Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de agosto de 2012

La narración de james boscombe


La noche oscura, la terrible narración de James Boscombe y el tono que empleaba en cada una de sus palabras, contribuían poderosamente a crear un insospechado ambiente de terror en la taberna del pueblo. Los hombres, con manos heladas, asían fuertemente sus jarras de cerveza y las mujeres agarraban el brazo de su compañero buscando una protección espiritual que ellos no podían darles. A veces, alguno hacía un chiste relacionado con la tétrica historia, pero el silencio y la frialdad con que la broma era acogida inundaba su mente de pavor y no volvía a abrir la boca si no era para dejar escapar un escalofrío imposible de retener. El rollizo tabernero secaba el sudor de su frente a cada nueva frase del narrador; no era la primera vez que escuchaba de labios de sus clientes oscuras historias referentes a maldiciones, a muertes y a seres de ultratumba, pero en aquella ocasión no podía evitar sentirse angustiado y atenazado por la narración de James Boscombe.

* * *
Media hora antes, el hombre que ahora era centro de toda atención, entró ruidosamente en la taberna; el rostro, pálido; los ojos, sin brillo y el cuerpo encogido revelaban el fuerte shock mental a que se hallaba sometido. Cerró puertas y ventanas como si le persiguieran todos los monstruos del averno y se sentó entre los presentes...
«Lo que voy a referir -dijo entrecortadamente-, es algo que escapa a la comprensión del ser humano, pero es totalmente cierto.
Después de escuchar mi narración será difícil que den crédito a lo que digo, y si deciden internarme en un centro psiquiátrico, no se los reprocharé, pues quizás allí podré escapar del maligno ser que me persigue y acosa como una fiera».
Un rumor se extendió entre los allí presentes. Contemplaron al patético narrador y prevaleció la opinión de que, contase lo que contase, no mentiría. El se percató de esta conclusión y sonrió levemente para, al instante, proseguir su relato con rostro aún más apesadumbrado.
«En la madrugada de ayer, yo y un amigo mío (decir su nombre no serviría para nada), nos reunimos frente a la verja del cementerio y, provistos de linternas, cuerdas y todo lo necesario para la práctica de la espeleología, entramos en él. En aquel fosal en que, sin duda, descansan los cuerpos fenecidos de muchos de los parientes de ustedes, existe un panteón en el que, como reza la inscripción, se hallan los restos de un brujo que murió hace más de doscientos años. Mi amigo y yo habíamos reunido numerosas referencias acerca del brujo, de sus acciones y de su panteón. La más inquietante de todas se encontraba en las páginas de un libro perteneciente a la Universidad de Miskatonik. El horror a que me hallo sometido y el deseo de no recordarlo, han borrado de mi mente el título de tal nefasto volumen, pero sí puedo recordar alguno de los detalles que mencionaba acerca de la personalidad del brujo, y que me impresionaron hondamente.
Aquel hombre, llamado Robert Price, llegó hasta aquí perseguido por la inquisición de su país, Inglaterra; las referencias señalan que durante dos semanas la ciudad de Brandville se convirtió  en centro de reunión de todos los brujos del continente. Cada noche los adoradores de Satán acudían al sabbat negro, y allí se entregaban a las prácticas más aborrecibles que el ser humano pueda concebir. Los hombres del pueblo asistían sobrecogidos por el espanto a las espeluznantes ceremonias, nadie alzó una mano en defensa de sus conciudadanos; los padres entregaban a sus hijas, los hermanos las sujetaban y ataban a la mesa de los sacrificios. Los habitantes del pueblo se convirtieron en seres desposeídos de voluntad propia; recorrían como espectros las calles, besaban los pies de los sacerdotes de la negrura e incluso se convertían en sus cómplices. No tenían alma. Carecían de sentimientos.
Sin embargo, algunos de ellos, de temperamento fuerte, escaparon del dominio de los brujos y huyeron en busca de ayuda a los pueblos cercanos.
La Santa Inquisición, al hallarse en conocimiento de la noticia, organizó una partida de más de doscientos hombres de buena fe que, sin ceder a las tentaciones que les eran propuestas, entraron en el pueblo y exterminaron a los seres infernales. Aquel día mis estacas ardieron, iluminando toda Inglaterra con su fulgor celestial. Tan sólo fueron perdonados veinte hombres, los únicos que no habían sucumbido a las promesas de los brujos.
Nunca se encontró el cadáver de Robert Price.
Cuarenta años más tarde, en Estados Unidos, un hombre enloquecido acudió a las autoridades  y afirmó que el mismo infierno se había reencarnado en los habitantes de un pequeño pueblo localizado en los Grandes Lagos. Habló también de un ser aborrecible, el causante de la maldad, y afirmó que era el propio Robert Price, el brujo inglés. Nadie prestó atención a las palabras del desdichado y el informe fue archivado.
Seis días después, el hombre que decía conocer el paradero de Robert Price, fue encontrado en una oscura calle de la ciudad, con la garganta atravesada por un fino estilete.
Hubieron de transcurrir veinte años hasta que un hombre, profundo conocedor de la realidad de las malignas fuerzas  que asolan este mundo, localizara el refugio de Robert Price. Esperó el día apropiado -aquel en que los brujos  carecen de todo poder sobre las cosas terrenas- y se enfrentó a su enemigo; venciéndole y enterrándole para siempre en una tumba fuertemente sellada por los signos arquetípicos grabados en la parte interior de la losa».
James Boscombe interrumpió su narración durante unos instantes y contempló los rostros anhelantes de todos los presentes.
«Pero, aunque prisionero el brujo, sus seguidores continuaron realizando sus malignas actividades; esperando pacientemente el regreso de su señor, esperando el día en que la oscuridad reemplazará a la luz; el día en que la humanidad sucumbirá.
Cada vez que la luna llena se alza sobre el cielo, los habitantes del pueblo en que se halla la tumba del brujo, enloquecen, sus cuerpos son poseídos por otros hombres, por los brujos que perecieron en las llamas, decenas de años antes, en Brandville.
Y Robert Price aguarda impaciente el momento de su liberación.
Mi amigo y yo conocíamos todos estos datos y también poseíamos la llave que liberaría al brujo de su oscura prisión; insensatamente desechamos toda advertencia, incluso los versos de un antiguo poema escrito por el hombre que venciera a Robert Price. Aún lo recuerdo:

