Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

El valor de una sortija


El convento de clausura de religiosas clarisas de Palma, to­davía hoy recoleto y aislado, guarda entre las páginas de su his­toria el testimonio de un sucedido que no consta en antiguos per­gaminos ni en la raídas páginas de los libros de archivo.
Juan Muntaner, que fuera cronista oficial de la ciudad de Palma, lo recoge en sus apuntes como hecho histórico aunque sin dar, lamentablemente, cronología ni nombres propios. Por su parte, consultadas las monjas del monasterio, aún las más anti­guas del cenobio, no recuerdan haber oído jamás de labios de sus antecesoras ninguna versión de esta historia, rayana casi en lo rocambolesco y que el lector puede aderezar a su gusto, con los elementos ambien-tales necesarios para conseguir una mejor com­posición de lugar.
Fallecida una encopetada dama de la sociedad palmesana, to­davía joven, el féretro es llevado en procesión hasta el convento de religiosas, en cuya iglesia se instala la capilla ardiente. Dos fervientes deseos había manifestado en vida la finada: ser ente­rrada en Santa Clara, a lo que le daba derecho su alcurnia, y que la valiosa sortija que siempre lució en su mano, no se separara de ella ni aún después de su muerte, a lo que, es de suponer, le daba derecho su capricho. Tal era la estima de la señora por aquella alhaja, cuyo valor material sólo era superado por la car­ga de recuerdos que llevaba consigo.
El desfile de familiares, deudos, amigos y curiosos ante el cadáver había finalizado. La penumbra y el silencio en el interior del templo, estaban solamente aliviadas por la ténue claridad de cuatro hachones encendidos, cuyos resplandores ensayaban una danza de sombras sobre el abierto féretro, y el bisbiseo de los rezos de los sirvientes que debían velar, aquella noche, el des­canso, eterno ya de su señora.
Las avemarías se espaciaban poco a poco. Las cuentas de los rosarios no se deslizaban ya entre los dedos y el sueño y la fatiga iban rindiendo uno tras otro, a los veladores. Sólo uno, con la mirada fija en los tentadores destellos de la sortija, man­tenía el ánimo tenso esperando el momento de llevar a cabo su macabro propósito. Cerciorado de que sus compañeros duermen ya profundamente, asciende con sigilo los tres peldaños del tú­mulo, se asoma al ataúd y, retirando la gasa que cubre el cadáver, intenta ávidamente des-prender de su yerta mano la preciada joya. El anillo sin embargo como si conociera el destino que le había marcado la voluntad de quien fuera su dueña, no quiere separarse ya de ella resistiéndose- al ladrón, quien, en un deses­perado intento, presa ya de sus desatados nervios, intenta de un mordisco cortar el dedo a la difunta.
Un grito de dolor rompe el silencio del templo y la dama, saliendo del extraño letargo que llevara a los demás a creerla muerta, se incorpora de golpe en su féretro, con el espanto de la escena pintado en sus ojos, desmesuradamente abiertos. Huyen despavoridos los criados y el ocasional salteador de cadáveres se desploma desencajado el rostro, paralizado por el miedo y la frus­tración.
Desde aquél día, a los muchos recuerdos que atesoraba ya la sortija, unió su propietaria uno más, tal vez el más importante: no haber sido enterrada viva gracias a ella.

Fuentes:
J. Muntaner Bujosa: Recopilación de leyendas, costumbres y otros temas folklóricos.

092. anonimo (balear-mallorca-palma)


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