Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 23 de agosto de 2012

Emisión de madrugada


«¿Cree usted que existen fórmulas precisas para convocar a los muertos? ¿Sonríe ante la idea de que pueda haber conjuros infalibles para provocar la aparición de fantasmas? Escuche atentamente, si se atreve, lo que voy a decir. Todo es cuestión de fe. La fe mueve montañas, la confianza es la más poderosa de las virtudes, la palabra el don más preciado...
...Vamos a dejar de lado los fantasmas. Su sola mención, en un país que carece de tradición a este respecto, provoca la sonrisa irónica. Rápidamente imaginamos una sábana flotante que se desplaza dando tumbos, al extremo del cual pende una herrumbrosa cadena...
... Esta noche vamos con los muertos...»
A una seña del locutor, su compañero del control accionó un mando. Una ráfaga musical escapó a través de las ondas. Aprovechando la pausa, el locutor encendió un cigarrillo y echó una rápida ojeada al esbozo de guión que había pergeñado aquella misma mañana. No se encontraba especial-mente inspirado y hubiera preferido dedicar el programa a otra cosa más socorrida. La música y el terror, por ejemplo. Nada más sencillo que seleccionar algunos discos y emitirlos acompañados de un comentario de circunstancias. Pero a última hora las cosas se habían complicado. El programa había entrado en antena diez minutos antes de lo previsto, hecho totalmente insólito, y no había tenido tiempo de cambiar impresiones con el seleccionador musical. Tan sólo una breve conversación con el encargado del control.
«Me encuentro en el cementerio -mintió-. Estoy ante la tumba de un ser muy querido. Son cerca de las doce de la noche y tengo miedo. Esta parte del programa es una grabación efectuada anoche en un magnetófono portátil. Quería saber que se siente escalando subrepticiamente las tapias de un camposanto y sentándose a meditar bajo la luz de la luna en medio de un bosque de cruces de mármol... Las impresiones que voy a registrar a continuación quizá no resulten demasiado coherentes, porque estoy asustado, pero, por eso mismo, serán más auténticas...
Bajo esta lápida yace el cadáver de una persona por la que sentí gran afecto. La recuerdo ahora tal y como era en vida, y se me saltan las lágrimas. No me atrevo a imaginar el estado en que se encuentra ahora... Es posible que, a pesar de todo, la muerte haya respetado más o menos su aspecto. Se dan casos de cadáveres que, al cabo de varios años de haber sido enterrados, no presentan apenas signos de corrupción. Exteriormente, al menos...
Ignoro cuál es la causa, pero quizá se deba a ciertas circuns-tancias ambientales, al grado de humedad justo, a haber llevado determinado género de vida, a... Pero esta posibilidad es preferible no mencionarla. El caso es que, cuando esta persona falleció, hubiera dado cualquier cosa por poseer el poder de volverla a la vida. Ahora yace silenciosa y rígida bajo esta pesada lápida. Quizá sus ojos están abiertos, sus labios separados, sus dedos crispados. Quizás está esperando una palabra, una fórmula, un conjuro...»
Una nueva ráfaga musical le permitió un respiro. No tenía idea de cómo terminar el asunto, y, para colmo de males, no encontraba la última cuartilla del esbozo de guión. De pronto, se le ocurrió algo realmente brillante y ordenó con un gesto el cese de la música.
«Pues bien, confieso que anoche no me atreví a llevar a cabo el propósito que me condujo al cementerio. Estaba demasiado asustado, y aún continúo estándolo... Ustedes saben que cada noche recibo cientos de llamadas. Unas alentadoras, otras insultantes. Hace varias noches consiguió salir a antena una fragmento de conversa-ción que fue bruscamente interrumpido al advertir que mi interlocutor estaba a punto de revelar ante el micrófono algo estre-mecedor. No sé de quién se trata. Ignoro si fue una broma telefónica. Todo lo que puedo asegurar es que, desde aquella noche, no puedo dormir tranquilo. Por eso, para compartir con ustedes lo que quizá sea un secreto tan terrible que no me atrevo a guardar para mí solo, es por lo que me he decidido finalmente a dar a conocer lo que el misterioso comunicante me anunció...
