragmento de conversación y aun ese torpemente refe­rido por ser parte de cierta chismería de criadas, pudo llegar a mí, mas, imperfecto y todo, he de transcribirlo, pues da idea y entona el carácter así de la impulsión de doña María como la «receptividad» y aptitud de Lorenzo ante o para aquellos singulares afectos.
Advertiré que a estas fechas el prosaico nombre del galán había sido reformado por su señora, quien lo llamaba Renzo, casi, casi, pastoril y que la escena siguiente ocurre en el mismo huerto y du­rante una tarde de octubre muy alegre y soleada con todo el sé­quito de pájaros que picotean las uvas del emparrado, ruiseñores que cantan allá junto a la casa entre los escaramujos y avellanos del jardincillo, lagartijas que corretean al sol entrando y salien­do por los desconchados de la vieja tapia y un corderillo de re­galo blanco como la nieve que, atado a una higuera, marca rít­micamente los tironcitos que da a la hierba del suelo con el ar­gentino vibrar de una campanilla colgante de un terciopelillo verde que le ciñe el cuello. Inútil es decir que este corderillo hacía el oficio de símbolo en la religión semirracionalista de los amores de su dueña y no pocas veces servía en ella de ejemplar y modelo y sujeto venerable, mezcla de héroe y fetiche, tan pron­to buey Apis como flor de loto.
Al lado del corderillo encuéntranse ambos interlocutores senta­dos en el pequeño talud de la acequia y en el momento a que se refiere mi confidencia debió Renzo de decir alguna badajada cuando la pastoril doña María le increpa así:
-Ceguera y muy espesa es la ignorancia, mi pobre Renzo, y así no me admira tu susto y sobresalto en cosas corrientes -y ya juzgadas de muy antiguo. ¡Celoso tú...! Ni podía ser otra cosa: ignorancia y celos. ¿Qué habrá más natural sino que anden juntas las dos cegue­ras, la del entendimiento y la de la voluntad? Pero ya saldrás, pastorcillo fiel, ya saldrás del antro oscuro a vivir la vida diáfana del saber y de la razón, y entonces..., sin negruras en el cerebro, curarás de los celos del corazón... Pasión de la plebe, baja pasión que desva­nece el sol de la ciencia, la educación, el progreso, indispensable menester de las sociedades... Sí y sí..., mi Renzo.
El pastor-hortelano no está pendiente de los labios de su interlo­cutora hasta el punto de que tal alarde concionatorio le prive todo otro movimiento y hasta el menor gesto; muy al contrario, se ocupa en recortar una caña verde haciendo esas gaiticas con que arman bulla los muchachos campesinos, lo cual, muy lejos de ser echado a descortesía por la preopinante, agrádale mucho por lo simbólica que le resulta la gaita, dadas sus aficiones pastoriles; por esto prosigue a favor del silencio de Renzo:
  La nobleza y la sabiduría matan los celos como trasgos, y brujas de tiempos fanáticos huyeron al brillar el sol de los inventos, la luz de la filosofia, el genio de las artes... Brillarás en la corte a mi lado, mas tendrás que vivir rodeado de un mundo de hombres ga­lantes y conquistadores y de mujeres hermosas y fáciles, ¿y por eso vas a ser celoso? ¿Y por eso he de encarcelarte prestando oído a una moral rancia y desacreditada que haría incompatible el esplen­dor de la vida palaciega? Me verás muchas veces al lado de otros hombres, siendo objeto quizá de sus discretos, de sus versos, de sus cartas, ¿y por eso habías de descomponerte, siendo el ridículo y la rechifla...?
Renzo aplica sus labios al cañuto recién cortado y sopla recio dos o tres veces saliendo sonidos huecos y no pocas ralladuras de las que hizo con la navaja al cortar la caña.
-En tiempo de los trovadores allá en la gentil Provenza, el único pueblo que se impuso a los errores morales del mundo timo­rato y gazmoño, reinas y princesas tenían su trovador favorito que las amaba cantándolas y enalteciéndolas con gran dignación de sus propios ilustres esposos, que incluso colmaban de honores y rique­zas a estos amantes de sus mujeres por entender que su genio au­mentaba y avaloraba sus coronas poniendo encima de ellas...
Renzo da tres o cuatro chiflidos consiguiendo ya obtener un sonido aflautado, bien que muy turbio e imperfecto.
-Sólo a expensas de su ilustración, de su talento, pudo llegarse a esa quietud y apacibilidad de los espíritus y esto te dará la medida de lo que tú serás cuando, educado al modo palaciego, mi Renzo, bueno...
Creyó doña María sorprender en su silencioso contertulio aso­mos de un signo negativo como desaprobando sus palabras, cuando continuó así:
-Sí, sí; no te quepa duda; cuando hayas llegado a trovar, cuan­do seas cantor, que llegarás a serlo, te harás despreocupado, mirarás más alto que lo que montan las trivialidades del pudor acomodati­cio, vulgarote...
Nuevas y repetidas negaciones debió captar la señora doña María, pues, y ahora casi violentamente en son de reprensión nada amistosa, le dijo, acercándose mucho:
-¿Pues qué, crees que en el mundo podría darse la galantería, esa generosidad de la comunicación entre hombres y mujeres que prescinde de moldes y convencionalismos? ¿O eres de los que perseguirás, necio, a tu rival y le darás horrenda muerte ensañán­dote en sus despojos sangrientos hasta darte el gustazo de presen­tar a tu otra Gabriela de Vergy el corazón caliente de su amado...?
Tan nerviosa y excitada era. aquí la retórica de doña María que, realzada por lo tétrico y espantoso del ejemplo dicho, Loren­zo hubo de levantar la vista de su trabajo presentando el rostro a los ojos de la interpelante y contestarle atropelladamente:
-No, no, por amor de Dios. Eso... es muy feo...
-Pues entonces -argumentó con más suavidad doña María­- ¿que harías si quisieras vengarte de la que te engañó, infeliz? Si no le matas, ¿qué recurso te queda?
Un prolongado sonido, y ahora ya claro, estridente y ridículo, salió de la flauta de caña, gracias a un resoplido potentísimo del rústico inventor.
-Di, ¿qué harías entonces? ¿Figúrate que me hallases a mí en el mundo brillante dejándome adorar de algún poeta...?
Nuevo soplo y nueva nota de varios compases de extensión por parte de Lorenzo, quien diríase embobado ante la perfección de su última obra.
  Vamos, óyeme... di, ¿cómo me castigarías...?
Dos, tres, cinco pitadas agudísirnas siguieron a estas palabras y ahora ya con el deliberado intento de bromear y como quien lanza los silbos por toda respuesta, pues harto bien declaraba el juego la risilla burlona con que el adorado Renzo miraba a su señora entre soplo y soplo.
Por más que ella hizo no pudo sacarle del cuerpo su sistema de defensa y castigo contra la coquetería, sistema que ocultó, si es que lo tenía, tras de aquella rechifla con que, según mis referencias, ter­minó la entrevista de aquella tarde.
¡Y que no tenía miga la tal situación! Quien viera a Lorenzo con su cara abrutada y«fematera» ocultando a soplidos y risotadas dos ojillos de rata de agua que brillaban como los de un sátiro di­choso, hubiera pensado en el genio de lo ridículo derrocando a sil­bidos la estatua de la pedantería.

