Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 2 de agosto de 2012

Juan soldao .063

Pues érase una vez un muchacho llamado Juan que desde muy chico era soldado, pero un día quiso correr mundo y le pidió a su general que le diera permiso para dejar el ejército.
Al poco tiempo, se le acabó el dinero y se quedó pobre y desconsolado. Y empezó a pensar en voz alta:
-Le vendería mi alma al diablo con tal de tener dinero.
Y el diablo, que no es sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con una capa y un capuchón por donde le asomaban los cuernos. Le dijo:
-Yo te daré todo lo que deseas, pero antes demuéstrame que eres valiente.
Juan Soldao le enseñó inmediatamente las cicatrices de las heridas que había tenido en diferentes batallas, pero eso no le bastó al diablo.
En esto pasó por ahí un chango [1] grande como un orangután, con pinta de atacar a Juan, y este, ni corto ni perezoso, sacó la bayoneta de su fusil y de una estocada le dejó muerto.
-Ya veo -dijo el diablo- que eres valiente, y desde hoy, siempre que te metas la mano en el bolsillo, lo tendrás lleno de dinero. Pero debes cumplir estas condiciones: te pondrás mis ropas, te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar y, durante diez años, ni te lavarás ni te peinarás ni te cortarás el pelo ni la barba. Si en estos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía. Si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente feliz.
Juan Soldao aceptó todas las condiciones con tal de salir de su pobreza. Sin perder tiempo, se vistió de diablo y, al meter las manos en los bolsillos, los encontró repletos de monedas de oro. Después, le sacó la piel al chango y se la puso de abrigo. El diablo, mientras tanto, desaparecía, dejando un fuerte olor a azufre y una nube de humo.
Enseguida se dio cuenta Juan Soldao de que siempre que sacaba dinero del bolsillo este se volvía a llenar, así que decidió poner dinero en un escondite para cuando finalizara su compromiso con el diablo. Hizo un pozo cerca de un árbol y, de vez en cuando, iba allí a echar dinero. Estaba muy contento, pero no podía gozar mucho del dinero, pues debido a su aspecto, casi todos le tenían miedo.
Un día, estaba Juan enterrando unas moneditas, cuando se le apareció un hombre por detrás con un puñal y le amenazó, diciéndole:
-¡Manos arriba! Entrégame por las buenas todo el dinero que tienes o si no, será por las malas.
-¡Eso lo veremos, porque manco no soy! -le contestó Juan Soldao.
Y se le echó encima. Después de forcejear un poco, Juan Soldao consiguió sujetarlo por el cuello y apretó hasta casi ahogarlo. Pero entonces el hombre, que no era otro que el mismo diablo, le arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca y chamuscó el abrigo que llevaba puesto.
Entonces el diablo le dijo:
-Estaba probando si de veras eras valiente y ya veo que sí, y casi me sale cara la prueba, pues por poco me ahogas. Cumples bien tu compromiso, pero para que tenga más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que tienes. Si todo sigue bien, tendrás asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía, ja, ja, ja. ¡Hasta la vista! -dijo, y desapareció convertido en una nube de humo.
Juan Soldao quedó más horrible que nunca, sucio, peludo y encima chamuscado por el fuego. Pasaron los años y, como su aspecto empeoraba cada día, la gente lo miraba cada vez peor, y no podía acercarse a ninguna parte donde hubiera personas, pues le ocurría que lo confundían con un monstruo. Varias veces estuvo a punto de ser asesinado por las piedras que le tiraban y los palos que le daban. Juan Soldao decidió entonces huir e internarse en bosques, aún con el riesgo de ser devorado por alguna fiera.
Después de mucho andar, llegó hasta una floresta. Allí la tierra era roja, como si la hubieran regado con sangre, y los árboles, negros y con formas humanas, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó un poco más y encontró un señor de mediana edad que estaba sembrando verduras. Este se asustó al ver a Juan.
