La noche oscura, la terrible narración de James
Boscombe y el tono que empleaba en cada una de sus palabras, contribuían
poderosamente a crear un insospechado ambiente de terror en la taberna del
pueblo. Los hombres, con manos heladas, asían fuertemente sus jarras de cerveza
y las mujeres agarraban el brazo de su compañero buscando una protección
espiritual que ellos no podían darles. A veces, alguno hacía un chiste
relacionado con la tétrica historia, pero el silencio y la frialdad con que la
broma era acogida inundaba su mente de pavor y no volvía a abrir la boca si no
era para dejar escapar un escalofrío imposible de retener. El rollizo tabernero
secaba el sudor de su frente a cada nueva frase del narrador; no era la primera
vez que escuchaba de labios de sus clientes oscuras historias referentes a
maldiciones, a muertes y a seres de ultratumba, pero en aquella ocasión no
podía evitar sentirse angustiado y atenazado por la narración de James
Boscombe.
* * *
Media hora antes, el hombre que ahora era centro de
toda atención, entró ruidosamente en la taberna; el rostro, pálido; los ojos,
sin brillo y el cuerpo encogido revelaban el fuerte shock mental a que se
hallaba sometido. Cerró puertas y ventanas como si le persiguieran todos los
monstruos del averno y se sentó entre los presentes...
«Lo que voy a referir -dijo entrecortadamente-, es algo que escapa a la comprensión del ser
humano, pero es totalmente cierto.
Después de escuchar mi narración será difícil que
den crédito a lo que digo, y si deciden internarme en un centro psiquiátrico,
no se los reprocharé, pues quizás allí podré escapar del maligno ser que me
persigue y acosa como una fiera».
Un rumor se extendió entre los allí presentes.
Contemplaron al patético narrador y prevaleció la opinión de que, contase lo
que contase, no mentiría. El se percató de esta conclusión y sonrió levemente
para, al instante, proseguir su relato con rostro aún más apesadumbrado.
«En la madrugada de ayer, yo y un amigo mío (decir
su nombre no serviría para nada), nos reunimos frente a la verja del cementerio
y, provistos de linternas, cuerdas y todo lo necesario para la práctica de la
espeleología, entramos en él. En aquel fosal en que, sin duda, descansan los
cuerpos fenecidos de muchos de los parientes de ustedes, existe un panteón en
el que, como reza la inscripción, se hallan los restos de un brujo que murió
hace más de doscientos años. Mi amigo y yo habíamos reunido numerosas
referencias acerca del brujo, de sus acciones y de su panteón. La más
inquietante de todas se encontraba en las páginas de un libro perteneciente a la Universidad de
Miskatonik. El horror a que me hallo sometido y el deseo de no recordarlo, han
borrado de mi mente el título de tal nefasto volumen, pero sí puedo recordar
alguno de los detalles que mencionaba acerca de la personalidad del brujo, y
que me impresionaron hondamente.
Aquel hombre, llamado Robert Price, llegó hasta aquí
perseguido por la inquisición de su país, Inglaterra; las referencias señalan
que durante dos semanas la ciudad de Brandville se convirtió en centro de
reunión de todos los brujos del continente. Cada noche los adoradores de Satán
acudían al sabbat negro, y allí se entregaban a las prácticas más aborrecibles
que el ser humano pueda concebir. Los hombres del pueblo asistían sobrecogidos
por el espanto a las espeluznantes ceremonias, nadie alzó una mano en defensa
de sus conciudadanos; los padres entregaban a sus hijas, los hermanos las
sujetaban y ataban a la mesa de los sacrificios. Los habitantes del pueblo se
convirtieron en seres desposeídos de voluntad propia; recorrían como espectros
las calles, besaban los pies de los sacerdotes de la negrura e incluso se
convertían en sus cómplices. No tenían alma. Carecían de sentimientos.
Sin embargo, algunos de ellos, de temperamento
fuerte, escaparon del dominio de los brujos y huyeron en busca de ayuda a los
pueblos cercanos.
Nunca se encontró el cadáver de Robert Price.
Cuarenta años más tarde, en Estados Unidos, un
hombre enloquecido acudió a las autoridades y afirmó que el mismo
infierno se había reencarnado en los habitantes de un pequeño pueblo localizado
en los Grandes Lagos. Habló también de un ser aborrecible, el causante de la
maldad, y afirmó que era el propio Robert Price, el brujo inglés. Nadie prestó
atención a las palabras del desdichado y el informe fue archivado.
Seis días después, el hombre que decía conocer el
paradero de Robert Price, fue encontrado en una oscura calle de la ciudad, con
la garganta atravesada por un fino estilete.