***
No sé cuánto tiempo pasó desde los narrados acontecimientos ni si el amoroso fuego de aquella mitad vestal y mitad diosa Razón alimentada en su pecho aristocrático-pastoril, fue extinguiéndose o aumentando gradualmente hasta llegar al incendio voraz e inextin­guible. Entre el pueblo, atento siempre a los menores movimientos de los de arriba, esta última opinión era la corriente, creyéndose a pies juntillas que los amores eran llegados a su cenit cuando ocurrió lo que sigue:
Al ser Angulema enviado a España para realizar la cabalgata, desfile o llámese como se quiera a lo que entonces se tituló adveni­miento de los cien mil hijos de San Luis, fue rodando a Calatayud un destacamento de coraceros a cuyo frente formaba bizarro oficial, titulado conde Hipolithe Longferrier, hombre de vastísima ilustra­ción, gran valor y prendas personales, muy enterado de los asuntos de España, cuyo idioma hablaba muy suficientemente por haber ganado sus primeros grados en las campañas napoleónicas de los años ocho y nueve, y hombre guapísimo, galante y muy dado a pleitos de cortesanos y enredos de alto coturno.
Estrechas como andaban las relaciones entre magnates y france­ses por la razón política que se alcanza a quien recuerda estas cosazas de nuestros males contemporáneos, no hay por qué de­cir que el oficial francés, conde por añadidura, fue presentado a doña María cuyo trato y casa frecuentó hasta la intimidad. Y no sé si fruto de tan deliciosas franquezas sería el llegar a lo pastoril por seguir

aquel soberano amor
que la musa pinta ciego,

y que, según cuentan

hace al pastor palaciego
y al palaciego pastor.