-No temas -le dijo Juan-, que no te haré daño, pero dime ¿qué haces en estas lejanías?
El hombre, que por sus modales se notaba que era un gran señor, le contó que antes era rey de aquel lugar y que su castillo estaba cerca, pero abandonado, porque un día apareció un hombre con barbas de plata a pedirle la mano de una de sus hijas. Y que como no se la quiso entregar, convirtió a sus súbditos en árboles, a sus tres hijas, en fuentes de agua, y a él, en labrador de ese bosque encan-tado.
-Vaya -dijo Juan-. ¿Y hay alguna manera de darle fin a este encantamiento?
-Sí, pero es muy difícil -le contestó el rey-, porque hay que arran-carle un colmillo a Barbas de Plata, y él tiene la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero solo consiguieron que los convirtiera en animales.
Y hablando así estaban cuando se presentó Barbas de Plata, un gigante que al ver a Juan Soldao, se dirigió hacia él lanzando chispas de rabia:
-¿Quién eres tú que te has atrevido a entrar en mis dominios? Te voy a convertir en culebra por entrometido.
-Yo soy -dijo Juan- el hombre que te ha de vencer para liberar de la infelicidad a esta gente.
Y sin esperar ni un segundo, se le echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el azadón del rey.
En ese instante se oyó un trueno terrible, y el gigante quedó convertido en una enorme lechuza que voló por los aires, pues no era otro que el mismo diablo. Poco a poco, los encantados volvieron a recuperar su forma humana. Juan seguía al lado del rey, que ahora estaba sentado en su trono. Este le dijo al muchacho:
-Lo que has hecho no puede recompensarse con nada. Sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir conmigo mi trono.
-Gracias, majestad -respondió Juan Soldao-, pero soy más rico que vuestra majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.
-Acepta entonces -le dijo el rey- la mano de una de mis hijas.
Y diciendo esto, fue a buscar a sus tres hijas y regresó con ellas. La mayor y la mediana, al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, y solo la pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan y, alargándole su preciosa manita, le dijo:
-Mi padre nos ha contado tu acción y el compromiso que ha contraído, y yo con gusto cumpliré si me aceptas como esposa.
-Entonces -le dijo Juan-, aquí te entrego esta media medallita y, si pasados tres años no he vuelto, será porque he muerto. Es decir, que estarás libre del compromiso.
-Y se alejó muy triste.
Pasaron los tres años que le quedaban para completar el trato con el diablo, y el día en que se cumplían, Juan Soldao fue a buscar el dinero enterrado. Cuando llegó a su escondite, el diablo le estaba esperando y le dijo:
-Has ganado y es justo que tengas lo prometido. Dame mi traje y toma tu uniforme.
Inmediatamente, se puso Juan su ropa y fue a un río a lavarse y bañarse. Después, fue a una peluquería donde lo afeitaron y le cortaron el pelo. Se compró un precioso traje y partió sin demora hacia el palacio del rey desencantado. Tan elegante era su traje y tan bella y simpática su figura que todos pensaron que era un gran príncipe. Solicitó ser visto por el rey y se anunció como su futuro suegro, rogándole que lo presentara a sus hijas sin decirle quién era.
En cuanto lo vieron, las dos mayores, a cual más encantada por la belleza de Juan, quisieron atraer su atención. Solo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneciendo triste y silenciosa. Juan, al despedirse, les regaló a las mayores joyas cuajadas de piedras preciosas y, a la menor, una caja que parecía no tener valor. Pero, cuando la princesa abrió la caja, descubrió el pedazo de medallita que Juan se había llevado y así fue como reconoció a su prometido.
El acontecimiento se celebró con un gran banquete, y el pastel de bodas fue tan alto y tan grande que alcanzó hasta para invitar al diablo.
Y este cuentito por un oreja me entró y por otra se me salió.

Cuento popular

063. anonimo (mexico)


[1] Chango: en México, mono.

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