«Bajo el panteón de lunar influjo en el que el brujo sin nombre fue encerrado, un abismo bajo la losa a las criaturas demoníacas que aquel en vida invocó.
La losa es la puerta que separa la noche del día, la losa es el cerco que mantiene preso al brujo y a sus infernales criaturas».

  Aquella es la advertencia que nosotros nos negamos a aceptar, aquella era la advertencia que nosotros desoímos. A través de otros libros, averiguamos el lugar donde había sido edificado el panteón y, tras equiparnos convenientemente, emprendimos el viaje. Temiendo que se nos impidiera realizar lo que tanto habíamos planeado, no pasamos por aquí sino que nos dirigimos directamente al cementerio»
 A pesar de esa confesión, nadie intentó reprocharle a James Boscombe su acción, y él retomó su narración donde la había interrumpido.
«Como ya he dicho, con insensato desprecio hacia los vasallos del mal, enfilamos nuestros pasos directamente hacia el panteón. Pronto lo encontramos y, tras un momento de indecisión, comenzamos a remover la tierra húmeda y con gran esfuerzo alzamos la pesada losa. Al dejarla a un lado un fétido olor nos inundó procedente de las entrañas de la tierra. Sobreponiéndonos a la asfixiante atmósfera, escarbamos frenéticamente y, tras interminables minutos, un profundo foso apareció ante nosotros. Convencidos de la importancia de este descubrimiento discutimos sobre quién habría de descender y finalmente fue mi compañero el designado. Ató una cuerda a su cintura dándome a mí el otro cabo y lentamente, con suma precaución, se fue adentrando en la negrura hasta que con un tirón de la cuerda me indicó que había llegado a una superficie sólida. Los minutos restantes fueron un silencioso calvario. El movimiento de la cuerda me hizo comprender que mi amigo recorría galerías subterráneas. Pero la satisfacción experimentada por esa hazaña se truncó bruscamente cuando un angustioso grito, procedente de la garganta del que fuera mi inseparable camarada, perforó mis oídos. Tiré con fuerza de la cuerda intentando ayudarle y en mi mano quedó colgando el roto cabo que estuviera sujeto a su cintura. Presintiendo el peligro en que se hallaba, me disponía a reunirme con él, cuando claramente pude oír un angustiado lamento que no cesaba de repetirme: la losa... la losa, cierra la tumba, huye. La losa... Arrastré la losa con lágrimas en los ojos y comencé a cubrir el abismo. Entonces, una extremidad viscosa agarró mi mano intentando detenerme. Aquella garra quemó mi carne con su contacto, pero pude sobreponerme al lacerante dolor y conseguí colocar la losa en su sitio. La garra me soltó y regresó a las profundidades. Los gritos de mi amigo me devolvieron a la consciencia semiperdida y perseguido por guturales maldiciones mezcladas con los lamentos de mi compañero, huí de aquel lugar. No sé cuanto tiempo transcurrió desde que dejé atrás el panteón, pero cuando un tibio rayo de sol me despertó, me hallaba tendido en el camposanto, aún dentro del cementerio.
No podía resignarme a perder a mi amigo y, con la claridad del día, pude ordenar mis pensamientos y acabé tomando la decisión de ir en su ayuda en cuanto anocheciera. Si lo hacía de día algún visitante casual podría descubrirme y sería difícil convencerle del motivo de mi acción; así que busqué un lugar a cubierto de cualquier mirada indiscreta y me dispuse a recuperar las fuerzas perdidas para, de este modo, afrontar con mayor seguridad la difícil tarea que me había impuesto. Al despertar de nuevo, la noche invadía el cementerio, llené mis pulmones de aire nocturno y me dirigí al panteón. Aún estaban allí mis utensilios, palas, cuerdas y todo lo necesario para tan peligroso descenso; afortunadamente nadie los había descubierto ni había reparado en la profanación de la tumba al permanecer esta cubierta por la pesada losa. Me armé con dos acerados machetes y até un cabo de cuerda a mi cintura