Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

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sábado, 4 de agosto de 2012

Moorus en terra

Morus ja venen,
ja mus tenen.
Morus vindran
i'ns'gafarán.

(Canción popular)

Menorca conservará por siempre, de forma imborrable, la huella de los zarpazos que la piratería sarracena le infirió a lo largo de su historia. La proverbial tranquilidad de sus gentes y la serena calma de su entorno, que fueron y son aún -quiera Dios que por muchos años- proverbiales en la isla, se vieron sacudidas en demasiadas ocasiones, como para que el pueblo no haya borrado de su tradición los epi­sodios que un día hirieron la retina de su espíritu, con ura marca de sangre, fuego y muerte.
La inmolación de Ciutadella, el 9 de Julio de 1558, pasa­da a cuchillo por los otomanos y convertida en un montón de humeantes escombros, tras nueve días de espantoso ase­dio, marca un hito imposible de soslayar en la historia de la villa. A sólo veintitrés años del saqueo de Maó, por parte de Barbarroja, sembrando el luto en la ciudad y secuestran­do miles de cautivos, le llegó a la hermosa Ciutadella la hora del sacrificio. Fueron días de saqueo, pillaje y masa­cre sin tregua. Cuando los moros se retiraron, al fin, ni una sola casa quedaba en pie hasta el punto que –cuentan- ­el gobernador, recién llegado, tuvo que pernoctar varias noches en el interior de una cueva.
De entre los escombros, con los rostros desencajados por el miedo, iban emergiendo los supervivientes que vaga­ban de un lado a otro buscando inútilmente hogar y familia. Poco a poco, sin embargo, Ciutadella fue resurgiendo de sus cenizas. Del horror vivido quedó sólo el recuerdo, inmor­talizado muchos años después en un obelisco -sa pirámi­de- con una frase de Quadrado: «Pro aris et focis hic sus­tinuimus usque ad mortem» (por la religión y la fe, resisti­mos aquí hasta la muerte).
El resto de la isla, sobre la que se esparcían numerosos predios y alquerías, no corrió mejor suerte que la de sus dos ciudades representativas. Las incursiones de los piratas se producían en el momento más impensado y solían dejar siempre una secuela de dolor y rabia. Es imaginable la sen­sación que experimentaría el payés cuando, alejado de su casa y dedicado al laboreo de la tierra, llegaría hasta sus oídos el lastimero sonido de la caracola, el gemido del corn con el que su mujer -sa madona- intentaba avisarle del peligro en que se hallaba.
Las robustas torres de cantos y argamasa, de las que Menorca conserva aún bastantes a lo largo de su períme­tro costero, servían a la madona de refugio para ella y sus hijos. Una escala de madera les permitía subir al piso su­perior y, una vez recogida desde aquí alcanzar la terraza por el mismo procedimiento. Allí no faltaban nunca las grue­sas piedras para lanzar a los asaltantes, el corn para espar­cir la alarma por el contorno y el teant o hacha con el que la madona iba abriendo la cabeza a los moros que conse­guían alcanzar el agujero de entrada, mientras esperaba la llegada de los payeses.
Del paso de los moros conserva Menorca el recuerdo, convertido en leyenda por la permanencia de las viejas pie­dras de las torres, testificado por los curiosos topónimos, esparcidos a lo largo y ancho de su geografía y por histo­rias de argumento más o menos similar que se conservan, como un eco no apagado del grito guerrero -¡morus en terra!- de los menorquines.

 Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)









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