...  Se trata, nada menos, que de una fórmula, un conjuro para resucitar a los muertos».
El encargado del control le miró a través del cristal que le separaba del locutorio haciendo un gesto de reconvención. Estaba llegando demasiado lejos. Dentro de unos minutos iban a bloquearse las líneas con llamadas de protesta de un sector de los oyentes.
«¿Cuáles son los últimos pensamientos de un moribundo?  ¿Cuáles sus últimas palabras?...  ¿No recuerda usted la imagen de alguien, un amigo, un pariente, aproximando su oído a los labios de un ser querido que está a punto de exhalar el último suspiro? Pues bien, ese es el secreto. Se dice que, en ciertas circunstancias, en determinadas fechas, en los aniversarios de un óbito, basta con pronunciar determinadas palabras con intencionalidad para que se produzca la resurrección de esa persona... Una resurrección provisional, naturalmente, o quizá más prolongada si se tiene la suficiente fe. ¿Qué palabras son esas?... Sencillamente las últimas palabras que salieron de la boca de quién, poco después, exhaló su último suspiro...
...¿Recuerda? ¿Recuerda aquel vocablo torpemente pronunciado entre estertores agónicos? ¿Aquella frase inacabada? ¿Aquella balbuceante expresión de terror?... Pronúnciela... ¡Pronúnciela!... ¡PRONÚNCIELA!».
Una definitiva ráfaga musical cubrió las palabras del locutor, cuya frente aparecía bañada en sudor. El encargado del control penetró en el locutorio como una tromba.
-¿Estás loco? -exclamó. Nos van a acribillar.
El locutor se hallaba realmente pesaroso de haber llevado las cosas tan lejos, pero, una vez metido en faena, le era imposible controlar su inspiración.
-¿No querían terror? -repuso dispuesto a no ceder. Pues ahí lo tienen.
-¿Pero y esa majadería de palabras?...
-Pura inventiva -añadió indicando su sien derecha con su dedo índice-. Pura inventiva...

* * *
Mientras conducía hacia su casa se sintió satisfecho del programa realizado. Cabía en lo posible que al día siguiente le reconvinieran por haberse pasado de la raya, pero había demostrado que era un locutor de impacto, un gran improvisador. ¿Acaso no le habían pedido un espacio que fuera capaz de convocar una  gran audiencia? Todo lo excepcional se presta a polémica, y a él no le disgustaría verse controvertido en las páginas de los periódicos.
La noche era lluviosa, y el piso resbaladizo. Al detenerse ante un semáforo en fase intermitente, pasó ante él un grupo de personas  que regresaban de alguna fiesta nocturna. El último de ellos, considerablemente embriagado, dio una fuerte patada sobre la carrocería al tiempo que gritaba:
-¡Borracho!
Por un momento  experimentó el deseo de acelerar bruscamente y atropellar a aquel imbécil. Cuando dejó atrás a los noctámbulos, no pudo por menos de sonreír al recordar su reciente intervención ante el micrófono. No dejaba de resultar cómica la idea de repetir a modo de invocación, caso de haber cedido al impulso de atropellarle, el epíteto que el ebrio caballerete le había dirigido hacia unos instantes.
Cerca ya de las dos de la madrugada, llegó a su domicilio. Se puso el pijama y se dirigió a la cocina con ánimo de preparase algo de comer. En aquel instante sonó el teléfono.
-«Ha cometido una terrible imprudencia» -dijo a modo de presentación el anónimo comunicante.
-¿Quién es? -preguntó el locutor, acostumbrado a recibir mensajes telefónicos de variada índole.
-«¿Cómo ha podido revelarlo a los cuatro vientos?»
-Escuche. No sé de qué modo ha conseguido un número que no figura en la guía -repuso pacientemente. Si es usted un oyente, le ruego que llame mañana a la emisora, y si desea presentar una queja...