Hubieron de transcurrir veinte años hasta que un hombre,
profundo conocedor de la realidad de las malignas fuerzas que asolan este
mundo, localizara el refugio de Robert Price. Esperó el día apropiado -aquel en
que los brujos carecen de todo poder sobre las cosas terrenas- y se
enfrentó a su enemigo; venciéndole y enterrándole para siempre en una tumba
fuertemente sellada por los signos arquetípicos grabados en la parte interior
de la losa».
James Boscombe interrumpió su narración durante unos
instantes y contempló los rostros anhelantes de todos los presentes.
«Pero, aunque prisionero el brujo, sus seguidores
continuaron realizando sus malignas actividades; esperando pacientemente el
regreso de su señor, esperando el día en que la oscuridad reemplazará a la luz;
el día en que la humanidad sucumbirá.
Cada vez que la luna llena se alza sobre el cielo,
los habitantes del pueblo en que se halla la tumba del brujo, enloquecen, sus
cuerpos son poseídos por otros hombres, por los brujos que perecieron en las
llamas, decenas de años antes, en Brandville.
Y Robert Price aguarda impaciente el momento de su
liberación.
Mi amigo y yo conocíamos todos estos datos y también
poseíamos la llave que liberaría al brujo de su oscura prisión; insensatamente
desechamos toda advertencia, incluso los versos de un antiguo poema escrito por
el hombre que venciera a Robert Price. Aún lo recuerdo:
«Bajo el panteón de lunar influjo
en el que el brujo sin nombre fue
encerrado, un abismo bajo
la losa a las criaturas
demoníacas que aquel en
vida invocó.
La losa es la puerta que separa la noche del día, la losa es el cerco que mantiene preso al brujo y a sus infernales criaturas».
Aquella es la advertencia que nosotros nos
negamos a aceptar, aquella era la advertencia que nosotros desoímos. A través
de otros libros, averiguamos el lugar donde había sido edificado el panteón y,
tras equiparnos convenientemente, emprendimos el viaje. Temiendo que se nos
impidiera realizar lo que tanto habíamos planeado, no pasamos por aquí sino que
nos dirigimos directamente al cementerio»
A pesar de
esa confesión, nadie intentó reprocharle a James Boscombe su acción, y él
retomó su narración donde la había interrumpido.
«Como ya he dicho, con insensato desprecio hacia los
vasallos del mal, enfilamos nuestros pasos directamente hacia el panteón. Pronto
lo encontramos y, tras un momento de indecisión, comenzamos a remover la tierra
húmeda y con gran esfuerzo alzamos la pesada losa. Al dejarla a un lado un
fétido olor nos inundó procedente de las entrañas de la tierra.
Sobreponiéndonos a la asfixiante atmósfera, escarbamos frenéticamente y, tras
interminables minutos, un profundo foso apareció ante nosotros. Convencidos de
la importancia de este descubrimiento discutimos sobre quién habría de
descender y finalmente fue mi compañero el designado. Ató una cuerda a su
cintura dándome a mí el otro cabo y lentamente, con suma precaución, se fue
adentrando en la negrura hasta que con un tirón de la cuerda me indicó que
había llegado a una superficie sólida. Los minutos restantes fueron un
silencioso calvario. El movimiento de la cuerda me hizo comprender que mi amigo
recorría galerías subterráneas. Pero la satisfacción experimentada por esa
hazaña se truncó bruscamente cuando un angustioso grito, procedente de la
garganta del que fuera mi inseparable camarada, perforó mis oídos. Tiré con
fuerza de la cuerda intentando ayudarle y en mi mano quedó colgando el roto
cabo que estuviera sujeto a su cintura. Presintiendo el peligro en que se
hallaba, me disponía a reunirme con él, cuando claramente pude oír un angustiado
lamento que no cesaba de repetirme: la losa... la losa, cierra la tumba,
huye. La losa... Arrastré la losa con lágrimas en los ojos y comencé a
cubrir el abismo. Entonces, una extremidad viscosa agarró mi mano intentando
detenerme. Aquella garra quemó mi carne con su contacto, pero pude sobreponerme
al lacerante dolor y conseguí colocar la losa en su sitio. La garra me soltó y
regresó a las profundidades. Los gritos de mi amigo me devolvieron a la
consciencia semiperdida y perseguido por guturales maldiciones mezcladas con
los lamentos de mi compañero, huí de aquel lugar. No sé cuanto tiempo
transcurrió desde que dejé atrás el panteón, pero cuando un tibio rayo de sol
me despertó, me hallaba tendido en el camposanto, aún dentro del cementerio.