Algo de esto hubo de ocurrir, pues bien pronto apareció Loren­zo que otro mayoral hacía migas, y muy buenas migas a fe, en la majada ilustre de los Cetina. Por vez primera en muchos meses se dio el caso de pasar dos días sin ver a su dueña y señora y si al ter­cero consiguió verla en el jardín, fue del brazo del oficial, hablando en francés o al menos en algo que Lorenzo no entendió y que a todo se parecía menos a los idilios pasados... Animada, viva, cortés y zalamera la conversación, más que un andante pastoral se parecía al allegro de una cavaletta.
Pocos días después el destacamento, con orden de marchar ha­cia el Norte, desfiló por la calle estrecha más que sombría, por el alto muro del caserón solar de los Cetina, resonando en los guijarros las herraduras de la caballería imperial que llenaba el aire con su piafar como quien pide leguas y camino duro para satisfacer el ansia de las resistencias y del obstáculo. Doña María, puesta en el balcón de su sala feudal, acompañó con la vista el escuadrón, cuyo jefe se volvía a mirar cómo la señora sonreía, enviándole repetidos adioses con el pañuelo.
Aquella noche, sin más noticia que la que tuvo el administrador, quien, llamado a última hora, recibió fuerte golpe de moniciones, avisos, poderes y encomiendas apresuradas, doña María hizo en­sillar su potro y, con una maleta a la grupa, partió en la misma dirección que la caballería tomase horas antes. El amor, sin duda por lo que tiene de imagen, convirtió en brújula su movediza voluntad y esta vez, destinada a marcar el rumbo de la estrella buena o mala de los franceses, indicó fatalmente el Norte..., porque al Norte manda­ban ir los pliegos del mariscal de Francia.
***
Ignoro si aquellos pujos de amor natural en que la señora quiso adiestrar al criado consiguieron levantar en él alguna chispita de entusiasmado y verdadero amor por tan encopetada zagala; ni si él, llegado a consentir al cabo de tantas confiadas églogas en la pose­sión de ánimo de su dueña, prefería, allá en sus adentros de refinado materialista, el bienestar que le esperaba siendo señor de vasallos al mismo gozo de la posesión del objeto de sus amores en la señora adyacente.
En lo que no cabe duda es en la manera cómo el pueblo inter­pretó los románticos amoríos al punto inaugurados, dándolo ya todo por hecho y finiquitado, tanto que en cuestión de dos meses el palurdo Lorenzo se vio distinguido, obsequiado y lleno de salu­dos y deferencias de sus coterráneos y probables pecheros o redi­tuarios ad futurum.
En función de los razonamientos anteriormente expuestos no se hace dificil calcular la somanta que aguantarían las costillas del pobre diablo, conocida que fue la causa de aquella fuga y cuando por cosa clara se supo que doña María se había largado lisa y lla­namente a correrla con el oficial en el propio París de la Francia. Por una gran temporada fue Lorenzo el tema de todas las bromas aldeanas, la más pesada acepción de broma, y de todas las cuchu­fletas del horno, de la barbería, de los porches de la plaza y demás acreditados mentide-ros de Calatayud.
Necesitó no pocas veces de su cachaza, su buena fama anterior y su gran mano en la porción de especialidades rusticanas que nadie le negaba, para no quedar el bicho más ridículo de la comar­ca y moralmente inhábil en cuestión de faldas. Gracias a todas esas prendas, sin embargo de lo corrido, nadie se lo tuvo en cuenta para lo que pudiera hacerle daño grave; luego el tiempo fue apagan­do los recuerdos y ocho o diez años más tarde nadie veía en Loren­zo al desafortunado Apolo de aquella Dafne fugaz de marras.
¿Diez años...? ¡Ya lo creo...! Como no fuesen más los que trans­currieron sin saberse de la ilustre dama en la ciudad. Es decir, tanto como saberse ya se sabía, pues al poco tiempo de su marcha comen­zó el adrrvnistrador a recibir cartas de ella pidiendo dinero, y esto con tal frecuencia y en tales cantidades, que el buen hombre anduvo al principio de medio lado para servirla, luego ya la fue imposible com­placerla; mas vencido el imposible,con una porción de hipotecas y ventas ruinosas, fue coser y cantar el quedar reducido a cero el in­menso patrimonio de los Cetina que sucumbió, como todos sus se­mejantes, a fuerza de pleitos, cambalaches y judiadas.
Aparte este aspecto económico que excesivamente tenía la co­rrespondencia entre propietaria y apoderado, nada se supo a ciencia cierta respecto de la vida y milagros de doña María, sino que fue mermando su hacienda, que luego se redujo a lo peor de su primer estado y que, al fin, la propia casa nativa con el huerto y todas las tierras, el ganado y la administración, cambiaron de mano sin que a los Cetina quedase un geme de tierra del Giloca donde ejercer señorío.
Ya haría de esto un par, de años cuando tan olvidados asuntos volvieron a ponerse de moda con ocasión de una carta que recibió la nodriza de doña María, mujer hacendosa y casada con un hombre de bien, sin hijos, circuns-tancias que le permitieron, a favor del buen arrimo que en sus principios prestáronle los señores, hacer casa con su par de «abríos» y una buena porción de corricos en la huerta.

