Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 3 de agosto de 2012

Mateo y la princesa


Había una vez un joven hermoso y amable que se llamaba Ma­teo. Un día se fue al bosque a cortar leña. En el camino, se en­contró con tres sapos en un hoyo: se habían dormido al sol y el sol los había dejado casi resecos. A Mateo le dieron pena, cogió algunas hojas grandes y cubrió con ellas a los tres sapos. Y si­guió luego su camino.
Cuando los sapos se despertaron y vieron que alguien los había tapado, dijeron:
-Sea quien fuere aquel que nos ha protegido, debe de ser, sin duda, un espíritu amable. Que se cumplan desde este mo­mento todos sus deseos en compensación por su amabilidad.
Mientras tanto, Mateo había cortado un buen haz de leña. Una vez listo, lo cargó sobre sus espaldas y retomó el camino de regreso a casa. Pero el haz era pesado y, a mitad de camino, el joven lo dejó en el suelo, se sentó encima y lanzó un profundo suspiro:
-Ah, querido haz, eres terriblemente pesado, ¿sabes? ¡Te he traído hasta aquí y ahora, la verdad sea dicha, deberías ser tú quien me llevase de vuelta a casa!
Dicho y hecho: el haz se levantó, incorporando también al jo­ven, y comenzó a correr. Mateo no podía dar crédito a sus ojos.
El camino que conducía a su casa desde el bosque pasaba frente al palacio real. Cuando la princesa, que estaba asomada a una ventana, vio el haz que caminaba llevando a cuestas al leña­dor, se rió de corazón y gritó:
-Venid todos a ver; el haz lleva a Mateo a cuestas.
Mateo miró a la hermosa princesa y se enamoró enseguida de ella:
-¡Ah, si la princesa se enamorase de mí!
No tuvo que pensarlo dos veces porque su deseo se hizo, de inmediato, realidad. En ese mismo momento la princesa se ena­moró de él y al poco tiempo los dos enamorados se casaron, pero en secreto, porque ¿qué habría dicho el rey? ¿Una princesa casada con un leñador?
Después de un año y un día, la princesa tuvo un hijo. El rey montó en cólera y, muy enfadado, le preguntó a la princesa quién era su marido, y el padre del niño. Pero la princesa se negó a traicionar a Mateo q así pasaron los años.
Un día, al rey se le ocurrió una idea. Ofreció una gran fies­ta para todos sus súbditos, nobles y plebeyos. Durante la fiesta, el rey llamó a su nieto, le dio una manzana y le dijo al oído que se la entregase al invitado que le cayera mejor. El niño fue de un invitado a otro y, cuando llegó frente a Mateo, le dio la manza­na diciéndole:
-¡Esta manzana es para ti, papá!
Al escuchar esas palabras, el rey perdió la luz de la razón. Hizo fabricar un enorme barril, lo dividió en dos partes con una tabla, en una de ellas encerró a su hija con el nieto, y en la otra a Mateo. El barril fue arrojado al mar y las olas lo llevaron lejos.
Pasa un día, pasan dos, pasan tres: Mateo empieza a tener hambre.
-¡Ah, si tuviese un trozo de pan! Mi mujer y mi hijo están muertos de hambre. ¡Sería tan feliz si pudiese darles de comer!
En cuanto dijo estas palabras, aparecieron ante cada uno de los prisioneros del barril sendas hogazas tiernas de pan blanco. Después de comer la suya con avidez, Mateo dijo:
-¡Ah, si alguien cortase la tabla que nos separa! ¡Estamos senta-dos uno junto al otro y ni siquiera podemos vernos!
En ese mismo instante, la tabla desapareció y Mateo, la princesa y el niño se encontraron finalmente reunidos.
Y así el barril siguió flotando sobre las olas que lo llevaron cada vez más lejos. Un día Mateo dijo:
-¡Ah, si este barril llegase a tierra firme y pudiésemos salir de él!
En cuanto dijo estas palabras, el barril llegó a tierra firme y se estrelló contra una roca. Mateo, la princesa y su hijo se en­contraron en una playa. El lugar parecía desierto, sólo bosques y ni un alma en los alrededores. Mateo suspiró una vez más:
-¡Si hubiese algún refugio para los tres!
Y, maravilla de maravillas, antes de que terminase de ha­blar, apareció ante los ojos de Mateo un magnífico palacio, don­de había todo cuanto una persona puede desear: caballos, carro­zas y criados. Mateo, la princesa p su hijo entraron en el palacio y allí vivieron la mar de bien.
Pasaron diez años y, un día, una ventisca sorprendió al pa­dre de la princesa, mientras cazaba en el bosque. Se había sepa­rado de sus acompañantes y se perdió en la espesura. Después de haber vagado de aquí para allá durante un buen tiempo, se en­contró frente a un extraño palacio. Llamó al portal, los criados le abrieron y lo condujeron ante la princesa. Ésta reconoció de inmediato a su padre; en cambio, él a ella no. La princesa simuló no enterarse, lo saludó cortésmente y lo condujo a una her­mosísima alcoba para que descansase. El rey se quitó la ropa, dejó sus joyas encima de la mesa de noche y se durmió ensegui­da. A medianoche, la princesa se introdujo furtivamente en la al­coba de su padre y se llevó las joyas. A la mañana siguiente, cuando el rey se despertó y comenzó a vestirse, se dio cuenta de que las joyas habían desaparecido. Al principio quería informar del hecho a su benefactora, pero luego pensó que sería mejor no decir nada. La princesa, sin embargo, le preguntó:
-¿Qué ha ocurrido, honorable huésped? Os noto algo preo­cupado.
-No querría ocasionaros ninguna molestia -respondió el rey. Pero ya que me lo preguntáis, os diré lo que me ha ocurri­do. Anoche puse mis jogas sobre la mesa de noche Y esta maña­na ya no estaban allí.
Entonces la hija del rey las sacó de su bolsillo diciendo:
-¿Son éstas vuestras joyas?
-Sí, son ésas.
-¿Y están todas? ¿No falta ninguna?
-No, no falta ninguna.
-Vos decís que no falta ninguna, pero yo os digo que sí, que faltan algunas, incluso las más preciosas. ¿No habéis perdido a vuestros hijos?
El rey la miró sorprendido y preguntó:
-¿Cómo lo sabéis?
-Padre, ¿no me reconocéis? -exclamó entonces la princesa. Soy tu hija, la misma que arrojaste al mar hace muchos años.
Al escuchar estas palabras, el rey abrió los brazos y estrechó contra su cuerpo a la princesa:
-¡Ahora te reconozco, hija mía! ¡Loado sea el cielo que me permite volver a verte! Desde hoy tú, tu marido y vuestro hijo, viviréis conmigo en mi palacio, y todo lo que poseo será para vo­sotros.
Mateo, la princesa y el niño volvieron, por tanto, a la corte del rey, y allí vivieron muchos años, amados y respetados hasta el fin de sus días.

Fuente: Gianni Rodari

112. anonimo (italia)

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