Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 3 de agosto de 2012

Los tres hijos del molinero


Había una vez un pobre molinero que tenía tres hijos: Juancho, Juanito y Juan. Cuando el molinero murió, sólo les dejó un vie­jo gato, un gallo y una hoz. Los muchachos enterraron a su pa­dre y volvieron mug tristes del cementerio.
-¿Qué será de nosotros? -dijo Juancho, el mayor. Repar­tamos lo que nuestro padre nos ha dejado y salgamos a correr mundo. Así tendremos la posibilidad de ganarnos la vida. Aquí nos moriremos de hambre.
-Tienes razón -dijeron Juanito y Juan. Y, como tú eres el mayor, a ti te toca repartir lo que hay.
-Vale -respondió Juancho. Tú, Juan, te llevarás la hoz; y tú, Juanito, el gallo. Yo me quedaré con el gato.
Los hermanos aceptaron. Juan cargó con la hoz al hombro, Juanito cogió el gallo bajo el brazo, Juancho llamó al gato, y juntos partieron a probar ventura.
A poca distancia del pueblo había una encrucijada.
-Somos tres y justamente son tres los caminos -observó Juancho.
Que cada uno tome uno diferente, pero con el com­promiso de encontrarnos de nuevo en este mismo lugar dentro de un año y un día. Veremos entonces qué tal le ha ido a cada uno.
Los otros dos aceptaron, se abrazaron y cada uno se inter­nó en el camino que había elegido.
Juancho, el mayor, caminó con su gato hasta que llegó a un palacio. ¿Y qué creéis que encontró en aquel palacio? Había dos mil lacayos, pajes y sirvientes que, empuñando varas, palos y mazos, daban caza a ratas y ratones. Y había tantas ratas y tan­tos ratones en todo el reino que lo habían devorado todo y la gente no tenía casi nada de comer. Y, aunque lacayos, pajes y sirvientes llevaban al menos seis meses dando caza a ratas y ra­tones, sólo habían podido acabar con tres.
Cuando Juancho los vio correr atolondrados, dándose palos unos a los otros mientras intentaban golpear a los ratones, no pudo menos que reír. Uno de los criados se detuvo y dijo:
-Tú te ríes, forastero, pero, si estuvieses en nuestro lugar, sin duda no te reirías.
-¿Y por qué no habría de reírme?
-Porque no. ¿No ves qué trabajo da cazar a estos malditos ratones?
-¡No es difícil atrapar ratones! Para ello me basta con mi gato.
Y dejó libre al gato, quien arqueó su lomo y, paf, saltó so­bre el primer ratón que pasaba y lo devoró en un abrir y cerrar de ojos.
Lacayos, pajes y sirvientes gritaron admirados:
-¿Qué milagrosa criatura es ésa?
-Es un gato -respondió Juancho, y acabará con todos los ratones que infestan vuestro reino.
-¿Un gato? -preguntaron lacayos, pajes y servidores. Jamás habíamos visto un animal como ése. ¿También se come a la gente?
-No -dijo Juancho-, sólo come ratas y ratones.
-Debemos mostrarle a nuestro soberano este animal tan precioso. Puedes estar seguro de que no dudará un instante en comprarlo. Pero no pidas un precio demasiado bajo, porque nuestro rey es muy rico.
Condujeron a Juancho y su gato a palacio, donde estaba el rey sentado en su trono.
Cuando escuchó a sus pajes, sirvientes y lacayos, se puso muy serio y dijo:
-Forastero, me han informado de que la criatura que lleváis bajo el brazo sabe cazar ratones y no se come a la gente. ¿Es cierto?
-Claro que es cierto, Majestad. Si lo deseáis, os lo demos­traré enseguida.
Una horda de ratones se desplazaba de aquí para allá por la sala, alrededor del trono, entre las sillas y los aparadores. Juan­cho dejó suelto al gato, y el gato, aún hambriento por el largo viaje, arqueó el lomo y acabó al menos con una media docena de ratones.
El rey observaba con los ojos desorbitados:
-¿Cuánto queréis por esta criatura maravillosa?
Pero Juancho, que era un muchacho inteligente, respondió:
-Mi gato no está en venta. Es el único ejemplar de esta raza que vive en el mundo y no puedo ni siquiera pensar en separar­me de él.
-Pero yo os ofrezco la mitad de mi reino si me lo cedéis -dijo el rey.
-No puedo, de verdad -replicó Juancho. Salvo que me deis por esposa a vuestra hija, la princesa.
El rey no vaciló demasiado y, ese mismo día, se celebraron sun-tuosas nupcias entre Juancho y la princesa. Juancho con­quistó así a la hija del rey, además de la mitad del reino.
Mientras tanto Juan, el segundo hijo del molinero, caminó muchas leguas con el gallo bajo el brazo hasta que, también él, llegó cerca de un palacio. Y llegó justo cuando caían las sombras de la noche y, de las puertas del castillo, salía un enorme carro de heno, tirado por corpulentos caballos blancos, rumbo a oriente.
-¿Adónde van con ese enorme carro? -preguntó Juan a uno de los criados.