No podía resignarme a perder a mi amigo y, con la
claridad del día, pude ordenar mis pensamientos y acabé tomando la decisión de
ir en su ayuda en cuanto anocheciera. Si lo hacía de día algún visitante casual
podría descubrirme y sería difícil convencerle del motivo de mi acción; así que
busqué un lugar a cubierto de cualquier mirada indiscreta y me dispuse a
recuperar las fuerzas perdidas para, de este modo, afrontar con mayor seguridad
la difícil tarea que me había impuesto. Al despertar de nuevo, la noche invadía
el cementerio, llené mis pulmones de aire nocturno y me dirigí al panteón. Aún
estaban allí mis utensilios, palas, cuerdas y todo lo necesario para tan
peligroso descenso; afortunadamente nadie los había descubierto ni había
reparado en la profanación de la tumba al permanecer esta cubierta por la
pesada losa. Me armé con dos acerados machetes y até un cabo de cuerda a mi
cintura y el otro a una de las columnatas del panteón. Reuniendo todas mis
fuerzas, desplacé la losa lo necesario para penetrar en el abismo y descendí
lentamente. Tal como le sucedió a mi compañero, alcancé aliviado una superficie
sólida por la que se podía caminar. Pude ver entonces las galerías por las que
él debió adentrarse y sobre éstas, en la parte interior de la losa, un complicado
signo arquetípico destinado a mantener a cualquier ser maléfico en la profunda
humedad del foso. Instintivamente, tomé una de las innumerables galerías y en
un recoveco distinguí un bulto negro acurrucado junto a la pared. Me acerqué
sigilosamente y pude observar las continuas convulsiones y espasmos a que se
veía sometido aquel ser. Así fuertemente uno de los machetes y me lancé sobre
aquella deforme masa. Me disponía hundir el acerado filo en su fungosa piel,
cuando se volvió bruscamente y tras sus demacradas facciones y su deforme
rostro, distinguí vagamente los rastros de mi amigo.
-¡No! -gritó al reconocerme. ¡No
me toques! Ya no tengo salvación. Aquellos monstruos cayeron sobre mí y me
convirtieron en lo que soy; pero pude matar a su jefe, ¡maté al brujo!
-Vámonos -contesté, hemos de huir.
-¡No! -repitió-, cuando maté al
brujo, él se introdujo en mi cerebro, está dentro de mí, domina mi mente y
turba mis sentidos. Vete y cierra para siempre este abismo. ¡Vete!
Quise responder de un modo coherente, pero entonces,
el que fuera mi amigo, me miró con ojos demoníacos y se abalanzó sobre mí. En
aquel momento comprendí que la férrea defensa mental que mi compañero había
mantenido hasta el momento había cedido definitivamente ante el poder del
brujo. Me revolví como pude y lo aparté a un lado. Se levantó de nuevo
dispuesto a acabar conmigo, y desesperado alcé una gran piedra y se la arroje
con todas mis fuerzas.
Sobrecogido por el espanto, vi como aquel ser que
antes fuera un ser humano, perdía todo signo de vida; en el último instante
observé cómo en sus labios se dibujaba una sonrisa de satisfacción.
Recordando lo que me dijera momentos antes, cuando
aún el brujo no se había posesionado de él, escapé a través de las galerías y
comencé a ascender penosamente por las húmedas paredes del foso. Sentí que algo
me golpeaba en la cabeza y todo dio vueltas a mí alrededor.
Conseguí reponerme y, al mirar tras de mí, no vi a
nadie. Finalmente, angustiado por los horrores que había presenciado y sofocado
por la asfixiante atmósfera del subterráneo, alcancé la superficie y coloqué
rápidamente, como temiendo no poder hacerlo, la losa. La cubrí de tierra y
recompuse el sepulcro, corté la soga que aún sobresalía bajo la pesada losa y
abandoné las palas junto al panteón. Allí abajo, quedó mi amigo; yo le había
mandado, yo había puesto fin a su existencia como él hiciera con el brujo. Pero
era necesario. Aquel ser ya no era mi compañero, se había convertido en un
monstruo que era imprescindible desterrar del mundo. Aquel cuerpo corrupto y,
sin embargo, tan familiar a mis ojos, pertenecía al brujo que no fue muerto por
mi compañero, pues aunque fenecida su estructura corpórea, el alma del brujo no
pereció; tan sólo se había traspasado a un cuerpo más joven...»
* * *
James Boscombe se estremeció y durante un instante
su rostro reveló la profunda lucha interior que su mente estaba librando. Se
giró bruscamente y, a través de los postigos de las ventanas, contempló la
noche oscura; pero, ¡no!, el cielo se iluminó y la luna llena apareció ante sus
ojos, brillantes de malignidad.
Las miradas de los hombres que escuchaban a James
Boscombe se dirigieron aterrorizadas a las cerradas puertas de la taberna, pero
sólo durante un instante; cuando el brujo se dio la vuelta, no encontró a
hombres temerosos y mujeres acobardadas, reconoció a sus servidores, a todos
aquellos que murieron en Brandville.
999. Anonimo,
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