Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 30 de agosto de 2012

No todos los duendes son verdes


Según cuentan por allí, hace muchos años, en el Bosque Ilusión, allá donde viven esos exóticos duendecillos de piel verde como esmeralda aconteció una extraña historia. Vivió en aquel bosque una familia de duendes muy orgullosa de su verde color. Cuentan que la familia Greenvelle era verde de cabeza a pies, y que hasta las plantas envidiaban su verde color. Sucedió un día que la señora Pat Greenvelle quiso tener un bebe, pero no se lo daban los espíritus de los arboles a los que tanto imploraba.
Una brillante mañana salió la verde mujer por el todavía más verde camino y se encontró a un hada de las flores que cantaba al sol. De pronto un extraño animal salió de los matorrales y atrapo al hada. La pobre Pat asustada comenzó a tirarle piedras al feroz animal hasta que se fue dejando al hada en santa paz. El hada en agradecimiento le prometió que muy pronto el sol le daría una pequeña hija de la cual podría estar muy orgullosa. Pat se fue feliz a su casa y contó esto a todo el pueblo, porque pronto tendría una verde bebe de la cual seria orgullosa mamá.
En efecto, el hada tuvo razón, pronto llego a la familia Greenvelle una nueva bebe... ¡Solo que verde no era precisamente su color! Pat Greenvelle tuvo una pequeña niña amarillo limón, a la que llamaron Dindina. Ella tenía cabellos dorados como las arenas de los desiertos, en sus ojos estaba el sol, toda ella era de un amarillo brillante como luz.
La familia Greenvelle trato de disimular semejante atrocidad, pero no era algo de lo más sencillo. Cuando era pequeña su mamá la vestía toda de verde para camuflajear su color, pero no resultaba. Los demás niños al principio jugaban con ella, pero luego sus madres les contaban historias acerca de ella y le empezaron a tener miedo. Todo mundo le huía y evitaban su trato. Dindina fue creciendo sola, a la escuela no la dejaban entrar y los ancianos no querían que se sentara con el pueblo por las noches frente a la fogata.
Solo los animalitos querían a Dindina, y se volvieron sus amigos. Ellos siempre la acompañaban y hablaban con ella, pues ella tuvo que aprender su idioma. A Dindina le encantaba dar paseos por la parte inhabitada del bosque, porque allí no había quien la criticara ni se riera de su color.
Un día, mientras caminaba por el Bosque Ilusión, en el cual se dejaban ver todos los matices de verde habidos y por haber, Dindina vio que algo azul se movía a lo lejos. Le llamó mucho la atención, porque el azul no era un color muy común por aquellas partes del bosque. Se acerco para ver que era. Se sorprendió muchísimo al ver que la cosa esa era un duende que lloraba desconsoladamente, pero no era cualquier clase de duende, sino que era un duende azul. Acercándose más a él, le pregunto por qué lloraba. Él le contesto que porque de donde venia nadie lo quería por ser azul.
Él era Ginbran Blue Eye, y venía del pueblo vecino al de Dindina. A él tampoco lo querían por ser de un color diferente. Tenían muchísimas cosas en común, así que pronto se hicieron muy buenos amigos. Se siguieron viendo en el bosque todos los días, donde jugaban, platicaban y se divertían mucho. Eran inseparables. Un día llego Gin con la buena nueva de que había llegado al Bosque Ilusión una bruja muy famosa que proclamaba poder cambiar a las personas. La Bruja Miltrafaldumiruja, como todos la llamaban podía transplantar desde colores hasta uñas y si se lo pedían, también creaba hechizos y curaba enfermos. Dindina pensó que tal vez ella pudiera hacer algo por Blue Eye y ella, así que le propuso a su amigo que fueran a verla.
Así pues, una tarde fueron ambos a ver a la bruja. Esta de inmediato supo que habían llegado y a qué habían ido. Cuando entraron en la vieja choza en el centro del bosque, vieron que había un cuartucho obscuro alumbrado sólo por un mechero en una mesa. Muchos eran los recipientes con sabandijas extrañas colocadas en repisas polvorientas y junto a libracos con hojas derruidas por el tiempo y el uso... Estaban tratando de vislumbrar un ruido entre los frascos, distinguiendo un tímido ratón detrás de ellos... cuando la bruja entró.
