Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

Jaime y la bella durmiente

Hace mucho tiempo vivía en una aldehuela una humilde viuda. No tenía más que una pobre cabaña y un hijo llamado Jaime. Jaime era un buen hijo, y sus vecinos solían admirar sus cualida­des. Era hábil, laborioso y todo lo que ganaba durante la sema­na se lo entregaba los sábados a su madre. Si ella le dejaba unas monedas para el tabaco, él le besaba la mano para darle las gra­cias. En la colina, detrás de la cabaña, asomaba un viejo castillo medio derruido. Allí había vivido, tiempo atrás, un poderoso se­ñor, pero ahora lo habitaban solamente unos enanos. Así se de­cía, y así debía de ser, porque en la noche de San Juan se expan­dían luces y sonidos desde el castillo.
La imagen de aquellos enanos no dejaba dormir a Jaime. Mu­chas veces vio las luces, oyó sus canciones, y se sentía tremenda­mente curioso por saber cómo vivirían esos extraños vecinos.
Cuando llegó el día de la fiesta de San Juan, Jaime ya no pudo contenerse. Se puso el sombrero, fue hacia la puerta y le dijo a su madre:
-Mamá, me voy al castillo en busca de fortuna.
-¿Qué? -gritó la anciana. ¿Qué crees que vas a encontrar allí, desdichado? Los enanos te matarán, ¿y qué haré yo, des­pués, cuando me quede sola?
-No temas, mamá -la consoló Jaime, ya verás que no me ocurrirá nada malo.
Y se encaminó derecho al castillo. Hasta las hojas más peque­ñas de los árboles y de los arbustos parecían de oro a la luz que solía de las ventanas. Jaime se paró un momento a escuchar en la linde del bosque. Del castillo le llegó un sonido de cantos y de ri­sas. Entonces Jaime avanzó animosamente y traspuso el portón.
Dentro del castillo había un gran salón para las fiestas, re­pleto de invitados, pero todos eran pequeños, minúsculos, no más altos que un niño de cinco años. Algunos estaban sentados a la mesa comiendo y bebiendo; otros bailaban al son de flautas y cornamusas.
Ante la aparición de Jaime, se oyeron gritos de todos lados:
-¡Bienvenido, Jaime, bienvenido!
Y los cariñosos enanitos, cogiéndolo de la mano, lo llevaron a la mesa y lo hicieron sentarse en medio de ellos. Jaime fue tra­tado como un rey. A medianoche, sin embargo, los enanos se le­vantaron de improviso de la mesa y comenzaron a gritar:
-Vamos a la capital, vamos a Dublín a buscar a la hermosa muchacha. Ven con nosotros, Jaime.
-¿Por qué no? -gritó Jaime, levantándose también.
Junto al portón, esperaban unos caballos. Jaime montó al primero y de inmediato el caballo se alzó en vuelo. Abajo, a sus pies, divisó por un instante el tejado de su cabaña, pero no pudo siquiera mirarlo muy bien, porque ya se había alejado varias mi­llas. Montes y valles, ríos p bosques, ciudades y países desfilaban por debajo. Y tras cada monte, tras cada río, tras cada ciudad, los enanos mencionaban el nombre del lugar que estaban sobre­volando.
Finalmente se pusieron todos a gritar:
-¡Dublín, Dublín, Dublín!
Habían llegado. Los enanos aterrizaron y se acercaron a la ventana de una espléndida casa. Por la ventana, se veía una ha­bitación y a una bella muchacha tendida en la cama. Jaime la miró y de repente le pareció que su corazón dejaba de latir.
Los enanos sacaron de la cama a la muchacha dormida q pu­sieron sobre las almohadas, en su lugar, un leño. En cuanto el leño tocó la cama, se transformó en una muchacha idéntica a la hermosa muchacha.
Los enanos reanudaron el vuelo hacia su casa montados en los caballos. Llevaban a la muchacha dormida por turnos, mon­tada en la silla delante de ellos. Y, mientras tanto, seguían di­ciendo los nombres de las ciudades, las montañas y los ríos que sobrevolaban. Cuando Jaime, al oír esos nombres, comprendió que se estaban acercando a su casa, dijo:
-Por qué no me dejáis que yo también lleve a la muchacha? Todos vosotros ya la habéis llevado.
-No te preocupes, Jaime -respondieron los enanos, justa­mente ahora te toca a ti.
Jaime tomó entre sus brazos a la bella durmiente y enseguida, manteniéndola bien sujeta, descendió con su caballo hasta la puerta de su cabaña.
-Jaime, Jaime -gritaban los enanos, persiguiéndolo, no se­rás capaz de hacernos eso, ¿no?
