Había pasado algún tiempo y Pinocho
se portaba bien, aunque a veces sentía ciertas tentaciones que le pedían
rebelión. Geppetto era muy feliz.
Un día, camino del puerto, el chico
vio a infinidad de muchachos subiendo a un barco, ordenados y dirigidos por
hombres de aspecto feroz.
-¿Dónde vais? -preguntó el muñeco a
uno de ellos.
-A la Isla de Nunca Volver, es una
isla especial para chicos traviesos donde se pasa muy bien. ¿No ves los
carteles anunciadores? Hay toda clase de diversiones y además, nunca habrá que
obedecer.
Deslumbrado, Pinocho decidió subir
al barco e ir a la isla. De pronto, se presentó Pepito Grillo, con su chistera
y su levita verde:
-No vayas, Pinocho. Mira las caras
de todos los chicos y verás que todos son unos traviesos.
Pinocho, sin hacer caso de su
conciencia, se encontró en la cubierta del barco. Tras varios días de
navegación, llegaron a la Isla
de Nunca Volver. Estaba llena de toboganes, caballitos, aviones, maravillosos
juguetes... ¡Ay!, los guardianes trataban a los niños a latigazos, sin permitir
que disfrutasen de nada de todo aquello. Porque la isla, en realidad, era un
castigo para los traviesos.
Pinocho lloró acordándose de su
buen padre y sólo pensó en la forma de escapar.
Pocos días después, aprovechando un
descuido del capataz, se metió en una barquichuela y empezó a remar con
rapidez.
¡Qué angustia sintió al verse a
merced de las olas! Sólo el pensamiento de su buen padre, con el que pronto se
reuniría, le daba fuerzas para soportar el peligro. Y también Pepito Grillo,
que iba con él.
999. Anonimo,
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