-Je, je, je... ¿qué desean mis queridos y horribles amigos?...
-Quere-queremos ser verdes- fue todo lo que pudo articular Dindina, mientras Blue Eye estaba absorto al ver la cantidad de arrugas y verrugas como posible podía tener una cara.
Después de todo esto les dijo que sólo si pasaban una prueba, sabría ella, si ellos eran merecedores de tener el color verde. Dindina le dijo que harían cualquier cosa con tal de ser tan verdes como la esmeralda.
-Pues serán tan verdes como la esmeralda, si hacen lo que yo les digo. Jee... jee... jee. 
-Dijo la bruja. La prueba consiste en ir a lo más alejado del bosque y conseguir siete tréboles de cuatro hojas, lo cual será muy difícil, pero es necesario para ser verdes.-
Pues aparte de que los tréboles de cuatro hojas son muy difíciles de encontrar como todos lo sabemos, en esa parte del bosque habitaban fieras salvajes y desconocidas. Antes de partir, la Bruja Miltrafaldumiruja les obsequió unas capas hechas de hojas especiales para camuflagearse en el bosque. Con las capas puestas evitarían que animales peligrosos los pudieran atacar.
Blue Eye y Dindina se dirigieron hacia el sur del bosque porque los animalitos del bosque les dijeron que allí podrían encontrar algún trébol de cuatro hojas. Los pequeños duendecillos caminaron mucho tiempo, de tanto caminar se adentraron en la parte más obscura del bosque. Llevaban puestas las capas que la bruja les había dado por temor a ser vistos por algún animal. A Dindina se le veía un poco de su pelo entre las hojas, por lo tanto parecía una florecilla silvestre caminando. En eso atinaron a salir por detrás de unos árboles un par de libélulas nocturnas gigantes que al ver lo que parecía una florecilla amenazaron con comerla. Dindina atemorizada echo a correr y su capa se cayo, entonces su color brillante como luz deslumbró a las libélulas que huyeron despavoridas ante tan brillantes destellos.
Recogieron la capa y corrieron hasta un claro del bosque. Allí encontraron una pastora a la que parecieron unos duendecitos muy simpáticos. Ellos le contaron su historia y la pastora los quiso ayudar, así que los llevó a un lugar entre las rocas donde recordaba haber visto un par de esos tréboles tan especiales. Entre las piedras todavía estaban los tréboles que la pastora vio y Dindina los arrancó con todas sus fuerzas. Ahora nada más les faltaban cinco tréboles más para completar la prueba que les había puesto Miltrafaldumiruja. Se despidieron de la pastora y siguieron su camino, claro que ahora más contentos y seguros por haber encontrado esos dos tréboles tan preciados.
Suspiraron y creyeron que estaban a salvo de todo peligro, la tarde caía en el bosque, un color rojizo enmarcaba el verde cada vez más obscuro de los abetos y pinos, las sombras cada vez mas largas, cuando vieron a lo lejos entre un zacatal una figurilla que agitaba su cuerpo, se acercaron sigilosa-mente... Pero fue demasiado tarde... aquella hermosa criatura se delató como una ninfa que tenia tanta hambre que seria capaz de devorarlos. Sin embargo, Dindina hablaba el idioma de todas las criaturas del bosque y la convenció de que no se los comiera, a cambio le prometió llevarla a un lugar donde encontraría muchas flores de semillas doradas, que eran las favoritas de las ninfas.
