Alí Balam era un muchachito de diez
y años que diariamente se dirigía a la ciudad con su pobre borrica en la que
llevaba cántaros de agua. Porque Alí se ganaba la vida como aguador.
El muchacho pasaba diariamente ante
la cabaña de un viejecito que cada día estaba más débil y le daba de su agua y
le ayudaba con palabras de afecto. Un día, el anciano le dijo:
-Entra, hijo mío...
Una vez en el interior de la
cabaña, el viejo levantó una trampilla y ambos, por unas viejas escaleras,
llegaron a un sótano. Sobre un cojín de terciopelo, el asombrado Alí descubrió
una maravillosa cimitarra de oro, con la empuñadura de brillantes.
-Hijo mío -le dijo el anciano. He
conocido que eres noble y generoso y vas a llevar a cabo una importante misión.
Esta es la cimitarra mágica de Laodicea y con ella deberás liberar al príncipe
Asaf, a quien el emir Abú Salem arrebató el trono de Damasco.
-¿Y dónde está el príncipe? -quiso
saber el aturdido Alí.
-Prisionero del emir Abú en las
mazmorras del palacio...
El liberador
El pequeño aguador escuchó del
anciano la historia completa del príncipe Asaf, cuyo trono le fue arrebatado
por Abú a la muerte de su padre. Este había confiado al anciano, que fue su
servidor, la cimitarra de oro, que tenía poderes mágicos. Y Alí supo que el
príncipe acababa de cumplir los dieciocho años, edad en que debía producirse su
liberación.
A pesar de su juventud, Alí no dudó
en marchar a la ciudad llevando escondida en un lienzo la cimitarra de oro. Una
vez ante el palacio del sultán de Damasco, el joven solicitó de los centinelas
el paso libre; pero los guardianes fornidos se rieron de él.
Por pura casualidad, el lienzo que
cubría la cimitarra resbaló. El brillo cegador de las piedras de la empuñadura
hizo caer al suelo a los dos guardias. Y Alí aprovechó para pasar al interior
del suntuoso palacio. Muy pronto, dos gigantescos negros surgieron ante él.
Pero Alí, que sabía ya del poder de
la cimitarra, alzó ésta y los imponentes negros cayeron al suelo desvanecidos.
Otros guardianes, al ver aquello,
empezaron a gritar.
El principe asaf
El malvado Abú Salem acudió
prestamente.
-¿Qué sucede aquí? -preguntó.
Pero, al ver de lejos la cimitarra,
se arrinconó con prontitud y palideció, mientras gritaba:
-¡Apresad a ese muchacho!
Varios guardianes se lanzaron
contra el joven aguador, que gracias al brillo de su cimitarra, se fue abriendo
paso. Bajando escaleras llegó a los calabozos, donde varios hombres se agruparon
contra las rejas.
-¿Quién es el príncipe Asaf?
-preguntó Alí.
-Soy yo -respondió un joven
cubierto de harapos. ¡Y esa es la cimitarra de Laodicea! -exclamó.
-Sí -repuso Alí. Me la ha
entregado un antiguo servidor de tu padre con orden de liberarte.
Al poder de la cimitarra, las rejas
se abatieron y cuantos tras ellas habían estado prisioneros, lograron la
libertad.
Abú Salem, comprendiendo que había
perdido la partida, huyó sin que nadie jamás supiera de él.
Asaf recobró el trono, impartió
justicia y llevó a palacio al viejo servidor de su padre, donde estuvo hasta el
fin de sus días. Y, por supuesto, jamás se separó del noble y valiente aguador,
que fue en lo sucesivo su consejero y amigo.
999. Anonimo,
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