Pero Jaime mantuvo sujeta a la muchacha y no se desprendió de ella, ni siquiera cuando los enanos la transformaron en un perro negro, después en un trozo de hierro candente, luego en una bolsa de lana g sólo el diablo sabe en qué otras cosas más. Jaime cerró los ojos y sólo los volvió a abrir cuando ella vol­vió a ser la hermosa muchacha.
Entonces uno de los enanos gritó con voz airada:
-Vale, quédate con ella, pero te servirá de muy poco, porque se volverá sordomuda.
los enanos mencionaban el nombre del lugar que estaban sobre­volando.
Finalmente se pusieron todos a gritar:
-¡Dublín, Dublín, Dublín!
Habían llegado. Los enanos aterrizaron y se acercaron a la ventana de una espléndida casa. Por la ventana, se veía una ha­bitación y a una bella muchacha tendida en la cama. Jaime la miró y de repente le pareció que su corazón dejaba de latir.
Los enanos sacaron de la cama a la muchacha dormida y pu­sieron sobre las almohadas, en su lugar, un leño. En cuanto el leño tocó la cama, se transformó en una muchacha idéntica a la hermosa muchacha.
Los enanos reanudaron el vuelo hacia su casa montados en los caballos. Llevaban a la muchacha dormida por turnos, mon­tada en la silla delante de ellos. Y, mientras tanto, seguían di­ciendo los nombres de las ciudades, las montañas y los ríos que sobrevolaban. Cuando Jaime, al oír esos nombres, comprendió que se estaban acercando a su casa, dijo:
-¿Por qué no me dejáis que yo también lleve a la muchacha? Todos vosotros ga la habéis llevado.
-No te preocupes, Jaime -respondieron los enanos, justa­mente ahora te toca a ti.
Jaime tomó entre sus brazos a la bella durmiente y enseguida, manteniéndola bien sujeta, descendió con su caballo hasta la puerta de su cabaña.
-Jaime, Jaime -gritaban los enanos, persiguiéndolo, no se­rás capaz de hacernos eso, ¿no?
Pero Jaime mantuvo sujeta a la muchacha y no se desprendió de ella, ni siquiera cuando los enanos la transformaron en un perro negro, después en un trozo de hierro candente, luego en una bolsa de lana y sólo el diablo sabe en qué otras cosas más. Jaime cerró los ojos y sólo los volvió a abrir cuando ella vol­vió a ser la hermosa muchacha.
Entonces uno de los enanos gritó con voz airada:
-Vale, quédate con ella, pero te servirá de muy poco, porque se volverá sordomuda.
Dicho eso, rozó a la muchacha con su varita mágica. Los ena­nos desaparecieron. Jaime descorrió el cerrojo y entró en la ca­baña.
Jaime, hijo mío -lo saludó su anciana madre, ¿dónde has pasado la noche? ¿Qué te han hecho?
-Nada malo, mamá -respondió Jaime, he tenido suerte y te he traído también una dama de compañía.
-¡Santo cielo! -exclamó la madre asustada, mirando a la hermosa muchacha que Jaime llevaba en sus brazos. ¿Qué ha­remos con ella? Seguro que viene de una familia rica y nosotros somos muy pobres.
-No te preocupes, mamá -dijo Jaime-, estará mejor aquí que en cualquier otro sitio.
Y con el pulgar señaló el castillo.
La hermosa muchacha tembló y abrió los ojos.
-Pero debe de tener frío, con sólo ese camisón encima -dijo la mujer, asustada, y fue hacia el arcón.
Poco después, la hermosa muchacha estaba vestida con el an­tiguo traje de las fiestas que la madre de Jaime guardaba para que se lo pusiesen el día de su muerte. Con aquel vestido, la mu­chacha parecía una novia.
-¿Y ahora cómo nos arreglaremos con ella? -se preocupaba la madre. ¿Qué le daremos de comer?
-Yo trabajaré el doble -dijo Jaime, y también ella podrá ha­cer algo en cuanto se haya habituado a su nueva vida.
Y así fue. Desde aquel día, Jaime trabajó por dos y la hermo­sa muchacha se habituó muy pronto a su nueva vida. Nadie pudo sacar una palabra de su boca, porque era sordomuda, pero su tristeza desapareció muy pronto, y se convirtió en una hábil y laboriosa ama de casa. Se ocupaba del cerdo, preparaba el pien­so para los pollos, guisaba para Jaime y para su madre, e in­cluso aprendió labores de punto.
Pasó así un año y estaba muy próxima la fiesta de San Juan. Cuando cayó la noche, Jaime cogió su sombrero, se dirigió a la puerta u dijo:
-Mamá, quiero ir al castillo en busca de fortuna.