***
Gana de llorar daba, según la pobre mujer, leer las razones y quejas de la triste doña María, las historias de sus desventuras amo­rosas tan oportuna y moralmente mezcladas de desengaños que pudieran construir a sus expensas una de aquellas novelas dichas ejemplares los ejemplares autores que en el tiempo dorado de las le­tras tejían esta clase de enseñanzas literarias.
Inútil es que diga cómo todas las lenguas se lanzaron sobre es­tos párrafos de la escrita confesión de la altiva Cetina fantaseando a su gusto y presentándola en la corte de Francia, siendo primero en­vidia de princesas y reinas, luego espejo de cortesanas impúdicas y a la postre mujercilla andariega, triste ornato de aceras y paseos en las grandes ciudades.
Nada de esto pude comprobar por más que a facie populi co­rriera como punto discutido y aprobado. Lo único que resultó evi­dente por ser extremo principal de la carta mencionada, fue el deseo manifiesto de volver a la patria Bilbilis, aspiración que con todos sus ahíncos pondría en ejecución si sabía que aquella honrada mujer no tendría asco de recibirla en su casa y se prestaba a cobijarla por pura beneficencia hasta el fin de sus amargos días. Y aunque se supo después, porque previa la contestación de la nodriza ofrecién­dole su pobre morada en pago de franca gratitud siempre viva en su alma, a los quince o veinte días llegó doña María, llorosa, desmejo­rada, vieja y hecha una calamidad, tomando, reconocida y humilde, posesión de aquel asilo, única puerta abierta con que el mundo brin­daba a los extintos fulgores de su apellido.
Como si no hubiesen pasado tantos años, el sentido popular, que tiene mucho de irracional en la manera de repetir los recuerdos con brutal fidelidad, con inhumana justicia, volvió a zarandear a Lorenzo -otrora Renzo- y otra vez le salieron los colores al rostro cuando la broma sangrienta le recordaba en la plaza, en el campo, en las esquinas, aquella ilusión pasada y el latigazo que la señora in­firiera en su dignidad de hombre a su candor campesino casi dos lustros y medio atrás.
En todos los pueblos de nuestras tierras son casi diarias las ron­dallas en que los mozos celebran o burlan a los ídolos ya venerados, ya caídos y rotos de sus amores, pero mucho más en la época de las Carnestolendas y en las villas grandes o ciudades chicas donde no una, sino tres o más rondas, no dan reposo a guitarras y vi­huelas durante las tres noches que el uso autoriza la sonora práctica.
En una de estas noches, cuando, bien bebidos los hombres y bien tirantes las cuerdas, suelta la musa popular esas coplas destello de un genio nervioso y materialista y que por eso mismo son a la vez verdades eternas y sátiras sangrientas, besos obscenos y coces de cuadrúpedo, entremezcladas con algún que otro delicado senti­miento digno del mármol y del libro, iba calle abajo nuestro héroe entre seis animados compañeros y así, al compás de su jota, llegaron al pie de una ventana que hizo crispar los dedos y romper de un arañazo la prima de su guitarra; detrás de la ventana dormía la que fue su señora y luego su castigo, su mueca, su irrisión.
Veinte pasos antes, un compañero había cantado la copla, esa famosa que en Calatayud compusiera hace muchos años el genio oscuro del pueblo para castigo de una cierta Dolores, cuya vida, según el verso, no fuera todo lo arreglada que piden los cánones morales. Aún resonaban en su oído los dos primeros versos de la canción, cuando, parándose todos bajo la ventana, y no se sabe si con mala intención, pidieron a coro una «canta» a Lorenzo.
Éste escupió, se echó a un lado y cantó con voz que parecía una maldición:

