Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

La reina del país por donde corre el missisipi

Había una vez un joven muy animoso que, en cierta ocasión, le dijo a su madre:
-Mamá, remiéndame, por favor, los pantalones, y dame una buena barra de pan. Quiero ir a la tierra por donde corre el Mis­sisipi y casarme con la hija del rey.
La madre le remendó los pantalones, le dio una buena barra de pan y el joven se puso en marcha.
Después de varias horas de caminata, vio una torre muy alta y, al pie de la misma, a un arquero con su ballesta que iba de un lado al otro como si estuviese persiguiendo a alguien. El joven lo saludó amablemente y le preguntó:
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Encima de la torre hay una mos­ca, y quiero ver si soy capaz de darle en un ojo.
Tensó la ballesta, disparó y, cuando el dardo volvió a tierra, en la punta había una mosca atravesada justo a la altura del ojo.
-¿Quieres venir conmigo? -le preguntó el joven al arquero.
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
Le dio un trozo de la barra de pan y se pusieron en marcha los dos.
Después de varias horas de caminata, llegaron a un gran campo de lino. En el borde del campo había un hombre tendido, con el oído pegado al suelo.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Escuchar cómo crece el lino.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino los tres.
Después de varias horas de caminata, llegaron hasta un mo­lino y vieron a un hombre que estaba trabándose los pies.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Mira aquella liebre: quiero atra­parla. Pero tengo que trabarme los pies; si no, corro demasiado rápido y acabo adelantándome.
-¿Quieres venir conmigo?
_¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los cuatro.
Después de varias horas de caminata, se encontraron con un hombre que llevaba bajo el brazo diez abetos gigantescos, como si fueran haces de ramas secas.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Mi madre se ha quedado sin leña y he ido al bosque a buscarla.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los cinco.
Después de varias horas de caminata, llegaron hasta un ria­chuelo y vieron a un hombre sentado a la orilla del agua.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Espero que haya un poco más de agua en el riachuelo. Tengo sed y, cuando comienzo a beber, me bebo todo el riachuelo de un sorbo.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los seis.
Después de varias horas de caminata, se encontraron con un hombre que estaba mordiendo una colina.
-¿Me puedes decir qué estás haciendo?
-¿Que qué estoy haciendo? Tengo hambre y me como todo lo que encuentro. ¿Veis más allá aquella colina toda roída? Ha­bía comenza-do a comérmela, pero no me gustaba demasiado.
-¿Quieres venir conmigo?
-¿Adónde?
-Al país por donde corre el Missisipi. Quiero casarme con la hija del rey.
-Claro que sí, me voy contigo.
-Bien. Coge este trozo de pan y vámonos.
El joven le dio también a él un trozo de la barra de pan y si­guieron su camino juntos los siete.
Después de varias horas de caminata, vieron un magnífico castillo de oro. Alrededor del castillo había un foso muy profun­do y, sobre él, un puente de plata que conducía a una puerta de oro. Era el castillo del rey de aquel país, por donde corre el Mis­sisipi.
Se acercaron al portal, el joven golpeó y dijo que quería ha­blar con el rey para pedirle la mano de su hija.
Los criados lo acompañaron a ver al rey, que lo miró fija­mente y le dijo:
-Piénsalo bien, muchacho. Muchos grandes señores ya han intentado conquistar a la princesa y no lo han conseguido. Nin­guno de ellos ha logrado superar las pruebas que les he impues­to. Y ello les ha costado la cabeza.
-Nosotros no le tenemos miedo a nada -respondió el joven. A mandar. Haremos todo lo que desees.
En ese momento, entró en la sala la hija del rey. Detrás de ella, caminaba un hombre cuya barriga abultaba como un baúl.
-Vamos, compite con mi criado a ver quién come más. Si no comes más que él, perderás la cabeza.
El criado que tenía la barriga como un baúl se sentó sin más frente a la mesa preparada y comenzó a devorar un plato de co­mida tras otro.
-¿Eso es todo? -dijo el joven, y ordenó al compañero que roía las colinas: Ve al establo y elige el buey más corpulento.