-Hijo mío -respondió la mujer, te has vuelto loco. Seguro que te matarán por lo que les hiciste el año pasado.
-No, no me matarán, no tengas miedo -dijo Jaime y se fue derecho al castillo.
Antes de entrar, sin embargo, se quedó escuchando bajo las ventanas. Precisamente los enanos estaban hablando de él.
-¿Qué hará Jaime? ¿Os acordáis de cómo nos tomó el pelo el año pasado? -decía uno de los enanos.
-Pero yo lo di un buen castigo -decía el segundo: tiene a la muchacha, pero es sordomuda.
-Y pensar -se rió el tercero- que bastarían tres gotas de mi vaso para devolverle el oído y el habla.
Jaime ya sabía bastante. Entró en la sala con el corazón algo acelerado y de pronto, desde todos los ángulos, como la prime­ra vez, se oyó gritar:
-¡Bienvenido, Jaime, bienvenido!
Uno de los enanos se le acercó con un vaso y le dijo:
-¡Bebe con nosotros, Jaime, a la salud de todos!
Antes de que el enano pudiese llevarse el vaso a los labios, Jaime se lo arrebató de las manos y se precipitó hacia la puer­ta como una flecha. No se detuvo hasta llegar a su casa, junto al fuego, pero él mismo no habría sabido contar cómo había llegado y cómo había hecho para escapar de los enanos que lo perseguían.
-Ay, qué pena, esta vez sí que te matarán de verdad -se la­mentaba su madre.
-Que no me matarán -respondió Jaime y le entregó el vaso a la muchacha.
Aunque Jaime lo había llevado corriendo a toda prisa, habían quedado tres gotas. La muchacha las bebió y enseguida pudo ha­blar y oír de nuevo. Con lágrimas en los ojos, le dio las gracias a Jaime y se quedaron levantados hasta el amanecer escuchando su historia, quién era y de dónde venía.
-Y ahora debo volver a casa de mis padres en Dublín -con­cluyó la muchacha cuando ya amanecía.
-Pero ¿cómo? -dijo el pobre Jaime preocupado. No tengo di­nero para que vallas en una carroza y a pie tardarías mucho en llegar.
Pero la hermosa muchacha no quiso ceder y tanto habló que acabó convenciendo a Jaime. A los tres días, llegaron a Dublín.
El camino era largo, pero Dios quiso que llegaran a destino. Jaime y la hermosa muchacha entraron en Dublín, frente al por­tón de una magnífica casa, y llamaron.
Apareció un sirviente y la muchacha le ordenó:
-Ve a decirle a mi padre que su hija ha vuelto a casa.
-Nuestro amo no tiene ninguna hija -respondió el sirviente. Tenía una, pero murió hace un año.
-¿Quiere decir que ya no me conoces, Sullivan? -preguntó la muchacha.
El criado de nombre Sullivan observó atentamente a la mu­chacha, que llevaba ropa de campesina, y meneó la cabeza:
-No, no te reconozco.
-Llama a tu amo, entonces.
Poco después, apareció en la puerta el dueño de casa.
-Papá, ¿tampoco tú me reconoces?
-No te atrevas a llamarme papá -gritó el dueño de la casa, irritado. Yo no tengo ninguna hija.
-Llama a mamá, entonces. Sin duda ella me reconocerá -dijo la hermosa muchacha echándose a llorar.
Al principio, el rico señor no quería saber nada, pero por fin se decidió a ordenar que llamasen a su mujer. Cuando apareció la anciana señora, la hermosa muchacha exclamó:
-Mamá, ¿será posible que tú tampoco me reconozcas?
La anciana señora alzó la cabeza, miró a la muchacha vesti­da con sus pobres ropas, extendió los brazos y gritó:
-¡Hija, hija mía!
Todo lo que ocurrió después cada uno puede imaginárselo. Jaime tuvo que contar con pelos q señales todo lo que había ocurrido y, cuando terminó, los padres de la muchacha no sa­bían cómo agra-decérselo. Jaime se quedó con ellos unos días y se despidió.
-Debo volver a casa, me espera mi madre -respondió cuando intentaban retenerlo.
-Si Jaime se va, yo me voy con él -dijo de repente la hermosa muchacha. Él me ha salvado la vida, lo ha hecho todo por mí y yo quiero recompensarlo.
¿Qué hacer? Los ancianos padres aceptaron a Jaime como yerno, enviaron una carroza a la aldea para recoger a su madre y vivieron todos juntos, felices y contentos, en la magnífica casa de Dublín.

124. anonimo (irlanda)

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