y el otro a una de las columnatas del panteón. Reuniendo todas mis fuerzas, desplacé la losa lo necesario para penetrar en el abismo y descendí lentamente. Tal como le sucedió a mi compañero, alcancé aliviado una superficie sólida por la que se podía caminar. Pude ver entonces las galerías por las que él debió adentrarse y sobre éstas, en la parte interior de la losa, un complicado signo arquetípico destinado a mantener a cualquier ser maléfico en la profunda humedad del foso. Instintivamente, tomé una de las innumerables galerías y en un recoveco distinguí un bulto negro acurrucado junto a la pared. Me acerqué sigilosamente y pude observar las continuas convulsiones y espasmos a que se veía sometido aquel ser. Así fuertemente uno de los machetes y me lancé sobre aquella deforme masa. Me disponía hundir el acerado filo en su fungosa piel, cuando se volvió bruscamente y tras sus demacradas facciones y su deforme rostro, distinguí vagamente los rastros de mi amigo.
-¡No! -gritó al reconocerme. ¡No me toques! Ya no tengo salvación. Aquellos monstruos cayeron sobre mí y me convirtieron en lo que soy; pero pude matar a su jefe, ¡maté al brujo!
-Vámonos -contesté, hemos de huir.
-¡No! -repitió-, cuando maté al brujo, él se introdujo en mi cerebro, está dentro de mí, domina mi mente y turba mis sentidos. Vete y cierra para siempre este abismo. ¡Vete!
Quise responder de un modo coherente, pero entonces, el que fuera mi amigo, me miró con ojos demoníacos y se abalanzó sobre mí. En aquel momento comprendí que la férrea defensa mental que mi compañero había mantenido hasta el momento había cedido definitivamente ante el poder del brujo. Me revolví como pude y lo aparté a un lado. Se levantó de nuevo dispuesto a acabar conmigo, y desesperado alcé una gran piedra y se la arroje con todas mis fuerzas.
Sobrecogido por el espanto, vi como aquel ser que antes fuera un ser humano, perdía todo signo de vida; en el último instante observé cómo en sus labios se dibujaba una sonrisa de satisfacción.
Recordando lo que me dijera momentos antes, cuando aún el brujo no se había posesionado de él, escapé a través de las galerías y comencé a ascender penosamente por las húmedas paredes del foso. Sentí que algo me golpeaba en la cabeza y todo dio vueltas a mí alrededor.
Conseguí reponerme y, al mirar tras de mí, no vi a nadie. Finalmente, angustiado por los horrores que había presenciado y sofocado por la asfixiante atmósfera del subterráneo, alcancé la superficie y coloqué rápidamente, como temiendo no poder hacerlo, la losa. La cubrí de tierra y recompuse el sepulcro, corté la soga que aún sobresalía bajo la pesada losa y abandoné las palas junto al panteón. Allí abajo, quedó mi amigo; yo le había mandado, yo había puesto fin a su existencia como él hiciera con el brujo. Pero era necesario. Aquel ser ya no era mi compañero, se había convertido en un monstruo que era imprescindible desterrar del mundo. Aquel cuerpo corrupto y, sin embargo, tan familiar a mis ojos, pertenecía al brujo que no fue muerto por mi compañero, pues aunque fenecida su estructura corpórea, el alma del brujo no pereció; tan sólo se había traspasado a un cuerpo más joven...»

* * *
James Boscombe se estremeció y durante un instante su rostro reveló la profunda lucha interior que su mente estaba librando. Se giró bruscamente y, a través de los postigos de las ventanas, contempló la noche oscura; pero, ¡no!, el cielo se iluminó y la luna llena apareció ante sus ojos, brillantes de malignidad.
Las miradas de los hombres que escuchaban a James Boscombe se dirigieron aterrorizadas a las cerradas puertas de la taberna, pero sólo durante un instante; cuando el brujo se dio la vuelta, no encontró a hombres temerosos y mujeres acobardadas, reconoció a sus servidores, a todos aquellos que murieron en Brandville.

999. Anonimo,

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