Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 5 de agosto de 2012

El huérfano que llegó a ser sultán


Había una vez un joven pobre. Huérfano de padre y madre, no tenía ni hermanos ni hermanas, vivía en una casucha derruida en las afueras de la ciudad, iba cubierto de andrajos y pasaba hambre. Era tan pobre que no había podido siquiera aprender un oficio, por lo que no tenía trabajo. Un día, sin embargo, se le ocurrió que debía cosechar alguna experiencia para ganarse la vida. Así que, pensando que podría ser pescador, compró un anzuelo y se fue al río. La fortuna le fue favorable. En cuanto lanzó el anzuelo al agua, un pez muy grande picó. El joven, muy contento, lo llevó a su casa y comenzó a cortarlo en pedazos. ¿Y qué encontró en su vientre? Una flauta muy hermosa y dos va­sos de oro.
El joven, estupefacto, llenó el primer vaso con agua y bebió. De repente, se dejó oír una vocecita que decía:
-A tu salud, jovencito.
Y una mano invisible le secó los labios con un pañuelo.
Después llenó también el segundo vaso pero, al llevárselo a la boca, dejó caer un poco de agua en el suelo. ¡Qué maravilla! En cuanto tocaban tierra, las gotas se transformaban en mone­das de oro.
El joven, aún más sorprendido, derramó toda el agua y vio resplandecer a sus pies un montón de oro.
Luego, presa de la curiosidad, se llevó la flauta a los labios. En cuanto la tocó, comenzó a sonar una melodía extraordinaria, sin que tuviese necesidad de mover los dedos.
El joven, llevado por el entusiasmo, salió a la calle tocando y, un momento después, lo seguía una verdadera muchedumbre de niños y personas mayores.
También la hija del sultán oyó el sonido de la flauta. Ella es­taba en la terraza tomando el fresco y la hermosa melodía llegó al fondo de su corazón.
La muchacha no pudo pegar ojo aquella noche. A la maña­na siguiente, se levantó y le dijo a su camarera:
-Haz lo posible y lo imposible por traerme a aquel joven que toca la flauta. De otro modo, me moriré.
La camarera recorrió durante todo el día las calles y las tra­vesías de la ciudad, pero fue en vano. Sólo al anochecer oyó un sonido que provenía de una casucha en ruinas. Se acercó y allí estaba el joven y la flauta mágica que estaba buscando. Espió a través de una rendija y vio al joven tocando el instrumento, sen­tado sobre la alfombra. Sus dedos no se movían, pero la flauta emitía por sí sola una música que llegaba al corazón.
La camarera se dio prisa en volver junto a su ama y le dijo muy contenta:
-Lo he encontrado, lo he encontrado.
-Vagamos enseguida a verlo -dijo la princesa.
Se pusieron un velo para no ser reconocidas y se dirigieron a la humilde casa del huérfano.
Cuando la hija del sultán se presentó, el joven se quedó pas­mado:
-¿Qué buscas en mi casa, bella princesa?
-Te busco a ti y busco también la música que sale de esa flauta -respondió la princesa. Te oí tocar anoche y me ha lle­gado al corazón. Quiero ser tu esposa.
La princesa era bella como el claro de luna. El pobre huérfa­no no podía pretender una joven más hermosa que ella. Se arro­jó a los pies de la hija del sultán, pero ésta hizo que se incorpo­rase y lo llevó en secreto a sus aposentos en el palacio de su padre.
El joven y la princesa vivieron todo un año muy felices. Él tocaba la flauta y, si deseaban algo, no tenían más que llenar de agua el vaso de oro. En el acto tenían todo el oro que necesita­ban. Un año después, la princesa dio a luz un hijo. Un criado en­vidioso fue a contárselo todo al sultán, que dijo, dominado por la furia:
-¿Cómo? ¿Que mi hija tiene un marido y un hijo y yo no me he enterado de nada?
Sin vacilar, fue a los aposentos de la princesa. Al oír sus pa­sos, la muchacha alertó a su joven marido:
-Huye, si no, mi padre hará que te corten la cabeza.