-«Ya es demasiado tarde. Arroje el execrable libro de Yusuf Almunadem y olvide cuanto a leído en él».
Un chasquido indicó que se había interrumpido la comunicación.
Regresó a la cocina y trató de olvidar la anónima llamada, pero lo cierto era que, desde que salió de la emisora, algo le decía que la idea que había lanzado a las ondas no era exclusivamente suya. Uno lee cientos de libros, decenas, se corrigió, y es imposible impedir que la materia contenida en tal número de volúmenes se amalgame con las propias intuiciones. Al fin y al cabo, no hay muchas ideas originales. Lo verdaderamente interesante es presentarlas bajo un punto de vista nuevo.
Ahora tenía la impresión de haber leído en alguna parte lo refe-rente al conjuro y a las últimas palabras de un moribundo, aunque no sabía dónde con exactitud.
«Yusuf Almunadem», musitó mientras recorría con el índice los títulos de su biblioteca. Pero no pudo hallar ninguno cuyo autor respondiera a tal nombre. Por otra parte, todo lo que de execrable había en la casa, perteneciente al género de la lectura, eran unas cuantas revistas pornográficas cuidadosa-mente guardadas bajo llave.
Hacia el mediodía le llamaron de la emisora para comunicarle que se habían recibido cientos de llamadas procedentes de todo el país. Algunos oyentes protestaban por la exagerada dosis de terror que se habían visto obligados a soportar, pero, curiosamente, ninguno afirmaba haber desconectado el aparato de radio. Otros le felicitaban por la excelente emisión nocturna. Nadie confesaba, no obstante, haberse creído lo del misterioso conjuro, ni menos aún haber inten-tado la experiencia propuesta. Lo que resultaba evidente era que, aquella misma noche aumentaría considerablemente el número de radioyentes.
Todo el mundo esperaría una continuación en la línea iniciada, pero él iba a sorprender a la audiencia tocando un tema comple-tamente distinto. No convenía soliviantar en exceso a los oyentes ni le interesaba que sus superiores se sintieran obligados a poner cortapisas en su programa. Por otra parte, él sabía que sabía que es peligroso llevar las cosas al extremo. Una vez sobrepasado cierto punto, cabía la posibilidad de crear un anticlímax y, en consecuencia, un rechazo  por parte de un sector de la audiencia.
Se encerró gran parte de la tarde en casa dedicándose a confec-cionar un guión perfectamente estructurado y procurando que nada quedara a la improvisación. El nombre de Yusuf Almunadem interrumpía a veces el curso de sus pensamientos. ¿Existiría el tal libro? ¿Sería realmente execrable? La única forma de salir de dudas era comenzar por enterarse con exactitud del significado de la palabra execrable. «Digno de execración», leyó. Seguida-mente localizó el término execración: «Acción y efecto de execrar». Finalmente -después de prometerse adquirir otro diccionario que no se anduviera con tantos rodeos- leyó: «Condenar y maldecir con autoridad sacerdotal. Aborrecer».
Así pues, se trataba de un libro aborrecible, condenado y maldito por la autoridad sacerdotal. De resultas de lo cual dedujo que debía de encontrarse en el índice de los libros prohibidos, si es que semejante índice continuaba existiendo. Esta última posibilidad le pareció sumamente excitante, se prometió intentar localizarlo en cuanto dispusiera de tiempo libre.
Trató de concentrarse nuevamente en el guión procurando apartar de sí otros pensamientos. Releyó las últimas cuartillas y no se sintió en absoluto contento con el resultado. «Execrable», murmuró satisfecho de poder emplear tan rápidamente un término con el que acababa de enriquecer su vocabulario.
Poco después, el timbre del teléfono vino a interrumpir su trabajo. Mascullando una maldición, levantó el auricular.
-¿Quién es? -preguntó.
-«Su indiscreción puede volverse contra usted» -dijo alguien al otro lado del hilo.
-¿Qué quiere?
-«Solamente advertirle».
-¡Déjeme en paz! -exclamó malhumorado.