Como Dindina conocía muy bien el bosque, llevo a la ninfa hasta donde estaban las flores de semillas doradas y allí comió hasta saciarse completamente. La ninfa agradecida, prometió ayudarles a encontrar lo que necesitaban. Ella sabia donde podían encontrar un trébol de cuatro hojas, solo que quedaba muy lejos y se hacía cada vez más tarde, por el momento lo mejor sería descansar para que continuaran el viaje después de recuperar energía. A la mañana siguiente decidieron emprender su camino hasta el lugar que la ninfa conocía. La ninfa podía volar, pero no sabia como llevar a los dos duendes, era muy pequeña para tanto peso. Así que Ginbran, que era amigo de todos los pájaros azules, les pidió ayuda a dos pajarillos que pasaban por el lugar. Sobre de ellos montaron Dindina y Gin y la ninfa los guió por un largo camino. Tardaron toda la mañana en llegar hasta donde estaba un sembradío de tréboles. Ahora solo faltaba buscar. Pasearon entre tréboles, viéndolos uno por uno, contando sus hojas sin perder la esperanza de encontrar aunque fuera uno. Gin y Dindina resaltaban aun más sus colores entre tantos tréboles verdes: ella amarilla como el sol y el azul como el cielo. Entre mas tréboles veían y mas tréboles contaban, menos esperanzas tenían de encontrar al que buscaban. Finalmente su incesante búsqueda dio frutos, debajo de un montón de tréboles mas grandes, y entre las características flores lilas de estos encontraron los duendecillos un pequeño trébol de cuatro hojas, y a su lado dos tréboles más grandes, también de cuatro hojas. Los arrancaron y los guardaron junto a los otros dos, sólo faltaban dos más.
La ninfa que se había encariñado con ellos, decidió acompañarlos en su incansable búsqueda por el Bosque Ilusión. Durante varios días recorrieron todo el bosque palmo a palmo sin encontrar ni una pista de donde encontrar los dos tréboles que les faltaban. Preguntaron a los animalitos, a las perso-nas, a las hadas, a todas las creaturas del bosque sin encontrar respuesta.
Finalmente, de tanto caminar volvieron a la aldea de Dindina. Los duendes de la aldea, que para entonces ya sabían lo que Dindina y su amigo pretendían, no dejaron de burlarse de ellos por un momento. Sin embargo, los pequeños duendes estaban convencidos y decididos a lograrlo, así que no se dejarían vencer tan fácilmente. Después de todo sólo les faltaban dos tréboles más para lograrlo.
Por esas fechas se llevaba a cabo en el pueblo la cosecha anual de vegetales para el malvado gigante de la colina. Este gigante oprimía a las aldeas de duendes desde hacía siglos, pero a los duendes no les quedaba más que obedecer. El gigante bajaba cada año en época de cosecha para quedarse con todas las cosas que los duendes le pudieran dar. El muy malvado sólo les dejaba lo indispensable para vivir y que así lo pudieran seguir manteniendo.
Un día en que Gin, Dindina y la ninfa platicaban a escondidas con la abuela de Dindina, ésta les contó que en el castillo del gigante se guardaba un ejemplar de toda la fauna y la flora en el Bosque Ilusión. A Gin ser le ocurrió entonces que el gigante debía tener un trébol de cuatro hojas y que lo mejor sería ir a buscarlo para poder ser verdes.
A la ninfa y a Dindina les pareció una idea magnifica. La abuela de Dindina en un principio no quería, estaba muy preocupada de que algo les pudiese ocurrir, especialmente a su nieta. Les advirtió que tuvieran mucho cuidado porque si el temible gigante los descubría los guardaría para siempre en su colección. Los jóvenes duendecillos y la ninfa tendrían que esperar a que el gigante bajara a recoger las cosechas. Siempre bajaba él personalmente para asegurarse de que los duendecillos no se quedaran más que con lo indispensable, nada más. Mientras llegaba tan anhelado día, Dindina y sus amigos se preparaban, juntaban provisiones para la escalada a la montaña, se ejercitaban para ser más ágiles y trazaban planos del bosque para tomar en cuenta todas las posibilidades.
Finalmente llegó el día en que ellos subirían a la montaña y bajaría el gigante, debían ser muy rápidos porque él sólo tardaba dos días en recoger su tributo. Se despidieron de la abuela y se fueron muy temprano en la mañana sin decirle a nadie de sus planes.