El comedor de colinas hizo lo que le ordenaban y, ante los ojos del rey y, de la princesa, se comió el buey de un bocado, de­jando sólo los cuernos y las pezuñas. Pero esto no fue suficiente para la princesa, que dijo:
-Aún no has vencido, muchacho. Ahora tendrás que compe­tir con mi segundo criado, a ver quién bebe más. Y si no bebes más que él, despídete de tu cabeza.
Acercaron una bota de vino y el segundo criado, aún más gordo y corpulento que el primero, se la llevó a la boca y la va­ció de un trago.
-¿Eso es todo? -repuso el joven, y ordenó al compañero que bebía riachuelos: Anda, sal y bébete toda el agua del foso que rodea el castillo.
Y así fue. En presencia del rey y de la princesa, bebió toda el agua del foso, dejando en el fondo sólo el barro y los peces, que boqueaban.
Pero la princesa aún no estaba satisfecha y dijo:
-Aún no has vencido, muchacho. Ahora tienes que competir con mi camarera y, si no la superas, despídete de tu cabeza.
La princesa se acercó a la ventana y señaló, muy lejos, la cima de una montaña, en la cual había una choza.
-Corred a ver al hombre que vive en esa choza y preguntad­le qué desea. Veremos quién regresa primero a decírmelo.
-¿Eso es todo? -exclamó el joven y, dirigiéndose al compa­ñero de los pies trabados, le ordenó: ¿Has oído lo que quiere la princesa? Ve y haz lo que ha dicho.
El compañero salió veloz como una bala y, antes de que la camarera hubiese hecho la mitad del traljecto, él ya había llega­do a la cima de la montaña e iniciaba el regreso. Al volver se en­contró con la muchacha e incluso se detuvo a conversar un rato con ella.
La camarera le ofreció un poco de vino de su bota y él no se negó porque tenía la boca seca a causa de la carrera, Pero, en cuanto bebió, le dieron muchas ganas de dormir. Se apoyó en su bastón, agachó la cabeza y se durmió de golpe. En aquel vino, evidentemente, había un sompífero.
Mientras tanto, en el castillo, el joven esperaba a su compa­ñero, pero no lo veía llegar.
-¿Qué puede haberle ocurrido? -le preguntó entonces al compañero que escuchaba cómo crecía el lino.
-Está durmiendo, lo oigo roncar...
-Es verdad -exclamó el que traspasaba los ojos de las mos­cas con un dardo. Se ha apoyado en su bastón y duerme. Pero ahora mismo lo despertaré yo.
Cogió su ballesta, apuntó y, de un solo disparo, hizo escurrir el bastón de las manos del durmiente. El hombre veloz se des­pertó, se restregó los ojos y se dio prisa en regresar al castillo. La camarera llegó con medio día de retraso.
El joven se presentó ante el rey y le dijo:
-He superado las tres pruebas que me has impuesto. Ahora mantén tu palabra y dame a tu hija como esposa, porque quiero volver a mi casa.
El rey se enfureció. Salió del castillo, se dirigió al campa­mento de sus soldados y les ordenó que metiesen en el calabozo al joven pretendiente y a sus ayudantes.
Pero nuestro joven no se quedó de brazos cruzados. Se diri­gió al compañero que cargaba los abetos como si fuesen haces de ramas secas y le ordenó:
-¡Coge el castillo de oro y todo lo que contiene, cárgalo so­bre tus hombros y vayámonos a casa!
Y así fue. Cogió el castillo de oro con todo lo que había den­tro, lo cargó sobre sus hombros y, antes de que el rey y su ejér­cito cayesen en la cuenta de lo que ocurría, ya estaban muy lejos de allí.
Después de varias horas de caminata, el que escuchaba cómo crecía el lino dijo:
-Nos están siguiendo. Oigo el galope de los caballos. Sin duda quieren quitarnos a la hija del rey.
-Tienes razón -dijo el que atravesaba a las moscas por los ojos, puedo ver la nube de polvo que dejan atrás.
-No os preocupéis, eso lo arreglo yo -dijo el que llevaba los abetos como haces y dejó en tierra el castillo de oro.
Poco después, llegó el rey con su ejército y gritó:
-Si no me devolvéis a mi hija, os aniquilaré a todos.
Pero el que llevaba los abetos como haces se acercó a una robusta encina, la arrancó con todas sus raíces y, de un solo gol­pe, desbarató al rey y a sus soldados. Los que no acabaron aplastados, se dieron a la fuga.
Así, nuestro joven y sus amigos pudieron volver alegres y so­segados a casa. Colocaron el castillo de oro en el prado, cerca de la pequeña casa de la anciana madre, y celebraron las nupcias. El joven vivió con su mujer, su madre y sus fieles amigos en el cas­tillo, feliz y contento como si fuese el propio rey en persona.

161. anonimo (belgica-flandes)

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