Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 31 de agosto de 2012

Sucesos


La vi desde la ventana de la cocina. Experimenté un sentimiento mezcla de estupor y de indignación ante aquella descarada intromisión. La pequeña tienda de campaña aparecía plantada en el extremo sur de la pradera, casi junto a la valla. Su color verde contrastaba vivamente con el verde del césped. A juzgar por la quietud reinante, sus ocupantes deberían de dormir todavía a pierna suelta. Permanecí allí perplejo, con el vaso de zumo de naranja en la mano, considerando lo insólito de aquella imprevista ocupación. Al rato Celia entró en la cocina y me preguntó que miraba con tanto interés. Se aproximó hacia dónde yo me encontraba y miró hacia el exterior. Después me miró a mí. Los ocupantes deberían haber considerado que la mullida hierba del jardín de nuestra propiedad era el lugar más indicado para hacer la noche. Al parecer no se habían detenido a considerar que para hacerlo era necesario saltar la valla, invadiendo un terreno privado. Cabía también  la posibilidad de que, como la noche anterior nos habíamos acostado muy temprano, hubieran supuesto que el chalet se encontraba deshabitado todavía. Lo más singular era que Tomy, nuestro perro, no hubiera dado durante la noche el mínimo signo de inquietud.
En aquel mismo instante, mientras nos encontrábamos Celia y yo contemplándola desde la ventana de la cocina, Tomy salió de su perrera, se desperezó largamente y miró hacia la tienda. Después, sin mostrar ningún signo de inquietud, vino hacia nosotros y comenzó  a dar saltos junto a la ventana en espera de que le arrojáramos algo de comer. Pero en vista de que sus cabriolas no tuvieron el éxito esperado, se marchó caminando lentamente y se echó sobre la hierba a mitad de camino entre la tienda y la casa.
Me disponía a salir al jardín para despertar a los intrusos cuando Celia me detuvo, arguyendo que convenía obrar con prudencia. No sabíamos con qué clase de personas teníamos que habérnoslas; podría tratarse de golfos o desaprensivos. El hecho de que no hubieran tenido reparo en traspasar la valla era indicio de su falta de escrúpulos. Ella consideraba más sensato no darse por enterados del asunto. Con toda probabilidad los intrusos levantarían el campo a no tardar y se marcharían por donde habían venido. Yo me revelé contra aquella manera de actuar, y ella me recordó que nos hallábamos en medio campo y que la casa más cercana se hallaba a kilómetro y medio. Teníamos un arma, pero echar mano de ella hubiera sido desorbitar las cosas. La carretera distaba tan sólo unos doscientos metros. El tráfico solía ser abundante hasta la hora de comer. Lo más fácil era que los desconocidos desmontaran la tienda y se marcharan haciendo auto-stop.
Permanecimos cerca de hora y media tras la ventana de la cocina. Los propietarios de la tienda no parecían tener la mínima prisa por contemplar la luz del sol. Yo me sentía ridículo en aquella posición de espera; sentía mi amor propio humillado. Pensaba que a pesar de lo que había dicho, Celia esperaría de mí que me enfrentara con los tipos de la tienda y les conminara a abandonar nuestra propiedad. Si se trataba de alguna clase de delincuentes o de gente alborotadora, supondrían de inmediato que nos habían amedrentado, lo que les facilitaría actuar a su antojo. En medio de aquella situación ridícula, lo más indignante era la pasividad de Tomy que, por lo general, ladraba furiosamente a cualquiera que se atreviera a aproximarse a menos de cien metros de la valla. Allí estaba, contemplando perezosamente la piscina, como si la tienda de campaña roja no significara la más mínima intrusión.
