Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

Martín el zorro

¿Queréis saber por qué me llamo Martín el Zorro? Os lo contaré. Ante todo, tenéis que saber que me encanta salir de caza. Justamente salí hace mug poco tiempo y de repente, en medio del campo, vi a dos liebres corriendo y a mi perro que las perseguía. ¿Qué hacer? De pronto se me ocurrió una idea. Cogí mi cuchillo, lo clavé en el suelo por el lado del mango y esperé. Todo ocurrió tal como había imaginado. Cuando llegaron junto al cuchillo, una liebre escapó hacia un lado y la segunda hacia el otro. El perro, en cambio, siguió corriendo en línea recta y la hoja del cuchillo lo cortó en dos mitades exactamente iguales. Cada mitad persiguió a una liebre y, poco después, las dos liebres estaban en mis manos. Entonces cogí una aguja de abeto, un hilo de telaraña, cosí las dos mitades del perro y listo, de nuevo en busca de otra presa.
Poco después, vi bajo un árbol a una liebre que me hacía muecas. Cogí la escopeta que llevaba al hombro, apunté, y me di cuenta de que no la había cargado. Peor aún, ni siquiera me quedaba un cartucho. Busqué en mis bolsillos: ni asomo de balas. Apenas un viejo clavo oxidado. Sin vacilar un instante, cargué la escopeta con ese clavo, apunté, disparé, y le di a la liebre con el clavo en una oreja. Ya tenía tres liebres. Pero la cosa no terminó ahí. Un par de horas más tarde, me senté bajo un árbol, en la linde del bosque, a comer algo. De pronto vi salir de un campo una magnífica bandada de perdices. ¿Qué hacer? Balas no tenía, ya no me quedaban clavos, me llevé la mano a la espalda, en busca de alguna piedra. No encontré piedras, pero sentí algo de consistencia blanda. Sin mirar qué era, se lo tiré a las perdices y les di a seis de una vez. Pero junto a las perdices había también una liebre, inmóvil. Cuando me llevé la mano a la espalda para buscar una piedra, había tocado sin querer el morral con las liebres, así que una de ellas me había servido de proyectil para coger a las perdices.
Mandé al perro a que llevase a casa el botín y me interné en otro camino. De pronto, salió de una casa un perro furioso que intentó echárseme encima. ¡Qué susto! La escopeta no estaba cargada, balas no tenía, ya no me quedaban clavos ni liebres a mano. Me incliné, cogí la primera piedra que encontré y se la arrojé a la boca. Debéis saber, de todos modos, que aquella piedra era, por casualidad, un pedernal. Al dar contra los dientes del perro, soltó chispas y en un instante el animal quedó envuelto en llamas. Aquellas llamas se extendieron a la casa, de la casa al granero, del granero a toda la granja. No me quedaba otra solución que escapar. No me detuve hasta que llegué el centro del bosque, frente a una gruesa encina. Debajo de aquella encina, un grupo de bandoleros habían encendido una fogata y comían. Me invitaron, me dieron de comer y beber pero, cuando parecía que me iban a dejar volver a casa, me metieron con las rodillas pegadas a la boca dentro de un barril y lo clavaron para que no pudiese salir.
Pasado un buen rato, se acercó un zorro al barril y comenzó a husmearlo. Saqué lentamente mi mano por el agujero de la tapa y, cuando me pareció el momento adecuado, atrapé al zorro por la cola. El zorro, como os podéis figurar, se asustó y se echó a correr. Pero yo no lo soltaba. Así que tuvo que arrastrarme por medio bosque, hasta que el barril chocó con una gruesa cepa, se hizo pedazos y quedé libre, sin desprenderme un momento de la cola del zorro. No se me ocurrió cosa mejor que darle un golpe enérgico detrás de las orejas y llevarlo a casa.
Desde aquella ocasión me llaman Martín el Zorro.

161. anonimo (belgica-flandes)

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