El joven tuvo tiempo, a duras penas, de saltar por la venta­na. El sultán entró en la habitación con su guardia personal. Su castigo fue terrible. Hizo encerrar a su hija y al niño en un ar­cón, con las rendijas bien selladas, y ordenó que los arrojasen al mar.
Las olas arrastraron el arcón y, unos días después, lo empu­jaron hacia la playa de la sultanía vecina. Un pescador lo abrió y se quedó muy impresionado al ver en su interior una mujer muy hermosa y un niño.
-¿Quién eres tú, muchacha? ¿Un hada del cielo o un diablo del infierno?
-No temas -respondió la princesa. Soy un ser humano como tú. Llévame a tu casa y la suerte te acompañará.
-Con mucho gusto -dijo el pescador. Pero no sé qué te daré de comer. Tengo siete hijos y lo poco que poseo apenas alcanza para nosotros.
La princesa se quitó del dedo un precioso anillo y dijo:
-Véndelo y habrá de comer para todos.
El pobre pescador llevó a la princesa a su casa y, desde aquel día, no le faltó nada a su familia, porque su huésped era genero­sa como un sultán. Cuando el hijo de la princesa creció un poco, ella se lo confió a la mujer del pescador y se encaminó hacia la ciudad. Allí, disfrazada de hombre, salió en busca de trabajo. Como sabía escribir muy bien, fue contratada como escriba en el palacio del sultán.
No tardó el sultán en fijar su atención en el nuevo escriba, tan hábil y de aspecto tan elegante. Lo puso a su servicio, hizo de él su consejero y, al poco tiempo, lo nombró visir.
El sultán era muy viejo y no tenía hijos. A su muerte, el pue­blo designó como sucesor al sabio visir, sin sospechar que, de este modo, en vez de nombrar a un sultán, nombraba a una sul­tana. El nuevo soberano reinó con prudencia y sabiduría. El país florecía como el jardín de un buen jardinero, pero la princesa no era feliz. Echaba de menos a su amado esposo. Pero ¿cómo en­contrarlo? Sin duda, debía de estar en la miseria porque, al huir tan deprisa, tuvo que dejar la flauta y el vaso de oro.
Después de pensar mucho en cómo obtener noticias de él, un día la princesa, es decir, el sultán, comunicó a todo el reino que pretendía construir un gran palacio y, para ello, convocó a los des-ocupados que quisiesen participar para poner en marcha el proljecto. El bando permitió que acudiesen muchos trabajadores de todas partes. La princesa los recibía en persona y cada noche les pagaba su servicio, pero no llegó a encontrar, por este medio, a su esposo. Ya estaba casi terminado el trabajo cuando se pre­sentó un forastero de aspecto miserable, vestido con andrajos. Ponía toda su voluntad en la tarea, pero no le salían bien las co­sas porque no había aprendido el oficio. Aquella noche la prin­cesa, al pagar a los obreros, reconoció en él a su marido y le dijo:
-Este trabajo no es para ti. Ven conmigo, que te daré otro.
Lo guió hasta sus aposentos e hizo que llevasen allí a su hijo.
-Quiero que lo cuides, que te ocupes de él.
-Pero no sé por dónde empezar -respondió tristemente el jo­ven. Nunca he trabajado de niñera.
-Haz la prueba y ya veremos -ordenó la princesa y le dejó al niño en sus brazos.
El niño estaba llorando porque lo habían regañado poco an­tes. Pero en cuanto estuvo en los brazos de su padre, dejó de llo­rar, sonrió y comenzó a acariciarlo.
-¿Ves qué bien lo sabes hacer? -dijo la princesa. No podía ser de otra manera. ¿Quién puede educar a un hijo mejor que su padre?
Dicho esto, la princesa se dio a conocer. Al día siguiente, reu­nió a toda la corte y les reveló que no era un hombre, sino una mujer. Después de contar todas sus aventuras y desventuras, los consejeros nombraron sultán en su puesto a su joven marido. Así, el pobre huérfano llegó a ser sultán, su mujer la sultana y el buen pescador fue su visir. Y, desde entonces, vivieron juntos muy felices y el joven huérfano fue el mejor soberano que jamás haya reinado en aquel país.

164. anonimo (argelia-kabilia)

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