Llegó la hora del mediodía sin que nadie hubiera hecho su aparición. Empezábamos a sospechar que la tienda estaba vacía, lo que resultaba todavía más extraño. Como el sol empezaba a calentar, bajamos la persiana y continuamos al acecho a través de las rendijas. De pronto algo se movió en el interior de la tienda; las paredes de lona se agitaron y alguien descorrió la cremallera de la entrada. Un individuo de aspecto desaliñado, desnudo de cintura para arriba, salió al exterior y se desperezó voluptuosa-ente. Debería de tener aproximadamente nuestra misma edad. Vestía unos pantalones vaqueros descoloridos, y su pelo, más largo de lo habitual, parecía sucio y grasiento. Miró hacia la casa y a pesar de que no podía vernos, Celia y yo retrocedimos instintivamente un paso. El intruso volvió a entrar en la tienda, de la que salió al poco con una pequeña toalla. Se encaminó hacia la piscina con la intención probable de lavarse. Tomy se incorporó al verle aproximarse y, sin dar muestra alguna de inquietud, aguardó a que el desconocido llegase hasta el borde del agua. Luego inició una carrerita hacia él, moviendo amistosamente el rabo, y se dejó acariciar por el hombre de la tienda. El desconocido se echó al borde de la piscina y se lavó el rostro y los brazos. Después volvió a entrar en la tienda.
  Celia y yo, ocultos por la persiana, suponíamos que el individuo no tardaría en recoger la tienda y marcharse. Pero, lejos de hacerlo, salió con un pequeño hornillo de gas y una sartén, y procedió a prepararse la comida. El perro a él al oler el guiso, y el desconocido le arrojó unos despojos que Tomy devoró con avidez. Celia y yo nos miramos con desconcierto. Me pidió que continuara al acecho y ella se dedicó a preparar la comida. Yo situé la mesa de forma tal que, sentados, pudiéramos seguir viendo la tienda. Comimos en silencio. En el ambiente tenso, los ruidos de los cubiertos contra la vajilla sonaban desmesuradamente.

Al atardecer decidimos enfrentarnos al desconocido. Salimos al porche y permanecimos detenidos un momento. El de la tienda parecía contemplar ensimismado el crepúsculo. Tomy se aproximó a nosotros meneando la cola y acercó su hocico húmedo a mi mano. Pedí a Celia que permaneciera en el porche y comencé a bajar los cuatro escalones que dan sobre la hierba. Celia me contemplaba desde el porche mientras acariciaba al perro de manera mecánica.
A unos metros del intruso, que no parecía haberse percatado de mi presencia, me detuve. No sabiendo cómo empezar, le di las buenas tardes en un tono que pretendí enérgico. El no se dignó ni siquiera a mirarme. Me acerqué más y, a su espalda, volví a repetir el saludo. El hizo girar entonces su cabeza y clavó en mis ojos una mirada atroz. Tuve miedo y las palabras se congelaron en mi garganta. Luchando contra el temor que me inspiraba esa mirada, logré articular penosamente una frase. Le pregunté qué hacía allí y dije que aquello era una propiedad particular. El volvió a concentrarse en el sol crepuscular haciendo caso omiso de mi presencia. Cuando regresé al lado de Celia mi frente estaba empapada de sudor y me flanqueaban las rodillas.
Celia no me preguntó qué es lo que le había dicho. Yo pensaba contarle que parecía extranjero -sabiendo que mentía, porque no había dado muestras de entenderme. Pero ella, anticipándose a mi comentario, dijo: «Ya se irá...»
Durante la cena nos pusimos de acuerdo tácitamente para obviar el tema. Teníamos la esperanza de que, olvidándonos de él terminaría por desaparecer y todo continuaría como antes de su llegada. Celia se mostró especialmente amable, aunque yo tenía el convencimiento de que, secretamente, me recriminaba por mi falta de energía. ¿Qué podía yo hacer? No era aquel momento para salir al jardín y exigirle que abandonara nuestra propiedad. No era cuestión tampoco de dejarla allí sola e ir a buscar a la policía. Igualmente absurdo resultaría dejar al desconocido acampando en nuestro jardín y correr los dos en el coche a la ciudad. Cuando regresáramos -en el supuesto de que la policía nos hiciera caso- seguramente no encontraríamos ya a nadie, con el consiguiente ridículo.