Si vas a Calatayud
Pregunta por la María
Que hace los mismos favores
Que la Dolores hacía.

013. Aragón

lunes, 3 de septiembre de 2012

El conejito ingenioso

Periquín tenía su linda casita junto al camino. Periquín era un conejito de blanco peluche, a quien le gustaba salir a tomar el sol junto al pozo que había muy cerca de su casita. Solía sentarse sobre el brocal del pozo y allí estiraba las orejitas, lleno de satisfacción. Qué bien se vivía en aquel rinconcito, donde nadie venía a perturbar la paz que disfrutaba Periquín!
Pero un día apareció el Lobo ladrón, que venía derecho al pozo. Nuestro conejito se puso a temblar. Luego, se le ocurrió echar a correr y encerrarse en la casita antes de que llegara el enemigo: pero no tenía tiempo! Era necesario inventar algún ardid para engañar al ladrón, pues, de lo contrario, lo pasaría mal. Periquín sabía que el Lobo, si no encontraba dinero que quitar a sus víctimas, castigaba a éstas dándoles una gran paliza.
Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su espantable trabuco, ordenándole: 
-Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte ahora mismo la bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón de nudos. -Ay, qué disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo como que no había oído las amenazas del ladrón.
-Ay, mi jarrón de plata...!
-De plata...? Qué dices? -inquirió el Lobo.
Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale es un dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era rico; pero ahora soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo recuperarlo! Ay, infeliz de mí! -suspiraba el conejillo. 
-Estás seguro de que es de plata? De plata maciza? -preguntó, lleno de codicia, el ladrón.
-Como que pesaba veinte kilos! -afirmó Periquín. Veinte kilos de plata que están en el fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar. 
-Pues mi querido amigo -exclamó alegremente el Lobo, que había tomado ya una decisión, ese hermoso jarrón de plata va a ser para mí.
El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus vestidos para estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible trabuco, todo quedó depositado sobre el brocal del pozo.
-Voy a buscar el jarrón -le dijo al conejito. Y metiéndose muy decidido en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua del pozo, se dejó caer por el agujero.
Poco después llegaba hasta el agua, y una voz subió hasta Periquín:
-Conejito, ya he llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha caído?
-Mira por la derecha -respondió Periquín, conteniendo la risa.
-Ya estoy mirando pero no veo nada por aquí...
-Mira entonces por la izquierda -dijo el conejo, asomando por la boca del pozo y riendo a más y mejor.
Miro y remiro, pero no le encuentro... De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo.
-Me río de ti, ladrón tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo de tu codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me llevo tu ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana, pero has resultado trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó castigado al Lobo ladrón, por su codicia y maldad.