-«Nunca debió divulgar a los cuatro vientos los secretos encerrados en el libro de Yusuf Almunadem... -musitó el anónimo comunicante.
-¡Imbécil! Es usted... absolutamente execrable -gritó, al tiempo que colgaba el teléfono. Realmente aquella palabra daba mucho de sí.

* * *
Alrededor de las once y media de la noche se sentó al volante de su coche con intención de dirigirse a la emisora y depositó en el asiento trasero la gabardina y una carpeta de plástico que guardaba los folios del guión.
Cerca ya de la salida de la urbanización, alguien le hizo señas desde la acera. Se trataba de un individuo andrajoso y de mala catadura que hacía auto-stop. Continuó adelante sin detenerse. El tipo, al comprender que iba a pasar de largo, avanzó hacia la calzada y se situó en la trayectoria del vehículo. El conductor se vio obligado a realizar un brusco viraje para no atropellarle, pero no se detuvo ni siquiera para lanzar una imprecación. Podía haber otros compinches a la espera. Además, los ojos de aquel individuo -tenía que confesarlo- le habían asustado. Había algo en ellos, algo que no se atrevió analizar, que le produjo escalofríos.
La noche era desapacible, y antes de que cruzara frente al estadio comenzaron a caer las primeras gotas. Cerca ya del cementerio, la lluvia se hizo torrencial. Aflojó la marcha por precaución. La circulación en el sentido contrario era casi inexistente. De pronto, una sombra se interpuso en su camino. El vaivén del limpiaparabrisas apenas era suficiente para despejar el cristal. Quienquiera que fuese debía de estar loco para cruzar la carretera de aquel modo. Hizo sonar repetidas veces el claxon, y, en aquel mismo instante, dos o tres personas más cruzaron también  y se situaron en el centro de la calzada interrumpiendo el paso.
La brusquedad del frenazo casi le hizo perder el control del vehículo. Tras la cortina de agua pudo contemplar dificultosamente a los componentes del grupo. ¿Qué pretendían? No tuvo tiempo de formular hipótesis. Dos o tres personas más se aproximaron por los costados del coche, de manera tal, que, cuando quiso advertirlo, varias manos aferraban la portezuela con intención evidente de abrirla. Los que habían interrumpido el paso avanzaron hacia el vehículo, y, comprendiendo que su salvación era cuestión de segundos, hundió el pie en el acelerador y aferró el volante con fuerza.
Cuando dejó atrás a los asaltantes, redujo la velocidad y procuró tran-quilizarse. Había oído relatos acerca de atracos similares, pero nunca pensó que pudiera ocurrirle a él. Aquellos ojos -rememoró- aquella mirada tristísima  y desconsolada...
Al descender del coche junto a la emisora, consideró la idea de dirigirse a la comisaría cercana, pero la rechazó al advertir que el incidente y la lluvia torrencial le habían retrasado. El programa tendría que haber comenzado hace cinco minutos.
Llamó al portero automático, y a los pocos minutos descendió el conserje. Mientras entraban en el ascensor, advirtió que el empleado no le resultaba conocido.
-¿Es usted nuevo? -preguntó mirándole de soslayo.
El hombre afirmó con la cabeza y oprimió el botón corres-pondiente a la cuarta planta.
-He tenido un encuentro desafortunado -explicó. El empleado no pareció interesado en recibir otra aclaración-. Han intentado asaltarme...
Molesto por la falta de curiosidad del conserje, abandonó el ascensor sin despedirse de él. Caminó apresuradamente por los corredores, y entró en el locutorio sin pasar antes por ninguna otra dependencia.
-Lo siento -comenzó a decir, pero se interrumpió al advertir que no era Oscar quien se encontraba en el cuarto de control-. ¿Oscar? -preguntó.
En aquel momento se encendió la luz roja y escuchó a través de los auriculares la sintonía que daba inicio al programa. Tampoco conocía al que se encontraba a cargo de las llamadas telefónicas de los oyentes.