Nos pusimos de acuerdo para seguir haciendo nuestra vida normal. Ella fregó los platos después de la cena y yo la ayudé a enjuagarlos. Nos preparamos nuestras bebidas favoritas y salimos a sentarnos en el porche como cada noche. En el límite de la pradera una luz roja indicaba que la tienda continuaba allí y que el desconocido no tenía intención de marcharse, por lo menos hasta el día siguiente. Busqué música en la radio portátil y ofrecí a Celia un cigarrillo. Las volutas de humo ascendían hacia el techo del porche. La mirada de Celia estaba clavada en la lucecilla roja. Hubiera dado todo el oro del mundo por penetrar en sus más íntimos pensamientos. Me desperté varias veces, pero contuve los deseos de levantarme y mirar por la ventana. La noche era oscura. Si, como parecía natural, el intruso había apagado el farol, no había medio de saber si continuaba allí o no. Al amanecer Celia se removió inquieta en el lecho. Yo fingí que dormía. Ella entonces apartó las sábanas y se acercó a la ventana. Permaneció mirando el exterior durante algunos minutos, al cabo de los cuales volvió a acostarse. «Sigue allí», musitó dándome la espalda.
Desayunamos muy tarde. Cuando nos asomamos al porche, vimos que el desconocido estaba sentado en una de las butacas situadas al borde de la piscina. Tomy se había echado a su lado y parecía dormitar apaciblemente.
Yo permanecí en el porche en actitud vacilante. Celia -hubiera jurado que me miró con el mayor desprecio del mundo- entró de nuevo en la casa, y salió al poco en traje de baño. Tomando de encima de la mesa del porche la novela que estaba leyendo, se encaminó hacia la piscina y se sentó en la otra butaca a escasos metros del desconocido, el cual no dio muestras de haberse apercibido de su presencia. Ella llamó al perro, que corrió a tumbarse a sus pies. Después, mi esposa se enfrascó en la lectura del libro como si tal cosa. Yo debía hacer una figura ridícula en lo alto del porche.
Poco después, el intruso, despojándose del pantalón vaquero, se quedó en bañador y se lanzó a la piscina. Tomy -como solía hacer cada vez que yo saltaba al agua- se levantó saltando y siguió por la orilla las trayectorias del nadador. Celia, sin cerrar la novela, permanecía atentas a las evoluciones natatorias del desconocido. Sentí que un odio sordo se iba incubando en mi alma, y que ese odio tenía también a Celia como objeto. Cuando el des-conocido salió del agua, me pareció que Celia lo contemplaba con satisfac-ción.
Descendí lentamente las escaleras y caminé sobre la hierba en dirección paralela a donde ellos se encontraban. Me sentía ridículo, y Celia había sido la causante de aquel sentimiento al actuar como si nada anormal estuviera ocurriendo. Cuando llegué a la altura de piscina, siempre siguiendo la cerca del jardín, me senté sobre la hierba. Desde donde me encontraba podía ver perfectamente a los dos. El desconocido tomaba el sol apaciblemente. Celia fingía leer la novela, pero me apercibí de que, por encima de las páginas, no cesaba de mirar al intruso.
Después del mediodía, Celia cerró su libro y se encaminó hacia la casa. Yo la seguí. Entró a la cocina y se dispuso a preparar la comida. Sin decir palabra dispuso tres servicios sobre la mesa. Yo me quedé perplejo y, ante la expresión adusta de su rostro, preferí no hacer ningún comentario. Si aquella era su forma de llamarme cobarde, lo más sensato sería no darme por enterado. Retiré uno de los servicios y me senté a la mesa. Ella se encerró en un silencio cazurro y no me dirigió la palabra durante toda la comida.
Una vez que hubimos fregado la vajilla, nos dirigimos al dormitorio para echarnos una siesta. Al poco de estar en la cama, me sentí fuertemente excitado y me fui aproximando a su cuerpo. Ella, con suavidad, pero enérgicamente, apartó mis manos y se retiró a un extremo del lecho.
