Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 3 de agosto de 2012

La tortuga, la mona y el platanero


Había una vez una tortuga que estaba tomando el sol a la orilla de un río. De repente se dio cuenta de que la corriente estaba arras-trando un árbol.
Era un platanero. La tortuga se arrojó al agua, nadó hacia el tronco y lo llevó hasta la orilla, porque no lograba sacarlo fuera del agua. El árbol, a causa de las raíces y de las hojas mojadas, se había vuelto muy pesado. La tortuga fue entonces a buscar ayuda. La primera persona que encontró fue una vecina supo: la mona.
-Acércate a ver. He encontrado un platanero -dijo la tortu­ga. Agúdame a cargarlo, querría plantarlo en mi jardín.
Pero la mona pretendía obtener algo a cambio y dijo:
-Vale, te ayudaré, pero después compartiremos el árbol.
La tortuga aceptó. Volvieron las dos al río y juntas lograron sacar del agua el árbol y llevarlo al jardín de la tortuga.
-Ahora haremos un hoyo y plantaremos el platanero -pro­puso la tortuga.
Pero la mona no quería saber nada.
-Pero claro -explicó la tortuga, lo plantamos aquí, espera­mos a que los plátanos estén maduros y después los repartimos.
-No, no, hace falta demasiado tiempo -repuso la mona.
Sería mejor hacer el reparto ahora mismo. Cortamos el árbol en dos: yo me quedo con una parte y tú con la otra.
Y así, a regañadientes, la tortuga tuvo que cortar el árbol en dos.
La mona observó bien las dos partes y, como la que tenía hojas le parecía la mejor, dijo:
-Yo me quedo con la parte de arriba.
Se aferró a ella sin esperar respuesta, la llevó a su jardín y allí la plantó. A la tortuga le quedó la parte más baja, la de las raíces. La plantó con mucho cuidado, afirmando bien la tierra a su alrededor. Poco tiempo después, la parte superior del árbol, que no tenía raíces, empezó a amarillear y murió. A la parte de la tortuga, en cambio, le crecieron muy rápido las hojas, luego las flores y, por fin, se llenó de plátanos.
Cuando los plátanos maduraron, la tortuga quería arran­carlos, pero ¿cómo hacerlo si no podía ni sabía trepar al árbol? Pensó en llamar de nuevo a la mona para pedirle ayuda.
-Te daré unos plátanos por la molestia -dijo la tortuga.
La mona subió al árbol deprisa, se acomodó allí y, en vez de lanzarle los plátanos a la tortuga, empezó tranquilamente a co­mérselos. La tortuga esperaba debajo y le suplicaba en vano que le diese algún plátano también a ella.
-¡No, ni uno siquiera! -replicaba la mona. Tú me enga­ñaste cuando repartimos el árbol; me diste la parte que no valía nada y ahora los plátanos me los comeré todos yo. ¡Confórmate con unas cáscaras! -y la mona, riendo, le tiraba las cáscaras a la cabeza.
La tortuga estaba fuera de sí de indignación. Se internó en el monte, recogió unas zarzas llenas de espinas y las desparramó por tierra justo bajo el platanero. Luego se escondió.
La mona se comió el último plátano g se deslizó árbol abajo.
Acabó en medio de las espinas y comenzó a chillar y a saltar de aquí para allá como si estuviese bailando. Pero doquiera que apoyaba sus patas había más espinas esperándola.
La tortuga, que disfrutaba de la escena desde su escondite, estaba a punto de estallar de la risa. Cuando la mona la oyó, co­rrió hacia ella y, dándole la vuelta, la dejó patas arriba. La tor­tuga, en aquella posición, ya no podía moverse.
-Ahora te castigaré -la amenazó la mona. ¿Qué puedo ha­certe? ¿Golpearte con un palo? ¿O meterte en un mortero y ma­chacarte hasta que quedes hecha polvo? ¿O tal vez hacer que te precipites desde la cima de la montaña?
La tortuga, que era astuta, respondió:
-Mira, haz de mí lo que quieras. Empújame desde la cima de la montaña, méteme en un mortero y hazme polvo, pégame con un palo, pero, te lo ruego, ¡no me tires al agua!
Cuando la mona escuchó estas palabras, se echó a reír:
-¡Pues eso es lo que haré! Te tiraré al agua y te ahogarás.
Cogió a la tortuga, la llevó hasta el río y la arrojó en el sitio donde el agua era más profunda, lo que provocó un torbellino de salpica-duras. ¡Splash! La tortuga desapareció bajo el agua, con gran regocijo de la mona. Pero, de improviso, la tortuga re­apareció en la superficie. Y mientras se alejaba a nado, alzó la cabeza y dijo:
-¡Gracias, mona estúpida, gracias! Deberías saber que en el agua me siento como si estuviese en mi casa.

Fuente: Gianni Rodari

093. anonimo (filipinas)

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