-«Buenas noches, señoras y señores. Hemos recibido numerosas llamadas telefónicas, cosa que nos complace porque indica que el programa de este humilde servidor de ustedes cuenta con una gran audiencia. Muchas han sido para felicitarnos, algunas recriminán-donos el haber sido tan realistas en nuestro juego. Porque realmente se trata de un juego.
La noche pasada proponíamos a ustedes una imaginaria fórmula para devolver la vida a los cadáveres. Ni que decir tiene que se trataba de pura fantasía, y así había que entenderlo. El terror siempre ha de ir aderezado con unas notas de humor. ¿Cómo puede pensar nadie que exista algún conjuro capaz de resucitar a un muerto? Dejemos reposar a los que yacen en el descanso eterno. La literatura está llena de ejemplos de resucitados que no perdonaron a los autores de su vuelta a la vida. Nada más sagrado que el más allá.
Pero, señores -continuó el locutor- lo que aquí hacemos no es más que jugar, y para demostrar a nuestra audiencia que todo es pura fantasía, vamos a dejar de lado el guión que teníamos preparado para esta noche. Voy a relatarles, en forma totalmente realista, un lamentable suceso del que hace unos minutos he sido protagonista.
Cuando venía hacia la emisora, he sido detenido, a la altura del cementerio por un grupo de personas que pretendía desvalijarme.
Al salir de la urbanización en la que vivo, un hombre se interpuso en mi camino haciéndome señas para que detuviera el coche. Yo, naturalmente, no paré. Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, y, al cruzar junto a las tapias del cementerio, el aguacero había adquirido características de un verdadero diluvio. De pronto, dos o tres individuos se cruzaron en la carretera y no tuve más remedio que frenar. Instantes después, unos cómplices se acercaron por los lados y pretendieron abrir las puertas del coche con la intención de despojarme de cuanto de valor llevara encima. Yo aceleré bruscamente y, esquivando de un volantazo a los que me impedían el paso, continué mi camino. Mañana por la mañana, es decir, hoy mismo, denunciaré el hecho en la comisaría.
A un gesto suyo, el del control hizo sonar una ráfaga musical. El encargado del teléfono estaba ya recibiendo llamadas de los oyentes. Aprovechando que su voz no salía a antena en aquellos momentos, preguntó si había muchas comunicaciones y cuál era el porcentaje de llamadas favorables. El del teléfono hizo un gesto desde detrás de la ventana del control indicando que los pros y los contra estaban equilibrados. «Esa mirada...», se dijo el locutor.
«El hecho que acabo de narrar de una manera objetiva -continuó diciendo una vez que ordenó el cese de la música- no produce más terror que el explicable y perfectamente lógico. Al fin y al cabo, se trata de un intento de atraco. Ahora bien -prosiguió- si yo describo este suceso con voz cavernosa, si en vez de hablar de ladrones hablo de... resucitados, si en lugar de...»
De pronto experimentó una sensación de vacío en la boca del estómago y vaciló en su discurso. Aquella mirada -reflexionó para sí-, aquel caminar vacilante bajo la lluvia, aquellas excrecencias en la portezuela del coche...  «Ahora voy a narrar estos simples hechos dotando a mi relato de un aire sobrenatural, introduciendo efectos de sonido, efectuando pausas intencio-nadas. Comprobarán ustedes que un suceso, cuyos móviles resultan fácil-mente explicables, puede transformarse en algo terrorífico, inquietante».
«Hemos recibido llamadas de personas soliviantadas por el tono de nuestro programa. A ellas me dirijo ahora y les pido que escuchen atentamente. No pierdan de vista que se trata de un juego, una transformación. Si acaso se sienten asustadas, piensen en la verdadera naturaleza de los hechos. Quizá sea ese el elemento que genera la sensación de terror: la carencia de explicación, la ausencia de lo que llamamos motivaciones lógicas de un suceso».
Tras la ventana del control, los dos técnicos, semiocultos en la penumbra, parecían sonreír al escuchar las últimas palabras del locutor. Este experimentó deseos de salir un momento y charlar brevemente con sus compañeros, pero una sensación de inquietud, algo que no acertó a definir adecuadamente, le retuvo junto al micrófono.
