Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

sábado, 4 de agosto de 2012

La nostagia del moro


La costa mallorquina de poniente, tan cargada de historia y de leyendas desde los primeros momentos de la presencia cristia­na en la Isla, tiene muy poco que ver con la que pisaron las hues­tes del rey Jaime.
Los bosques de tupidos pinares que vieran pasar a los con­quistadores, han ido cediendo su terreno a edificios, carreteras y autopistas o han desaparecido, calcinados por la mano del piró­mano. Una cruz de hierro recuerda el lugar donde perdieron la vida los Moncada y donde el rey lloró por aquellos sus caballeros que pagaron el primer tributo de sangre a la recién comenzada aventura.
La leyenda de Bendinat una de las más populares y conoci­das, ha conseguido perpetuar a través del tiempo el nombre de aquél lugar donde Oliverio de Termes plantó su tienda y, convi­dando al rey a cenar, ofrecióle por todo alimento lo único que tenía: Una humilde, cabeza de ajos. Be hem dinat cuentan que exclamó don Jaime luego de concluir tan frugal condumio. Y el nombre, aplicado a los terrenos de aquel predio, ha perdurado hasta nuestros días.
Mucho tiempo después, aquella zona costera conservaba aún intocado el maravilloso tesoro de su paisaje, en los que se estaba ordenando ya el cultivo. Un buen número de aparceros, pastores y labriegos abandonaban cada día el refugio de los sólidos muros de Santa Ponça para dedicarse a la diaria labor en las tierras y en los pastos.
Más que una finca rural, Santa Ponça tenía el aspecto -con­servado en gran parte hasta hoy- de una fortaleza. Sus gruesos paredones con barbacanas y matacanes, artillados y provistos de armas arrojadizas, circundaban todo el recinto de las casas de labor. Sobre el conjunto, la alta torre cuadrada, constituía el últi­mo reducto donde los habitantes del predio podían hallar refu­gio, hasta ser liberados o hasta. que los asaltantes tomaran de nue­vo el camino del mar.
Fue el destino de la isla durante muchos siglos. Los habitan­tes de las zonas costeras debían manejar con igual destreza el arado que la espada o laa ballesta. El riesgo de invasión era un peligro constante que obligaba a los hombres a tener un ojo en el surco y el otro escrutando constantemente el lejano trazo del hori­zonte.

* * *
Más que un pirata, Alhamar era un soiiador. A través de generaciones, una sucesión de sugerentes historias que hablaban de la legendaria belleza de una isla del Mediterráneo, habían es­poleado su curiosidad. Alhamar era joven, impetuoso, posible­mente irrefle-xivo y, más que prepararse para las tareas de go­bierno a las que le tenía destinado su padre, gustaba hacerse a la mar con su galera, en busca de aventuras. Por eso, aquella no­che, con la brisa y el mar dormidos en apacible calma y las hile­ras de remos chapoteando en el agua, Alhamar miraba ensimis­mado la oscura silueta de Mallorca recortarse muy cerca, bajo la claridad de la luna.
La tierra de sus mayores estaba al fin allí, casi al alcance de su mano, y el joven soñaba con inverosímiles gestas al frente de su reducida hueste de guerreros.
La playa próxima, silenciosa y tranquila, le llamaba con una irressitible atracción. Alhamar ordenó poner proa hacia ella y aprestó sus hombres para el desembarco. El difuminado perfil de unas casas y una alta torre se habían convertido ya en el obje­tivo de su empresa y, sigilosos como fantasmas, empuñando sus cimitarras, los moros llegaron hasta el portón de madera, ampa­rados en las sombras de la noche.
Todo sucedió en un momento. Una lluvia de piedras y fle­chas cayó sobre los asoltantes; el tronar de los arcabuces arran­caba. centelleos de fuego en lo alto de los paredones y la cam­pana de la torre repicaba frenéticamente esparciendo la alarma por el contorno.
Alhamar replegó a sus hombres y volvió a la carga con peor suerte aún. Un fuerte griterío se levantaba de los campos y bos­ques próximos de los que emergía una vociferante masa de pa­yeses blandiendo toda clase de armas y dispuestos a hacer pagar caro el atrevimiento de los piratas. Ellos no sabían que la alarma había cundido mucho antes de que saltaran a tierra.
La empresa era ya inútil. En franca desbandada diezmados por los defensores, los sarracenos huyeron hacia el mar, buscando la protección de la galera. Pero el viento no soplaba y toda la fuerza de los remeros no fue capaz de arrancarla del lecho de arena en que había encallado.
Aquél fué el fin de Alhamar, sobre la blanca arena de «Santa Ponça». Llegado desde muy lejos movido más por la nostalgia que por la rapiña, se quedó para siempre, pero sin haber podido verla,.en aquella isla que las viejas consejas de un pueblo canta­ban en añoradizos relatos.
Unos maderos carcomidos, en los que podía adivinarse aún la atrevida forma del mascarón de proa de una galera, eran visi­bles hace cincuenta años, en la bóveda de la robusta torre de la finca Santa Ponça. Siempre se dijo de ellos que eran los restos de la galera de Alhamar. Y bien: ¿por qué no iban a serlo?

Fuentes:
José Mª Tous y Maroto: Bosquejos de antaño.

092. anonimo (balear-mallorca-calviá)

No hay comentarios:

Publicar un comentario