Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Tesoros ocultos

También los moros de Menorca, al verse obligados a abandonar la isla, tomaron buen cuidado de dejar ocultos los tesoros que no pudieron llevar con ellos. En algún caso, hubiera sido suficiente para hallarlos el simple hecho de conocer su escondrijo. En otros, más complicados, se hacía necesario, además, resolver las conjuras de extraños encan­tamientos que garantizaban la invulnerabilidad de las escon­didas riquezas.
Estos tesoros -al menos eso cuentan en la isla- no se han dado aún por perdidos. Siempre habrá algún animoso buscador, dispuesto a dar con ellos, basándose en alguna conjetura, en una leyenda medio olvidada o, en alguna cir­cunstancia, más o menos sorprendente. Así, por ejemplo, cuentan que, hace años, un argelino que visitaba Menorca, preguntó a las gentes de Sant Cristófol si habían oído hablar del tesoro de Albranca. ¡La leyenda había pervivido! A través de los siglos, de una generación a otra y muy lejos de la isla, se había mantenido viva la historia que los lu­gareños conocían muy bien y que contaron así al curioso visitante:
Muchos años después de conquistada Menorca por las tropas de Alfonso III, en 1287, vivía cautivo en Argel un me­norquín de las tierras de Albranca. Las relaciones del escla­vo con su amo debían ser cordiales ya que, frecuente-mente, entablaban largas conversaciones donde el único tema era la isla que el moro -de lejana ascendencia menorquina- de­mostraba conocer bastante bien, a través de relatos oídos a sus mayores.
Un día, seguro ya el árabe de la absoluta lealtad de su es­clavo, le hizo una confidencia. Le habló de un viejísimo tala­yot y de unas cuevas de laberínticas galerías que el isleño conocía, por haber resguardado en ellas, frecuente-mente, a su rebaño. En su fondo, en el rincón más oscuro, debería per­manecer oculto un anciano moro, guardián de un fabuloso tesoro que sólo entregaría mediante una determinada con­traseña: tres toques prolongados. dados con una caracola, y, al hacerse visible el enigmático guardián, presentarle una vara de madera, grabada con extraños jeroglíficos árabes.
El argelino concedió la libertad a su esclavo y, entregán­dole la caracola y la vara, envióle a Menorca en busca de aquel tesoro, del que debería mandarle una parte, en pago de su rescate.
Llegado el menorquín a la cueva, sopló por tres veces la caracola y esperó. Un sonido extraño, parecido al de una voz humana, le llegó de algún escondido lugar de aquellas gale­rías. Probó nuevamente y otra vez aquel rumor enigmático, algo más débil, se dejó oír en la oscuridad de la caverna. De nuevo hizo sonar el corn y esta vez sólo un suspiro, como un debilísimo estertor, contestó a su llamada.
A la luz de una antorcha, preso de una creciente agita­ción, el hombre se puso a buscar, febrilmente, el origen de aquellos sonidos. Recorrió el laberinto de pasillos, miró el interior de grietas y agujeros hasta que, al fin, en un nicho húmedo, recostado sobre un jergón de paja, algo que recor­daba la figura de un anciano moro, le miraba desde la pro­fundidad de sus ojos desorbitados.
El antiguo esclavo se inclinó sobre aquel despojo huma­no que parecía tener todos los años del mundo, y le mostró la vara de los grabados cabalísticos, instándole a levantarse y conducirle al lugar del tesoro.
Demasiado tarde. El árabe musitó una ininteligible pala­bra y se quedó yerto sobre su yacija, bailándole en las pupi­las el resplandor de la antorcha...
Desde entonces, cuentan, el tresor d'Albranca se convirtió en la quimérica meta de muchos buscadores, absolutamente convencidos de su existencia.

* * *
Muy cerca de cala'n Turqueta, una de las playas de Me­norca ante la que palidecen los calificativos cuando se trata de describir su hermosura, se levantaban, tiempo atrás, cabe una antigua atalaya, las casas de Torre-Llefuda.
Sus moradores tenían fama de acaudalados y, cuando al­guien inquiría sobre los orígenes de su fortuna, no tenían in­conveniente en aclararlo. Su riqueza no provenía de las ás­peras tierras de la marina circundante, sembradas de pinos, lentiscos y matas de olorosa manzanilla, sino que arrancaba de aquella lejana noche, perdida ya en la oscuridad del tiem­po, cuando todos en el predio dormían profundamente.
Unos golpes en el portón de madera claveteada interrum­pieron el descanso de los payeses que, al descorrer el cerro­jo, se encontraron ante una chusma de moros, invadiendo el amplio zaguán de la casa. La silueta de una nave con el trapo replegado, recortándose a la luz de la luna sobre las tranqui­las aguas de cala'n Turqueta, desgarró el alma de aquellas buenas gentes que se aprestaron, sin resistencia, a empren­der el temido viaje hacia los mercados de esclavos, en las cos­tas africanas.
Sin embargo, no parecían éstas las intenciones de los pi­ratas. Una voz familiar, tal vez la de algún renegado integra­do en aquella cuadrilla, les ordenó sacar del corral las bes­tias de carga y proveerse de capazos y herramientas. Segui­damente les vendaron los ojos y, cogidos de la mano, les obligaron a seguirles, tierra adentro, en una larga y silen­ciosa caminata.
La extraña procesión se detuvo en el seco cauce de un torrente donde a una orden del cabecilla, pusiéronse todos a cavar la base de una gran roca. Al poco rato se abrió ante ellos una cueva ofreciendo a sus ojos una visión alucinante. Un inmenso tesoro, una verdadera montaña de oro, joyas y pedrería, pasó del interior de la gruta a las albardas de las bestias y, vendados nuevamente los ojos a los de Torre-Lle­fuda, la comitiva emprendió el regreso hacia la playa.
Pronto estuvieron a bordo los moros y su valioso botín. Levada el ancla, cuando el suave viento terral empujaba al velero hacia el mar abierto y a salvo ya de una reacción vio­lenta de los menorquines, el renegado que conocía su idioma les despidió desde la popa:
-«¡Gracias por vuestra ayuda! Este tesoro era nuestro desde hacía muchos años; sin embargo, hemos dejado una parte para vosotros en la cueva. La encontraréis caminando dos leguas en línea recta y luego...»
Justo es dejar constancia de esta historia en la que el moro, al menos por una vez, no entró a saco en la isla sino que volvió a recuperar lo suyo que repartió, además, genero­samente, con sus forzados colaboradores dándoles fama de ricos durante muchos años.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)

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