«No hay, pues, cadáveres que resuciten, conjuros que sustraigan a los muertos del sueño eterno, ni venganzas procedentes del más allá. Si acaso alguno de ustedes ha intentado utilizar la fórmula que...»
Una ráfaga musical cubrió sus últimas palabras. Molesto por aquella interrupción, levantó la vista hacia el control. Aquel tipo le miraba fijamente desde detrás del cristal. El locutor hizo un gesto de interrogación levantando los hombros, pero el técnico continuó con los ojos fijos en él, al menos eso era lo que imaginaba, porque el molesto contraluz le impedía contemplar adecuadamente su rostro.
«De algún modo que no puedo revelar -comenzó diciendo en voz profunda- ha llegado hasta mí una fórmula, un conjuro terrorífico. Confieso que al principio no creí en las palabras de la persona que me lo transmitió, y precisamente por eso cometí el error de emitir tan peligroso sortilegio a través de las ondas. ¿Cuántos de ustedes lo han utilizado ya? ¿Cuántos de los que dormían eternamente han visto turbado su profundo sueño?
Se que soy el único culpable; que si existe algún deseo de venganza debe ser satisfecho en mi persona; que nunca debí relatar ante un micrófono secretos de tal índole... Lo sé.
Ellos me persiguen ahora. Cuando pasaba en mi automóvil esta noche frente al cementerio, algo se movió cerca de las altas tapias, algo que la espesa cortina de lluvia me impidió percibir con claridad. De súbito, tres espantosos espectros, tres horrendos cadáveres semiputrefactos se inter-pusieron en mi camino...»
El encargado del teléfono levantó su rostro e hizo un signo indicando que había una llamada urgente. El locutor denegó con la cabeza y continuó con su relato.
«Obligado a frenar, me encontraba en el interior del coche para-lizado por el terror. Los horrorosos espectros iniciaron un movimiento de avance. Sus descompuestas carnes ofrecían un espectáculo nauseabundo. Jirones colgantes de...»
De pronto, interrumpiendo el inspirado discurso del locutor, una voz hueca se dejó oír a través de los auriculares. El técnico, haciendo caso omiso de sus órdenes, había dado paso a una llamada tele-fónica.
«¿Por qué lo ha hecho? -musitó el comunicante, dotando a su voz de inflexiones que ponían los pelos de punta. ¿Por qué?...»
El locutor experimentó náuseas. Un hedor insoportable fue inundando el ambiente. Los efluvios parecían provenir de la rejilla del aire acondicionado, de los auriculares, del micrófono mismo. El cristal de separación temblaba a impulsos de las cadenciosas vibraciones producidas por aquella cavernosa voz. Hizo gestos tratando de llamar la atención de los técnicos, pero estos, enfrascados en sus tareas, no se apercibieron de las señas. El locutor optó por responder al comunicante.
«Estábamos tratando de convertir un suceso perfectamente explicable en algo terrorífico y sobrenatural. Queríamos...». «¿Por qué...?», se oyó de nuevo, al tiempo que nuevas oleadas pestilentes inundaban la habitación.
«¿Qué desea?», preguntó procurando aparentar naturalidad. Se aflojó el nudo de la corbata, y al pasarse la mano por la rente se dio cuenta de que estaba sudando. «¿Por qué... por qué...?», repetía monótona la voz. El locutor se sintió súbitamente irritado, y, abandonando su asiento, caminó sigilosa-mente hacia la puerta. No estaba dispuesto a soportar ni un segundo más que los técnicos, a los que además no conocía, le estropearan la emisión.
La puerta estaba cerrada. Con precaución, hizo girar el pestillo repetidas veces, pero todo resultó inútil. «¿Por qué... por qué...?», continuaba oyéndose de manera obsesiva. Se sentó de nuevo ante el micrófono presa de una gran irritación. Los técnicos continuaban enfrascados en sus tareas.
