Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Sa jaia secorrada


Pese a que monseñor Macabich afirma que en Eivissa no se siguió proceso contra ninguna bruja, aun en el tiempo en que éstas se prodigaban por toda Europa, lo cierto es que la creencia popular siempre las ha admitido, como parte impor­tante de su tradición.
Según ella, las brujas se pasearon por la isla repartiendo ojerizas, organizando aquelarres y practicando la magia ne­gra, al tiempo que se permitían curar algunas enfermedades por procedimientos esotéricos y complicados.
Las materias primas empleadas por las brujas ibicencas en sus ceremoniales y ritos eran las comunes a la brujería universal. Escobas y cabrones para desplazarse de un lado a otro y carne de cementerio, sangre de niños, sapos, escorpio­nes, mechones de pelo, alfileres, extrañas pociones y sofisti­cados brebajes, constituían lo esencial de su farmacopea. Los aquelarres, presididos por Satanás o su representante, eran delirantes: todo el mundo en cueros, danzando unos alrede­dor de una hoguera mientras otros dan cuenta de sus fecho­rías a la presidencia. Siguen las celebraciones de misas ne­gras, la admisión de neófitos y la repartición de las pócimas y los específicos entre la concurrencia. Finalizados los ritos y las danzas, las brujas montan en sus escobas y regresan a su vida normal, entrando en la casa -¿capricho u obligación?­por el ojo de la cerradura o la rendija de una puerta.
De todo ello quedan, en la pitiusa mayor, viejas consejas, expresiones populares -caramellos de bruixa o remolins de bruixes- y alguna que otra canción:

Plou i ja sol,
ses bruixes se pentinen;
plou i fa sol,
ses bruixes porten dol.

conocida, por otra parte, en todo el archipiélago y, como tan­tas otras cosas, recibida de la común cultura catalana.
Los hay, en Eivissa, que dan por seguro, aún hoy, la exis­tencia de alguna suerte de brujas. Sólo de una forma muy traslaticia, olvidando la auténtica acepción de la palabra y tomándola en el más doméstico de los sentidos, podemos aplicar el calificativo a los aficionados a la cartomancia, a la superstición y a algunas artes de curanderismo, practicadas por algunos que, sin necesidad de encomendarse al diablo ni de montarse en el mango de una escoba, consiguen resulta­dos de muy dudosa efectividad.
Brujas, lo que se dice brujas, si existieron un día, hace tiempo que abandonaron la isla blanca, ahuyentadas -tal vez- por el progreso y el cosmopolitismo. Pero ni uno ni otro consiguieron borrar el recuerdo de sus andanzas, como las que protagonizó aquella jaia de San Rafael, a medio ca­mino entre Eivissa y Sant Antoni de Portmany.
La mujeruca vivía en el campo, en una casucha donde se almace-naban todos los utensilios necesarios a su profesión. Redomas, alam-biques y enormes calderos, destilaban cons­tantemente las pócimas de mandrágora y belladona, los un­güentos de manteca rancia y los brebajes de opio y cicuta que, personalmente y seguida siempre por su escuálido pe­rro, entregaba en el domicilio de sus clientes.
La vieja -sa jaia- no dejaba a nadie -y menos aun a los hombres- acercarse a su choza, pero todos sabían que allí permanecía su hija, una hermosísima muchacha, conde­nada por su madre a la soledad y a sucederle en las artes de la brujería.
Aprovechando una de las ausencias de la bruja, un joven, más curioso o menos timorato, se atrevió a entrar en la cabaña del bosque. Los rumores no eran exagerados: la mu­chacha era, cierta-mente, hermosa; tanto, que se enamoró in­mediatamente de ella y así se lo hizo saber en el momento en que entraba, para desgracia de ambos, la arpía.
La determinación de la vieja fue tajante: despidió airada­mente al joven, que regresó al pueblo amenazado con las peores maldiciones si volvía a comparecer por allí, y ence­rró a la muchacha de modo que nadie pudiera verla ni ella tuviera la menor oportunidad de escapar de la choza.
Algún tiempo después, el joven de San Rafael supo que la doncella había muerto. Le contaron que su agonía fue larga, languideciendo día a día por aquel amor que su madre se empeñó en ahogar, sin conseguirlo del todo.
El hombre juró vengarse y se propuso terminar con la bruja haciéndola víctima de las mismas malas artes que prac­ticaba. De algún modo consiguió un mechón de pelo de la vieja -una estopa gris y sucia, cuyo contacto le repugna­ba-, lo introdujo en la boca de un sapo cosiéndola, seguida­mente, con un alfiler y se colgó el animal del cuello, a modo de collar, dispuesto a esperar cuanto fuera necesario.
El día en que el sapo murió, apareció el perro flaco de la bruja, vagando por las callejas del pueblo. Era la señal espe­rada. Un puñado de lugareños se dirigieron al bosque para cerciorarse de la muerte de la bruja y, cerca de su cabaña, hallaron los rescoldos humeantes de una gran hoguera. Es­carbando entre las cenizas, al poco tiempo aparecieron, car­bonizados, los restos de una persona.
Nadie dudó en admitir que eran los despojos de la jaia cuya leyenda, por esta circunstancia, empezó a repetirse des­de entonces como la de la jaia secorrada.        

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-eivissa)

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