999. Anonimo

El conejito burlon

Vivía en el bosque verde un conejito dulce, tierno y esponjoso. Siempre que veía algún animal del bosque, se burlaba de él. Un día estabada sentado a la sombra de un árbol, cuando se le acercó una ardilla.
-Hola señor conejo. Y el conejo mirando hacia él le sacó la lengua y salió corriendo. Que maleducado, pensó la ardilla. De camino a su madriguera, se encontró con una cervatillo, que también quiso saludarle:
-Buenos días señor conejo; y de nuevo el conejo sacó su lengua al cervatillo y se fue corriendo. Así una y otra vez a todos los animales del bosque que se iba encontrando en su camino. Un dia todos los animales decidieron darle un buena lección, y se pusieron de acuerdo para que cuando alguno de ellos viera al conejo, no le saludara.
Harían como sino le vieran. Y así ocurrió. En los días siguientes todo el mundo ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le saludaba. Un dia organizando una fiesta todos los animales del bosque, el conejo pudo escuchar el lugar donde se iba a celebrar y pensó en ir, aunque no le hubiesen invitado. Aquella tarde cuando todos los animales se divertían, apareció el conejo en medio de la fiesta. Todo hicieron como sino le veían. El conejo abrumado ante la falta de atención de sus compañeros decidió marcharse con las orejas bajas. Los animales, dandóles pena del pobre conejo, decidieron irle a buscar a su madriguera e invitarle a la fiesta. No sin antes hacerle prometer que nunca más haría burla a ninguno de los animales del bosque. El conejo muy contento, prometió no burlarse nunca más de sus amigos del bosque, y todos se divirtieron mucho en la fiesta y vivieron muy felices para siempre.

(Consejo: Procura no burlarte nunca de la gente.)

999. Anonimo

Los tres perezosos

Érase una vez un padre que tenía tres hijos muy perezosos. Se puso enfermo y mandó llamar al notario para hacer testamento:
-Señor notario -le dijo- lo único que tengo es un burro y quisiera que fuera para el más perezoso de mis hijos.
Al poco tiempo el hombre murió y el notario viendo que pasaban los días sin que ninguno de los hijos le preguntara por el testamento, los mandó llamar para decirles:
-Sabéis que vuestro padre hizo testamento poco antes de morir.
¿Es que no tenéis ninguna curiosidad por saber lo que os ha dejado? 
El notario leyó el testamento y a continuación les explicó:
-Ahora tengo que saber cual de los tres es el más perezoso.
Y dirigiéndose al hermano mayor le dijo:
-Empieza tú a darme pruebas de tu pereza.
-Yo, -contestó el mayor- no tengo ganas de contar nada. 
-¡Habla y rápido! si no quieres que te meta en la cárcel.
-Una vez -explicó el mayor- se me metió una brasa ardiendo dentro del zapato y aunque me estaba quemando me dio mucha pereza moverme, menos mal que unos amigos se dieron cuenta y la apagaron. 
-Sí que eres perezoso -dijo el notario- yo habría dejado que te quemaras para saber cuánto tiempo aguantabas la brasa dentro del zapato.
A continuación se volvió al segundo hermano:
-Es tu turno cuéntanos algo.
-¿A mí también me meterá en la cárcel si no hablo?
-Puedes estar seguro. 
-Una vez me caí al mar y, aunque sé nadar, me entró tal pereza que no tenía ganas de mover los brazos ni las piernas. Menos mal que un barco de pescadores me recogió cuando ya estaba a punto de ahogarme.
-Otro perezoso -dijo el notario- yo te habría dejado en el agua hasta que hubieras hecho algún esfuerzo para salvarte.
Por último se dirigió al más pequeño de los tres hermanos:
-Te toca hablar, a ver qué pruebas nos das de tu pereza.
-Señor notario, a mí lléveme a la cárcel y quédese con el burro porque yo no tengo ninguna gana de hablar.
Y exclamó el notario:
-Para tí es el burro porque no hay duda que tú eres el más perezoso de los tres.