«Tenemos un comunicante -dijo aclarándose la voz y secando el sudor que corría por su frente-. ¿Cómo se llama usted?», preguntó con una solicitud que hasta a él mismo le resultó ridícula. Hubo un silencio prolongado. Se arrancó la corbata de un tirón, y tomando el micrófono inalámbrico, se aproximó a la ventana de control. "¿Cuál es su nombre?", inquirió, al tiempo que hacía señas al del teléfono indicando que la puerta estaba cerrada. El técnico se limitó a asentir y sonrió de una manera inquietante. Sus dientes, intensamente amarillentos, se dibujaron en su rostro viéndose con una rara perfección, como si sobre su faz se hubiera sobreimpresionado una radiografía.
«¿Es tan amable de decirme su nombre?», pidió con una voz que no reconoció como suya. Acto seguido tapó el micrófono con sus manos y musitó en dirección al control: «Abre». Los técnicos parecieron comprender su petición, pero se limitaron a intercambiar una mirada de inteligencia.
«Mi nombre no importa ya -dijo aquella voz vibrando tan profundamente como los tubos de un órgano. Yo era alguien que reposaba y a quien por tu causa han sustraído al sueño del que nadie debe despertar».
«Lamentamos... lamentamos -vaciló- no poder continuar este diálogo si usted no se identifica. Vamos a continuar narrando... Qué espantoso olor -dijo un momento antes de apercibirse de que sus palabras habían salido al aire».
«Nos has visto esta noche junto a la tierra que nos pertenece -murmuró el comunicante-. Ahora nos encaminamos hacia ahí. ¿Por qué lo has hecho?»
«No es correcto -dijo con un cierto temblor en la voz- con un cadáver que no se identifica, con una persona que no se identifica -se corrigió. Presa de una gran irritación, dio un empellón a la puerta-. Estamos rogando a nuestros compañeros de control... Hay un pequeño problema técnico que...»
En aquel momento se apagó la luz. El micrófono estaba cerrado, y, aprovechando aquella circunstancia, se lanzó hacia la ventana que separaba el locutorio del cuarto de control y gritó desaforadamente.
-«¡Abridme! ¡Abridme! ¿Qué pretendéis? -los técnicos no se inmutaron-. ¿Por qué me habéis encerrado? No soporto este olor nauseabundo».
De pronto, los dos técnicos se levantaron de sus asientos y, vacilante-mente, se fueron aproximando a la ventana. El locutor dio un paso atrás aterrorizado. Pegados al cristal, manchándolo con algo rojo y pastoso, se hallaban dos criaturas espantosas y nauseabundas. Dos seres semi-putre-factos mostraban las vacías cuencas de sus ojos, y sus descarnadas bocas dibujaban muecas que deseaban ser muecas de burla.
-«¡Dios mío! -exclamó a punto de desplomarse. En aquel momento volvió a encenderse la luz. El micrófono se hallaba abierto-. «¿Qué es esto?» -gritó sin poder contenerse. Y, a continuación, consciente de que su voz iba a ser escuchada a través de miles de receptores, exclamó-: «¡Socorro! ¡Son ellos! ¡Han regresado!...»
Algunas amas de casa insomnes acercaron su oído al receptor. Muchos guardas nocturnos reacomodaron el pequeño auricular o aumentaron el volumen de sus receptores. Numerosos estudiantes abandonaron sus libros y prestaron atención al programa. Cientos de automovilistas hundieron imperceptiblemente el pie en el acelerador. Muchas enfermeras de guardia sonrieron experimentando un ligero escalofrío en su columna vertebral. Algunos soldados que escuchaban la radio de ocultis, mientras montaban guardia, retrocedieron hacia el fondo de sus garitas y pegaron la espalda a la pared. En algún bar de carretera unos camioneros se aproximaron al receptor situado tras el mostrador. Todos sin excepción consideraron en su fuero interno que el programa estaba mejorando de día en día.
