Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

Mohand y sigurd o una historia de moros y vikingos

Pese a los rotundos desmentidos de los historiadores lo­cales, algunos se empeñan en ver, todavía, unas gotas de sangre nórdica en las venas de los hombres de Formentera que son -según se ha escrito- «de complexión más recia y, por lo regular, de mayor estatura que el ibicenco».
Verdad o fantasía, lo cierto es que la historia de Sigurd, el marino noruego, se cuenta aún en la pequeña pitiusa, in­corporada con pleno derecho al acervo de sus particulares tradiciones.
Mohamed -que es una forma muy convencional de de­nominar a un moro- era, allá por el año de 1108, el amo y señor de Formentera. La isla, dejada de la mano de Dios y de los hombres, era cobijo seguro para una partida de piratas sarracenos que, con el concurrido mar balear como campo de acción, se refugiaban, luego de sus abordajes, en los ásperos acantilados de La Mola. Las múltiples cuevas que se abren allí, a media distancia entre el mar y la cima del roquedal, eran absolutamente inaccesibles para quienes no conocieran los complicados vericuetos que llevaban' has­ha agujeros donde iban almacenándose fabulosas riquezas.
Mohamed y su cuadrilla se sentían muy seguros en su cueva y se hacían lenguas de la cantidad de oro, fruto de sus rapiñas, que guardaban en ella.
Las bravuconadas de los moros, como llevadas en volan­das por el viento marinero, llegaron a ídos de Sigurd. El rubio vikingo no dudó en poner proa a las Pitiusas, resuel­to a comprobar por sí mismo qué había de cierto en todo aquello y, a ser posible, a regresar a sus fiordos con el oro de Mohamed.
Una mañana, cuando los moros se asomaron a la boca de su cueva, se llevaron la sorpresa de ver, fondeadas en las aguas del Caló, las extrañas naves de Sigurd. Los vikin­gos habían desembarcado y estaban saqueando cuanto ha­llaban por allí cerca, buscando el camino que les permitie­ra ascender hasta la gruta.
Mohamed frunció el ceño e hizo sonar la alarma, soplan­do el corn con todas sus fuerzas. Pronto el acantilado se cubrió de piratas y una nube de flechas, piedras y armas arrojadizas, cayó sobre los vikingos. Ciertamente, debió pensar Sigurd, la empresa no iba a ser fácil.
Una y otra vez intentaron los noruegos la escalada, y una y otra vez se vieron rechazados por la morisma. La cosa tenía muy mal cariz y al nórdico le preocupaba la matanza que los sarracenos estaban haciendo entre sus filas. Se im­ponía la astucia y Sigurd ordenó la retirada, poniendo a sus hombres fuera del alcance de los sitiados.
Mohamed y los suyos se felicitaban, una vez más, de su imbatibilidad, cuando observaron un nuevo intento de apro­ximación. Casi no tuvieron tiempo de empezar a defender­se. Una lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero esta vez no venían de abajo sino de arriba. Sigurd había situado a sus hombres en lo alto del acantilado y, desde allí, hacía des­cender a los guerreros, metidos en unas chalupas que los más forzudos iban arriando, atadas con gruesas maromas. La sorpresa de los moros fue mayúscula. Estaban cogidos entre dos fuegos y, sin poder hacer otra cosa, buscaron re­fugio en el interior de la cueva.
Aquello fue su perdición. Llegados los vikingos frente a la oquedad, empezaron a lanzar bolas de estopa, impregna­das de brea ardiendo, al interior de la gruta. La humareda era asfixiante; los moros se internaron aún más y, medio borrachos de humo, acabaron allí, pasados por las armas de Sigurd y los suyos que, concluida la matanza, cargaron con el tesoro de Mohamed y se lo llevaron a sus lejanas tierras.
Formentera se quedó desierta, una vez más. Y como tes­timonio de aquella hazaña queda una cueva -sa Cova d'es Fum- ennegrecida por el humo y una teoría, curiosa aun­que sobradamente desmentida, sobre la genealogía de los isleños.
A lo mejor -¡quién sería capaz de sostener lo contra­rio!- no todos los hombres de Sigurd regresaron a casa...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-formentera)

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