Cierto emir de Argel supo que cerca
de la ciudad vivía un juez muy hábil para descubrir la verdad. Y para conocerlo
personalmente, se disfrazó de mercader.
En el camino, un mendigo se le
acercó para pedirle limosna. Se la dio y el mendigo continuó caminando junto a
él.
-¿Qué más quieres ahora? -le
preguntó el emir.
-Que me lleves en tu caballo hasta
la plaza de la ciudad para que los camellos no me atropellen.
Accedió bondadosamente el emir y,
al llegar a la plaza, el mendigo no quiso bajarse del caballo. Por el
contrario, empezó a gritar que el caballo era suyo y que el mercader debía
bajarse. La discusión atrajo a la gente y alguien propuso que llevaran el
asunto al prestigioso juez.
Así que ambos se encontraron en su
despacho. Mientras les llegaba el turno, presenciaron dos juicios: un sabio y
un patán se disputaban a una misma mujer. El juez hizo que dejaran allí a la
mujer y que regresaran al día siguiente.
Entraron luego un carnicero y un
aceitero. El primero estaba manchado de sangre de la carne que vendía y el
segundo, de aceite. El primero contó que había ido a comprar aceite al segundo
y que, al pagarle, el hombre le sujetó la mano y que como él seguía agarrado a
su bolsa, hallaron la solución de acudir ante el juez. El aceitero aseguró que
el carnicero mentía y el juez les ordenó volver al siguiente día.
Les tocó el turno al mendigo y al
emir y ambos dieron su versión de lo ocurrido.
-Dejad aquí el caballo y volved
mañana -ordenó el juez.
999. Anonimo,
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