-¿Cómo que adónde van? -respondió el criado. Qué pre­gunta más tonta. Sabéis tan bien como yo que van en busca de la luz del día; de otro modo, ésta no volvería nunca. En vuestra re­gión, ¿no aparejáis también un carro por la misma razón? ¿Es siempre de noche donde vosotros vivís?
Juan no preguntó más. Le dio las gracias al buen hombre por su información y esperó a ver qué ocurriría. Alguien le ofre­ció un lugar en la cocina para que durmiese y, al día siguiente, lo despertó el reloj del palacio, que daba las cinco. Se asomó a la ventana, pero aún estaba muy oscuro, a pesar de que era casi pleno verano. Oyó las campanadas de las seis, las siete, las ocho, y fuera seguía estando oscuro, como si aún fuese de noche. Ha­cia las nueve, oyó el chirriar de unas ruedas y, poco después, apareció el carro que llevaba detrás la luz del día.
-Ah, -pensó Juan para sus adentros-, evidentemente, no co­nocen el canto del gallo y deben ocuparse ellos mismos de ir a buscar la luz del día. Veremos qué ocurre esta noche.
Esa noche dejó libre a su gallo en el patio. Hacia las tres de la mañana el gallo se despertó, sacudió sus plumas y soltó unos alegres:
-¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!
Pocos minutos después, comenzó a rayar el día y, pasada media hora, había luz plena. En el palacio, todos se quedaron es­tupefactos. Al principio, pensaron que el carro había vuelto an­tes de lo acostum-brado, pero luego comenzaron a hacer pregun­tas y, finalmente, uno de los sirvientes dijo que un joven forastero, al que habían alojado en el palacio del rey, había de­jado a una extraña ave en el patio durante la noche, y que esta ave, cantando, había hecho volver la luz del día.
El rey mandó llamar a Juan y le preguntó:
-¿Has sido tú, forastero, quien hizo que llegase el día?
-Sí, Majestad. He sido yo o, mejor dicho, esta ave -respon­dió Juan mostrándole al rey el gallo que llevaba bajo el brazo.
-¿Y cómo se llama esa ave?
-Se la conoce con el nombre de gallo. Sólo debe cantar cada mañana muy temprano y, gracias a su canto, amanece el día.
-¿Y dónde se puede conseguir un ave tan milagrosa?
-Éste es el único ejemplar que existe en el mundo -respon­dió Juan, que era un muchacho astuto.
-Véndemela -propuso el rey. Te daré lo que quieras, in­cluso la mitad de mi reino.
-El gallo no está en venta, ni a precio de oro ni de plata, porque go no puedo vivir sin él -explicó Juan. Pero si de ver­dad os apetece mucho tenerlo, dadme a vuestra hija como espo­sa y os lo cederé.
Y, a cambio del gallo prodigioso, el rey concedió a Juan la mano de la hermosa princesa y la mitad de su reino como dote.
¿Qué le había ocurrido, mientras tanto, al menor de los tres hermanos, es decir, a Juanito?
Estaba convencido de que le había tocado la peor parte de la herencia y, más de una vez, había tenido el impulso de tirar la hoz en un foso. Por suerte, sin embargo, no llegó a hacerlo nun­ca y, después de mucho caminar, él también llegó ante un pala­cio. A su alrededor, había extensos campos de trigo, y miles de hombres recogían el grano sacudiendo las plantas con varas. Era una tarea muy agotadora y, durante su transcurso, caía a tierra buena parte del grano y debían recogerlo a mano.
Juanito se detuvo a mirar a los campesinos, completamente sorprendido, y apenas daba crédito a sus ojos. Al fin, se acercó a uno de ellos, le mostró su hoz y, de un solo golpe, cortó una bra­zada entera de trigo.
-¿Qué prodigioso objeto es ése? -preguntaron a coro todos los campesinos-. Debemos decírselo al rey.
Y acudieron a informar al rey de la portentosa herramienta.
El rey quiso ver en persona la maravilla de la que hablaban y se dirigió al campo en busca de Juanito. Cuando lo vio, le pi­dió al hijo del molinero que le mostrase la hoz que, según de­cían, hacía milagros.
-Es una hoz, Majestad -dijo Juanito, comenzó a cortar el trigo y, en muy poco tiempo, llegó a segar la mitad del campo.
El rey se sentía feliz y le dijo:
-Forastero, ¿quieres venderme tu hoz?
Pero Juanito no era nada tonto y respondió:
-No, Majestad, es imposible. La hoz no está en venta. Pero os la regalo si me dais a vuestra hija como esposa.
-Claro, claro, con mucho gusto -dijo enseguida el rey.
Así, también el tercer hijo del molinero tomó como esposa a una princesa y obtuvo la mitad de un reino.
Al cabo de un año y un día, los tres hermanos volvieron a la encrucijada de donde habían partido. ¡No es difícil imaginar el estupor y la alegría que tuvieron al verse los tres, montados en unas carrozas doradas y con coronas de reyes en sus cabezas! ¿Y a quién debían dar las gracias por todo esto? A su pobre pa­dre y a la herencia que de él habían recibido: un gato, un gallo y una hoz.

Fuente: Gianni Rodari

120. anonimo (francia)

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