999. Anonimo

Los zapatos del diablo

Un día el diablo, con voz ronca y fea, le dijo a un diablito que estaba a su lado: "Tengo ganas de pasear. Estoy cansado de vivir en este hueco del infiermo, y me voy a conocer mundo, a viajar en aviones y en trenes, a montar en buque y en burritos orejones. Quiero recorrer la tierra toda, y sembrar el mal por donde vaya pasando". El diablito a quien dijo el diablo todas estas cosas, no respondió nada, pero movió la cola, como para decir que no le importaba que el diablo grande se fuera. Pasados algunos días de mucho calor, pues eran días pasados en los mismos infiernos, el diablo comenzó a viajar, con su cara de diablo, y con una maleta llena de espejitos y chucherías para engañar a los niños y a los hombres. Pero antes de partir, el demonio dejó todas sus cosas muy bien arregladas en el infierno. Dejó hasta la dirección de los hoteles y los países que iba a visitar.
El diablo llegó a la tierra no se sabe cómo. Dicen algunos que llegó montado en un paila voladora, en una paila con alas y sonido de avión. Pero parece que lo cierto fue que llegó en sus paticas, por un túnel muy largo y muy negro, que él mismo abrió con los cuernos debajo de la tierra. En todo caso, la verdad fue que llegó, y comenzó a andar por caminos y caminos; hasta que tocó en un país muy hermoso, donde los días eran como catedrales de oro, y las noches como mujeres negras con estrellas en la cabeza. El cielo de aquel país era azul, azul, y la tierra era verde, verde.
El diablo, al verse en una tierra tan linda, en una tierra igual al paraíso, pensó que lo mejor era quedarse un tiempo allí y dedicarse a la maldad. Lo primero que hizo fue matar una mariposa que pasó a su lado. Después, con un carbón encendido que tenía guardado en el bolsillo, quemó a un niño que estaba recogiendo flores en el campo, y más tarde, a la entrada de un pueblo, le robó el sombrero a un ciego que estaba sentado al borde del camino. Finalmente, el diablo entró al pueblo, sin dejarse ver de la gente que a esa hora estaba rezando o cantando, y se escondió en la alcaldía, debajo de unas escopetas que estaban recostadas a la pared. Allí pasó la noche haciendo planes para el día siguiente, y comiendo sapos, ratones, cueros de tigre, y pedazos de cementerio. Nadie se enteró aquella noche de que el diablo estaba en el pueblo, y todos los habitantes durmieron tranquilamente. Algunos hasta soñaron con ovejitas blancas y velas encendidas a los pies del Niño Jesús, porque era diciembre y por todo el cielo se veían pasar ángeles con resplandores en las alas.
Pero volvamos a los pasos del diablo. El enemigo malo, como dicen algunas viejitas arrugadas y cariñosas, después de pasar la noche en la alcaldía, se levantó muy temprano y se dirigió a la zapatería del pueblo: Como era muy temprano y el zapatero no había llegado aún, el diablo tuvo que esperar un buen rato, y resignarse a que las personas que pasaban para misa lo miraran extrañamente. Al fin llegó el zapatero, recién bañado, y con un bigote muy grande y muy gracioso sobre la boca. El diablo saludó al recién llegado con mucha simpatía, y le dijo que necesitaba unos zapatos nuevos. El zapatero, que era un hombre bueno, y que estaba enseñado a tratar con gente honrada, le respondió al diablo que lo iba a atender con gusto, y lo invitó a entrar a la zapatería. El demonio se sentó en un taburete de cuero y empezó a medirse zapatos de todos los tamaños, y al fin se quedó con unos grandotes, que parecían fabricados con cuero de elefante. Después pagó la cuenta, con billetes manchados de sangre, y salió con los zapatos puestos. El zapatero se quedó en la puerta de la zapatería, acariciándose el bigote con una mano, y con la otra rascándose la nuca.
El diablo empezó entonces a recorrer todo el país donde el cielo era azul, azul, y la tierra era verde, verde. Donde pisaba con los zapatos nuevos, el demonio dejaba una quemadura roja que secaba la hierba y hacía llorar a los arbolitos recién nacidos. Era tanta la maldad de este forastero, y eran tan bandidos y tan despiadados sus zapatos, que toda la tierra de aquel país maravilloso empezó a sufrir. Por todas partes se veían las pisadas del diablo, y se veían pasar muchachitos con lágrimas en los ojos, y con sombreritos de paja, tristemente puestos sobre la cabeza.