Comenzaron a subir a lo largo de un arroyo que pasaba junto a la vereda, era un riachuelo muy azul y cuyas aguas entonaban una triste melodía. Se contaba por el bosque que en ese arroyo se bañaba la princesa Melodía hasta que un día extrañamente desapareció y sólo quedo su armoniosa voz entonando aquella triste cancioncilla. Entonces había aparecido el gigante y prohibía que cualquier ser se acercara al río o a su castillo. Había quienes afirmaban que el gigante la había capturado y había empezado con ella su colección de seres vivos.
Por si sí o por si no, casi nadie se atrevía a subir por aquella triste vereda y menos se acercaban al arroyo. Rodeaban sus aguas unas caprichosas flores amarillas que parecían desentenderse de las amenazas del gigante y que mostraban su color con orgullo. Ginbran, Dindina y la ninfa subían en absoluto silencio cuando oyeron los temerarios pasos del gigante que se acercaba hacia donde ellos estaban. No sabían que hacer, si correr o quedarse, y entonces, como si algo los hubiera empujado, Dindina se escondió bajo las flores, Gin entró al arroyo y se extendió contra el fondo y la ninfa se fue tras una roca que había por allí. El gigante paso de largo, advirtió su olor pero no los pudo ver.
Cuando el gigante se perdió de vista los tres siguieron su camino hacia el castillo de aquel. Llegaron ante una impresionante cons-trucción que denotaba haber sido hermosa muchísimos años atrás, ahora ajado por el tiempo el castillo se veía tétrico y sin vida. Entraron por un pasadizo del que les había contado la abuela de Dindina y recorrieron viejos y derruidos pasadizos, amplios y estrechos, altos y pequeños, obscuros y luminosos, de todos tipos hasta llegar a lo que parecía ser una sala de trofeos.
Empezaron a investigar en cada uno de los recipientes y jaulas que allí había. Lastimosos animales pedían ayuda con sus gemidos, algunas plantas ya casi marchitas levantaban sus hojitas como pidiendo ser rescatadas. Se acercaron a una bellísima planta de color encarnado y Dindina leyó en voz alta:
- “Cuidado con la planta del sue...- ni siquiera pudo terminar de leer cuando la acción de somnífera de esta planta les hizo efecto. Habían estado muy cansados del viaje y aunado ésto al polen de la flor, lo más seguro es que se dormirían todo un día, o quizás dos.
Se oyeron retumbar los feroces pasos del gigante contra las lozas del castillo. Habían pasado dos días y tanto los duendecillos, como la ninfa, despertaron asustados ante el ruido que el gigante hacía. Tendrían que buscar rápido, no había muchas oportunidades, era ahora o nunca. Se separaron y buscaron hasta que Gin dio con el pequeño trébol que estaba dentro de una botella. Cuidadosamente lo sacó y justo iba a hablarle a la ninfa y a Dindina cuando el gigante entró.
¿Quién anda allí? Aunque no los pueda ver los puedo oler -dijo mientras se acercaba peligrosamente al lugar donde se encontraba Dindina- Sé que son los mismos que me topé cuando bajé al pueblo hace dos días.
¡Ajá, te atrapé!
Había encontrado a Dindina y la tomó con sus enormes manos para acercarla a sus ojos y verla mejor. Nunca había visto una duendecilla amarilla, verde sí, rosa también, pero amarilla nunca. Pensó en guardarla para su colección.
La ninfa para crear una distracción, soltó un par de animales desde la parte trasera del cuarto, el gigante al oírla volteó y la vió. Rápidamente capturó a sus animales y a la ninfa también.
-Ninfas ya tengo muchas, a ti te mataré o te comeré mañana, pero a tí pequeña duende te guardaré aquí toda la vida-. Dijo mientras arrojaba a la ninfa en un frasco de cristal y colocaba cuidadosamente a Dindina en una jaulita de madera.
-¡Suéltalas! Tómame a mí en su lugar -gritó Ginbran saliendo de su escondite.