  Presa de un pánico infinito, el locutor, asiendo en su mano derecha el micrófono inalámbrico, fue retrocediendo lentamente. Al llegar junto a la puerta, se precipitó violentamente contra la batiente, que se abrió de par en par. Los grandes corredores de la emisora estaba desiertos, y el ruido de sus grandes zancadas fue amortiguado por la densa moqueta que cubría el suelo. Corrió desespe-radamente y entró en varios despachos en los que encontrar caras conocidas. Hieráticos, sentados tras las mesas, se hallaban repulsivos seres que le miraban con sus cuencas vacías.
-«¡Auxilio! -gritó. Y advirtió que aferrado a su mano permanecía el micrófono inalámbrico. Repentinamente pasó por su imaginación la idea de que quizá su voz continuaba saliendo al aire. ¡Por favor! -rogó. Esto no es un programa de radio. Estoy hablando a...
-Miró su reloj y se apercibió asombrado de que eran cerca de las dos y media. A aquella hora no debería quedar ya nadie en la emisora. ¿Quiénes eran aquellos seres? Acaso... ¡Llamen a la policía! No puedo explicarlo -continuó hablando ante el micrófono, pero ellos me rodean. Invaden todos los despachos. Me persiguen. ¡Por favor! Son unos seres nauseabundos. Estoy seguro de que se trata de... sí, son muertos. Muertos que han resucitado y desean vengarse... ¡Socórranme, por Dios!
Aquello era sin duda una pesadilla, un sueño macabro, algo inexplicable. Necesitaba huir lo más pronto posible. Corrió deteniéndose en cada recodo de los largos pasillos en dirección a la puerta de la emisora.
-Vienen tras de mí -dijo susurrándolo al micrófono. Oigo sus pasos. Voy a tratar de abandonar la emisora. ¡Les aseguro que esto es real! ¡No es un programa! -gimió con desesperación.
Al doblar el último recodo se quedó paralizado. Tras la gran cristalería en cuyo centro se abría la puerta de entrada, se agolpaban decenas de horrorosas cadáveres en actitud hierática. En aquel momento se abrió la puerta del ascensor y el conserje, el mismo que le había acompañado cuando él subió, abrió la puerta del elevador del que salió un nuevo grupo de repugnantes criaturas. Casi al mismo tiempo, la presión de los que se encontraban tras ellas, hizo añicos las grandes cristalerías, y una macabra procesión irrumpió en el corredor.
-Soy Roberto Ramírez -gritó ante el micrófono que aferraba en sus manos-. Estoy en Radio Central. Me encuentro en peligro de muerte. Decenas de criaturas avanzan hacia mí. ¡Llamen a la policía! ¡Voy a morir! -rugió echando espuma por la boca. Esto no es una ficción. He provocado la resurrección de los muertos y su venganza no se ha hecho esperar. ¡Auxilio! ¡Ya están aquí! ¡Me rodean! ¡No puedo conseguir...!

***
A través de miles de receptores se escuchó la sintonía que ponía fin al programa de Roberto Ramírez. Cientos de automovilistas se distendieron y aflojaron la presión de su pie sobre el pedal del acelerador. Algunas amas de casa  desveladas apagaron la radio y examinaron sus profundas ojeras ante el espejo del cuarto de baño. Más de un soldado de guardia abandonó el fondo de su garita y salió a pasearse por la muralla. Los camioneros pagaron sus consu-miciones y subieron a sus grandes vehículos. Muchos estudiantes cambiaron de emisora intentando localizar la música que les ayudara a retener sus lecciones. Enfermeras de guardia iniciaron la ronda por las habitaciones en penumbra recelando de cada sombra que encontraban en su camino. Y hasta en alguna comisaría de barrio, algunos policías lanzaron una carcajada para distender el ambiente. Todos, absolutamente todos, pensaron que el programa mejoraba de día en día. Lo malo fue que, a la mañana siguiente, aquellos mismos policías, llamados urgentemente desde la emisora, permanecieron perplejos y con la confusión dibujada en sus rostros ante el cadáver horrendamente mutilado del locutor Roberto Ramírez.

999. Anonimo,

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