El cielo azul, azul, poco a poco se fue volviendo negro, y la tierra verde, verde, poco a poco también, se fue poniendo del color de la ceniza. Cuentan las personas que les tocó vivir en aquella época, que los platos amanecían quebrados en las cocinas de las casitas campesinas, y que las golondrinas no volvieron a volar por la tarde sobre las torres de las iglesias. Las mismas personas dicen que las muñecas con que juegan las niñas no volvieron a decir papá ni mamá, y los gallinazos parados en los tejados de las casas, se aburrían como señores serios. Ciertamente el diablo estaba haciendo de las suyas en aquel país. Por la noche se oían las pisadas infernales en los corredores de las fincas, en las calles empedradas de las aldeas, y en el piso de las pesebreras, donde los caballos comen hierba, y hacen espuma con la boca.
Pero la noticia de que el diablo estaba en aquel país de ríos largos y de madres dulces, se extendió rápidamente por ranchos, pueblos, palacios y ciudades. Nadie se quedó sin saber que era el mismo diablo el que estaba pisando los caminos, las flores, las hormigas, las cabecitas de los grillos, y los ojitos de las lagartijas. Nadie se quedó sin saber, tampoco, que el demonio estaba calzado con unos zapatos grandotes y crueles, y que estos zapatos echaban chispas y olían a pólvora y a muerto. Entonces los hombres, las mujeres, los niños, y hasta los viejos que tienen que apoyarse en un bastón para poder caminar, se juntaron para perseguir al diablo y acabar con él. Los hombres abrieron huecos en los caminos para que el patas se cayera en ellos. Las mujeres se pusieron a rezar y a quemar ramo bendito en todos los rincones de las casas. Los niños, con gorros de papel, se montaron en sus caballitos de madera, y se fueron a cuidar los nidos de los azulejos. Y los ancianos clavaron los bastones en las montañas, como espadas, para indicar que ellos también estaban en la guerra contra el demonio.
Cuando el diablo se dio cuenta de que toda la gente de aquel país, con palos y con piedras y con gritos, lo estaban persiguiendo, se amarró bien los zapatos, y empezó a caminar más rápidamente, y a mirar para atrás, como los ladrones que temen ser alcanzados por los policías. Desde entonces la vida del diablo fue muy dura. No pudo volver a dormir ni a descansar. Día y noche andaba y andaba, día y noche sufría caídas y tropezones, día y noche mordía polvo y piedras puntiagudas. Sin embargo, el diablo no dejaba de hacer el mal, y por donde pasaba, como era su costumbre, pisaba los maizales, y los dejaba envueltos en llamas, en humo y en azufre.
Pero de tanto caminar, de tanto huir a través de desiertos y bosques, los zapatos del diablo se fueron gastando. Llegó un momento en que perdieron el brillo y el poder para matar las hojitas de la hierba. Ya no sonaban como el día en que se los puso por primera vez, como el día en que se los compró al zapatero, y empezó a dar pasos orgullosos y destructores. Todas las noches, con la luz de la luna y de las estrellas, el diablo miraba sus zapatos, y comprendía que muy pronto se iba a quedar descalzo. Mientras tanto, la gente de aquel país lo seguía persiguiendo, y en los periódicos salían noticias alarmantes para todos, pues se decía en aquellas noticias que iba a ser imposible alcanzar al diablo, porque este disponía de muchos recursos para burlar a sus perseguidores, y además sus zapatos, más que caminar, volaban sobre el polvo de los caminos.
Pero la verdad era que los zapatos del diablo se seguían gastando. Con los tropezones las costuras se reventaron, finalmente, y las suelas se doblaron como lenguas de vacas tristes. El diablo, casi descalzo, seguía corriendo, y dejando en el suelo pedazos de sus zapatos rotos. Hasta que empezaron las espinas a herir los pies del fugitivo. El pobre diablo ya no sabía qué camino tomar. Constante-mente se detenía para descansar un poco, pero haciendo un esfuerzo terrible, y acosado por los perseguidores, que prácticamente lo tenían sitiado, lograba reanudar la marcha. Al fin, el diablo perdió todas sus fuerzas, y cayó al suelo pesadamente, y con la cara llena de sudor y de lágrimas.
Los habitantes de aquel país maravilloso encontraron al diablo casi muerto, y con los pies desnudos, pues definitivamente había perdido los zapatos. Pero nadie se atrevió a rematar al infeliz con pedradas y golpes de culata. Un viejo muy hermoso, que parecía ser el jefe de todos, dijo simplemente: "al diablo se lo llevó el diablo". Después, el mismo viejo, pidió a sus amigos que regresaran a las casas a hacer una vida pacífica y feliz.

999. Anonimo