Al atardecer, se repitió la escena de la mañana. Celia se sentó cerca del intruso, al borde de la piscina, y yo, caminado cerca de la valla me situé a su altura, a una distancia media entre el porche y la tienda de campaña. El perro corría alocadamente sobre la hierba persiguiendo pequeños insectos voladores. En determinado momento el desconocido hizo un gesto con la mano y Tomy corrió hacia él de manera sumisa. Se echó s sus pies moviendo la cola y emitió unos aullidos de contento.
Poco a poco, procurando que no me viera, comencé a caminar cerca de la valla en dirección a la tienda de campaña. Cuando ya estaba cerca de la parte superior del jardín, Celia me miró y debió comprender mis intenciones, porque cerrando el libro, dirigió por primera vez unas palabras al desconocido y, poniéndose en pie, se dirigió hacia la casa. El hombre fue siguiéndola con la mirada hasta que ella subió las escaleras del porche. Una vez allí, ella se volvió y se detuvo un momento sonriente. No supe si su mirada estaba dirigida a mí o a él, porque en ese momento nos encontrá-bamos los tres en línea recta. Después los dos entraron en la casa.
Llegué hasta la tienda y me detuve un buen rato con los ojos fijos en la puerta del chalet. Por un momento pensé que alguien me observaba desde la ventana de la cocina. El perro se vino corriendo hacia mí y comenzó a olisquearme los zapatos y a lamerme la mano. De pronto me sentí fuerte-ente excitado. Comprendí repentinamente que los dos habían entrado en la casa con el mismo propósito. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al imaginarlos desnudos sobre el lecho. Experimenté un deseo atroz y un odio furibundo. Entré en la tienda como una exhalación y vi el machete junto a las provisiones.
Con el cuchillo en la mano me encaminé hacia la casa. Di un rodeo buscando una ventana abierta y me deslicé en el interior por la de la cocina. Caminando sigilosamente llegué hasta la puerta del dormitorio. Desde fuera se oían sus jadeos. Me detuve un instante mientras sentía acrecentarse en mi interior el odio y el deseo. Después, di una gran patada a la puerta y entré dando alaridos y enarbolando el cuchillo en alto. Allí estaban, desnudos sobre la cama, indefensos.
Sin perder un segundo me lancé contra ellos y hundí repetidas veces el machete en el cuerpo del hombre. La sangre brotó a borbotones. Un último tajo a la altura de la garganta, y se derrumbó muerto sobre el entarimado. Entonces me volví hacia ella que, incapaz de emitir un solo grito, me miraba espantada con los ojos fuera de las órbitas. Apliqué el machete a la altura de su yugular y la abracé convulsamente. Ella retorció bajo mi peso, pero al cabo de un instante las fuerzas la abandonaron. Entonces la forcé y gocé de su cuerpo. Simultáneamente con el último espasmo, el machete tembló en mi mano y, a impulsos de aquel gozo, penetró profundamente en su blanca garganta. Después lo levanté varias veces sobre mi cabeza y lo hundí en su cuerpo convulso.
Salí del dormitorio manchado de sangre. Bajé los escalones del porche y me lancé al agua desde el borde de la piscina sosteniendo el machete en la mano. El perro corrió hacia la casa y comenzó a aullar lastimeramente.
Después me encaminé hacia la tienda y, tras asegurarme de que el machete estaba completa-mente limpio, lo guardé en su funda. Recogí el hornillo y la sartén y los guardé en la mochila. Plegué el saco de dormir y descolgué el farol. Luego, sin precipitaciones, haciendo las cosas ordenada-mente, comencé a desmontar la tienda.
Cuando hube empacado todas mis pertenencias, cargué la mochila al hombro, salté la tapia del jardín y, silbando tranquilamente, me largué por donde había venido.

999. Anonimo

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