Flora era huérfana y vivía con unos
tíos. Quizás por ello, cuando sus compañeras de colegio hablaban de muertos,
ella se alejaba. Le daban cierto temor, o quizás era el pesar de que sus padres
la hubiesen abandonado tan pronto.
Su tía, una mujer comprensiva, le
decía:
-A los muertos no hay que temerlos,
pues nada malo pueden hacernos. Y sí ayudarnos. Si los recordamos con afecto y
rezamos por ellos.
Por primera vez, el Día de
Difuntos, Flora acompañó a su tía al cementerio y puso flores en la tumba de
sus padres y rezó por ellos.
No le pareció tan terrible como
había supuesto. No era un lugar desierto, sino inmenso, solemne, lleno de
flores e inundado de una gran solidaridad: la de los seres que habitan el mundo
y la de los que ya se fueron.
A lo largo de su vida, Flora visitó
muchas veces aquel lugar. Y salía reconfortada. Le parecía que sostenía un gran
diálogo con sus padres. Les contaba todas sus cosas y tenía la impresión de que
la escuchaban atenta-mente.
Y ella se sentía mejor y más
fuerte. Sentía que su cariño le acompañaba en todo momento.
999. Anonimo,
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