Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

Lluquet d’eivissa

Existe en Eivissa, desde tiempo inmemorial, una acendra­da devoción a la mallorquina Virgen de Lluc. Es un senti­miento antiguo, demostrado repetida-mente en cuantiosas pe­regrinaciones que, aun cuando cruzar el ancho canal entre las dos islas era un incómodo viaje, se producían con fre­cuencia. Era, tal vez, una hermosa manera de echar por tierra el «legendario odio» (así, textualmente) que algunos -el ilus­tre Blasco Ibáñez, por ejemplo- se empeñaban en ver, entre mallorquines e ibicencos.
Algunos payeses viejos de Selva o Caimari, recuerdan ha­ber oído aún de sus mayores la historia de un matrimonio ibicenco, con el hatillo al hombro y las alpargatas deshila­chadas, caminando cansina-mente en peregrinación al monas­terio de Lluc. Iban contando una historia, un relato triste que fue, tiempo atrás, el origen de la leyenda y de la cos­tumbre:
Todos sus vecinos, allá en Eivissa, habían tenido la suer­te de que Dios les enviara un hijo. Ellos no sabían ya qué hacer ni a qué santo pedirlo. El hijo no venía y la pareja veía con preocupación cómo sus años jóvenes iban quedando atrás. De lo demás, nada les faltaba, pero todo lo hubieran dado con tal de conseguir el ansiado fruto de su matri­monio.
Al fin, un día, dirigieron su súplica a la moreneta de Lluc, con la promesa de ir a verla y presentarle a su hijo si es que se dignaba concedérselo. Y, sea por lo que fuere, el niño llegó. Cuando, días más tarde, lo bautizaron, el padre y la madre no dudaron ni por un momento en el nombre que le pondrían: se llamaría Lluc, natural-mente.
El viento del sur hinchaba el velón del jabeque y lo em­pujaba ligero sobre el mar, alejándole de la costa ibicenca que se recortaba como un suave trazo gris en el horizonte. Lluquet y sus padres iban a popa, sentados junto al patrón que, dando intermitentes chupadas a una vieja cachimba, es­cuchaba la historia de la promesa que había motivado el via­je de la familia. Lluquet era, ciertamente, una bendición del cielo. A sus pocos años, rebosando vitalidad y alegría, el niño correteaba por la cubierta, jugueteando con los aparejos y sorbiendo las gotas de agua salada que le salpicaban el rostro.
El patrón, sin embargo, no estaba tranquilo. Una nube plomiza, acercándose rápidamente por la proa, le preocupa­ba. Ordenó asegurar la carga, cerrar los escotillones y a sus pasajeros que sujetaran al niño y se agarraran fuerte. El viento cambió, el mar dejó de ser azul y el jabeque empezó a dar tumbos sobre aquellas olas grises y coronadas de es­puma.
Lluquet lloraba asustado, agarrándose a su madre, que se esforzaba por mantenerse serena. Ocurrió todo muy deprisa: un fardo suelto, un golpe de mar, un bandazo del velero y, al retirarse el agua de la cubierta, el niño había desaparecido. Nada se pudo hacer. El patrón bastante tenía con mantener el barco a flote y desgañitarse, jurando e impartiendo órde­nes a sus dos marineros. La oscuridad lo envolvía ya todo y el fragor del mar ahogó el llanto desesperado de la madre.
La desgracia y el cansancio se reflejaban en el rostro de aquel hombre y aquella mujer, peregrinos hacia Lluc. Habían conseguido llegar a Mallorca y querían cumplir su promesa. Los payeses de los pueblos les miraban pasar, compadecidos, sin acertar a comprender el porqué de aquella desgracia.
Al atardecer llegaron al santuario. Sobre el altar mayor, iluminada débilmente por unas lamparillas de aceite, la ima­gen de la Virgen parecía, aún, mucho más negra. Y quizá, también, un poco más pequeña.
La pareja de peregrinos se acercó, despacio, con los ojos húmedos y un gesto de interrogación dibujado en sus ros­tros: «¿Por qué?»
Aquel niño, al pie del altar, no era un monaguillo, un blauet. Se volvió hacia ellos, les miró fijamente y echó a correr a su encuentro, tendiéndoles los brazos: «¡Padre! ¡Ma­dre!». Lluquet volaba sobre el piso de la iglesia, con su ves­tido impecable y sus alpargatas nuevas. Y les contó todo: que no cayó al mar, que aquella señora -señalando a la ima­gen pequeña y morena le tomó de la mano y le llevó consigo hasta el santuario diciéndole que esperase, que sus padres no tardarían en llegar.
Ellos no comprendían nada, pero abrazaron muy fuerte a Lluquet.
Al volver, de regreso a Palma, iban explicando la historia, a su paso por los pueblos. Y los payeses, al escucharla, se quedaban como más tranquilos y, mirando hacia lo alto de la montaña, meneaban la cabeza, como diciéndole a la Vir­gen: ¡Ja ho val, ja ho val!
Todo ello lo cuenta Pere d'Alcántara Penya, en sus poesías populares:

Encara ara guarda Eivissa
d'aquell miracle record;
per aixó cada any ne venen
d'eivissencs grossos estols
a veure la Santa Verge
de Lluch que n'es de tothom
la mes encertada vía
per lograr lo seu conhort...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-eivissa)

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