Sólo que el gigante pensó mejor y decidió conservarlos a los dos. Por la ventana se oyó un lamento, era la voz del arroyo que lloraba cual si le hicieran daño. Entonces Dindina notó que el gigante enjugaba una lágrima y sin pensarlo preguntó:
-¿Por qué estas triste gigante? ¿Por qué está triste el río? ¿Por qué son tan infelices y solitarios los dos? El gigante lejos de enojarse accedió, al fin y al cabo pasarían allí mucho tiempo, sino es que más y más valdría que supieran. El gigante en otra época había sido un guapo y riquísimo príncipe al que todo mundo veneraba y que protegía las aldeas de los duendes que estaban alrededor de la montaña, un día él, que era un cazador, cazó un espécimen muy extraño, pero en realidad era un hada del bosque que lo maldijo y lo convirtió en un gigante condenado a cazar creaturas del bosque que lo acompañaran en su soledad. Pero él tenía una joven esposa que no había querido abandonarlo y el hada enojada la convirtió en un río que lloraría por todo el mal que el gigante hiciera. La única manera de romper el hechizo es que las creaturas de bosque no huyeran de él, ese día él podría dejar de cazar y su amada regresaría convirtiéndolo a él nuevamente en un hermoso y gallardo príncipe.
Sin embargo, ¿qué creatura del bosque querría permanecer junto a un ser como él? El gigante salió del cuarto triste y cabizbajo, sin notar que había dejado el frasco de la ninfa destapado, ella salió volando y abrió la jaula donde se encontraban Dindina y Gin. Pronto empezaron a soltar a todos los animales y creaturas que allí existían, hasta que no quedó ninguna capturada. Todos huyeron despavoridos, como lo iban a hacer la ninfa y Ginbran, pero Dindina los detuvo y les dijo:
-No se dan cuenta de que si lo dejamos así, pronto recapturaría a todos los seres del bosque y se volvería más malo. Yo me voy a quedar con él, yo sí creo que en el fondo sea bueno.
Dindina salió corriendo a buscar al gigante sin que Gin y la ninfa pudieran detenerla. Cuando el gigante la vio venir inmediatamente se dio cuenta de lo que había pasado y al imaginarse solo otra vez se puso a llorar desconsolada-mente, pero Dindina que era muy buena y sabía perdonar le dió un besito en la mejilla y le dijo que ella siempre estaría con él cuando la necesitara. Más tardó Dindina en decir esto que el riachuelo en entonar una dulce y alegre canción de amor, al tiempo que aparecía una bella princesa ante los asombrados ojos de Dindina, Gin y la ninfa.
La princesa besó al gigante y este se convirtió en un guapísimo príncipe. Él les dió las gracias a Dindina y sus amigos, además de que les regaló el trébol de cuatro hojas que él tenía. Los tres regresaron muy contentos a la aldea, donde los recibieron como héroes, realmente la madre de Dindina estaba muy orgullosa de ella, al igual que todo mundo en el pueblo.
Pero no todo era alegría para Dindina y Ginbran, porque todavía no eran verdes y ya no había más tréboles de cuatro hojas en toda la superficie del bosque. Decidieron ir a ver a la Bruja Mifaltraldumiruja y pedirle su consejo.
-Lo que han hecho ha sido muy valiente -les dijo- su corazón vale más que mil esmeraldas juntas, realmente es su color lo que los hace diferentes, pero son esas diferencias lo que los hace ser tan especiales, si no fuera por sus colores tan deslumbrantes quizá nunca hubieran logrado lo que lograron. Yo tengo el último trébol de cuatro hojas, y tengo la supermatic ultra traída desde el japón especial para hacer transfusiones de colores, pero... ¿Están seguros de que quieren ser verdes?
Dindina y Ginbran se dieron cuenta de que no era su color lo que importaba, sino su corazón, por lo que decidieron seguir siendo amarillo y azul. Cuando regresaron al pueblo todos se quedaron sorprendidos de ver que no eran verdes como habían dicho que volverían, pero lejos de repudiarlos los felicitaron por atreverse a ser como ellos eran en realidad.

999. Anonimo

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