Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

El santo novicio


En el año de 1348, de triste memoria para la Isla a causa de la epidemia de peste que diezmó su población, un niño de cin­co años llamado Jaime Capdebou, llegaba de Alcudia para in­gresar como novicio en la orden de Santo Domingo en el conven­to que los frailes tomistas habían levantado, casi inmediatamente después de la conquista catalana, en la capital del reino de Mallorca. En nuestros días otra calle, la de Santo Domingo, nos recuerda el lugar donde se alzaba la casa de los dominicos, muy cerca de la Plaza de Cort y a pocos metros de la Catedral, con la que rivalizó siempre en riqueza, en boato y muchas veces también, en importancia.
Muy pronto, el pequeño tomó gran cariño a una imagen de la Virgen con el Niño Jesús en brazos, que se veneraba allí, en una humilde capilla. El aprendiz de fraile, enseguida que se lo permitían, sus obligaciones de novicio, corría a arrodillarse frente al cuadro, más que por piedad, movido por la curiosidad de ver si en alguna de sus visitas hallaría, por fin, al Niño comiendo, be­biendo o cuando menos, mamando del pecho de su madre. El no­vicio no sabía si aquella inacabable dieta del Niño Jesús era de­bida a que su madre no quería alimentarle o no podía por no tener con qué hacerlo. Un día, no pudiendo contener por más tiempo su ingénua impaciencia, se encaró con la Virgen y le di­jo: «¿Quieres que le traiga algo de comida a tu hijo?». Al pe­queño no le importaba si ella tenía hambre o no; era el niño, aquél pequeño niño -más pequeño que él, por supuesta- des­nudo e indefenso el que le preocupaba y había hecho nacer en él un instinto de responsable protección.
No obtuvo respuesta, naturalmente, pero, a la siguiente co­mida, el novicio guardó lo que pudo en un pañuelo y, procuran­do eludir la compañía de sus hermanos, salió corriendo hacia la capilla de la Virgen. Extendió el paño sobre el altar, al pie del cuadro, e instó al Niño a que bajara y comiera. Tuvo que insistir no pocas veces para decidirle; ¡A lo mejor es que su madre no le deja!, pensaba mirando interrogadamente, ¿o no le gusta lo que le he traído?, ¿a ver si es que, de verdad, no tiene hambre? Probó otra vez y al fin -era lo normal según él- el Niño Je­sús saltó del cuadro y, sentado sobre el altar, comió con ganas todo lo que su amigo le ofrecía.
Tenía hambre Jesús debió pensar el frailecillo y, desde aquel día, fue comiendo cada vez menos para poder llevarle más ali­mentos a su protegido. Aquel suministro fue convirtiéndose en una costumbre y no pasaba día en que el novicio no acudiera a la capilla a saciar el apetito del Divino Infante, privándose total­mente de su pitanza e ingeniándoselas para que su gesto pasara inadvertido al resto de la comunidad.
Tal era la confianza que existía ya entre los dos pequeños amigos que, una tarde, después de su habitual comida, se creyó Jesús en la obligación de corresponder a tan seguidos convites y le dijo a su compañero:
-Me has invitado tantas veces a comer que ahora quiero hacerlo yo. El domingo próximo vendrás a casa a comer con mi Padre. ¿Quieres?
-Yo sí -contestó ilusionado el frailecillo- pero sin per­miso del maestro, los novicios no podemos salir del convento.
-Bueno, entonces pídele permiso. Le dices que te he invi­tado yo.
Así lo hizo el novicio y, a la primera oportunidad, abordó al maestro refiriéndole puntualmente todo lo sucedido y cómo el Ni­ño del cuadro había venido comiendo diariamente todos los ali­mentos que, desde hacía algún tiempo, le estaba llevando. Entre incrédulo y admirado de apuntarse también a aquél banquete, el maestro condicionó su permiso: «Vas y le dices al Niño Jesús que,como los novicios no podéis salir solos, si no te acompaño yo, no puedes ir a comer con Él».
Vuelve el fraile a la capilla y le cuenta a Jesús las condi­ciones de su superior mientras espera, con la ansiedad en los ojos, la resolución del conflicto. «Bien -dice el Niño- dile a tu maes­tro que el domingo os espero a los dos».
Y el domingo siguiente, novicio y maestro aparecieron muer­tos, misteriosa-mente, con una hermosa expresión de felicidad en sus rostros.
Esta historia ha sido estudiada a fondo por el P. Gabriel Llompart, haciendo de ella una minuciosa y exhaustiva exégesis. No obstante, ninguna investigación, ni aún las realizadas en el libro de actas del desaparecido convento de Santo Domingo, dan razón de la entrada de nuestro Jaime Capdebou, natural de Alcu­dia, ni de ningún otro novicio de tan temprana edad. Tampoco se halla constancia en las actas, del fallecimiento simultáneo de dos frailes en las circunstancias temporales a que nos remite la citada historia.

Al lector, seguramente, no le habrá pasado por alto la simili­tud argumental de esta leyenda con el famoso «Marcelino, pan y vino» de Sánchez Silva. Tampoco este cuento, según manifiesta su autor, es original. Versiones poco más o menos idénticas apa­recen en Venecia, en Flandes, en Alemania y en la misma España peninsular. Nos hallamos pues, una vez más, ante el caso de la leyenda itinerante, viajera, nacida en algún remoto lugar y traída hasta aquí por vía de las nuevas culturas. Más tarde alguien puso nombres y fechas y aplicó la historia a ese cuadro procedente del convento de dominicos, y conservado hoy en el Museo de Ma­llorca, en el que se representa a la Virgen, sentada, con el Niño sobre su brazo izquierdo. A los pies de la imagen, entre dos frai­les dominicos, una sentencia en latín: «Non abhorres peccatores, sine quibus nunquam fores tanta digna Filio» (no aborrezcas a los pecadores ya que sin ellos nunca hubieras tenido tan digno hijo). Afirmación que, en su tiempo, levantó una de aquellas acos­tumbradas polvaredas entre tomistas y lulistas, en desacuerdo so­bre la importancia que se daba a los pecadores, condicionando a su existencia la encarnación del Hijo de Dios.
Teólogos de ambos bandos anduvieron a vueltas con el tema hasta que intervino finalmente Roma, zanjando autoritariamente la polémica.
La ciudad conserva el recuerdo del Santo Novicio en el nom­bre de una de sus calles y en un cuadro, colgado en el Ayunta­miento, entre los de los hijos ilustres de Palma.

Fuentes:
Gabriel Llompart: Una leyenda medieval mallorquina.

092. anonimo (balear-mallorca-palma)

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