Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 3 de agosto de 2012

El herrero que se casó con la hija del rey de francia


Había una vez en Francia un rey, rico como el mar, valeroso como un león y puro como el oro. A pesar de todo, este rey no era feliz. Tenía una sola hija, hermosa como el día y sabia como un libro, pero tan triste, tan triste, que no había sonreído ni una sola vez en su vida. Por ello la llamaban la Princesa Triste.
Pero eso no era todo. El rey de Francia tenía también otro pensamiento que lo entristecía. En sus establos había setecientos espléndidos caballos negros como la noche, pero su predilecto era su único caballo blanco. Y este caballo blanco era tan es­pantadizo y salvaje que los mejores herreros y herradores del rei­no no habían llegado a clavarle las herraduras. Y por ello lo lla­maban Cascahierro. Y así el rey de Francia siguió durante un tiempo atormentado a causa de su hija y de su caballo, hasta que un día no aguantó más e hizo llamar al pregonero de la capital.
Cuando apareció en su presencia, el rey le dio cien ducados y le dijo:
-Pregonero, estos cien ducados son tuyos. Pero debes recorrer todo el país, de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, y comunicar a sus habitantes que quien logre hacer sonreír a la Princesa Tris­te y sea capaz de herrar al caballo Cascahierro se convertirá en yerno y heredero del rey de Francia.
El pregonero dio unos redobles de tambor y dijo:
-Tataratatá, Majestad, haré lo que me pides.
Y se puso en marcha y fue de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, de campo en campo, para dar a conocer a todos la volun­tad del rey de Francia.
De los cuatro puntos cardinales comenzaron a llegar al casti­llo real los pretendientes, dispuestos a hacer sonreír a la Prince­sa Triste y a herrar al caballo Cascahierro. Muchos llegaron y otros tantos desandaron el camino con las manos vacías.
En aquel tiempo vivía en una aldea francesa, en casa de su madre anciana, un joven y valeroso herrero. Una noche, después de cenar, le dijo a su madre:
-Mañana por la mañana quiero ir a la corte para hacer son­reír a la Princesa Triste y para herrar al caballo Cascahierro. De ese modo, me convertiré en yerno y heredero del rey de Francia.
-Ve, pues, hijo -respondió su madre, y que Dios te acompa­ñe. Lleva para el viaje estas cuatro monedas de plata y esta mo­neda de oro, herencia de tu santo padre.
La mujer se fue a dormir, pero su hijo no. Cogió las cuatro monedas de plata y la moneda de oro y, en vez de meterlas en la bolsa, comenzó a modelarlas en el yunque. Con las cuatro mo­nedas de plata hizo cuatro herraduras de caballo de plata, y con la moneda de oro hizo veintiocho clavos, siete por cada herra­dura. Después se fue a dormir satisfecho por su tarea.
Al día siguiente se despidió de su madre y emprendió su viaje hacia el castillo del rey. Llevaba puesta una gorra, una vara en la mano y, en el morral, el martillo, las cuatro herraduras de plata, los veintiocho clavos de oro, un trozo de pan y una botella de vino.
Cuando ya había hecho la mitad del camino, sintió hambre. Se sentó en el borde de la carretera, abrió el morral y comenzó a comer. En el campo vecino vivía un grillo tan negro como la pez. En cuanto vio al herrero, se le acercó q le dijo:
-Cri, cri, buenos días, herrero.
-Buenos días, grillo. ¿Qué quieres?
-Cri, cri, quiero saber adónde vas.
-Voy al palacio real para hacer sonreír a la Princesa Triste y para herrar al caballo Cascahierro. Así me convertiré en yerno y heredero del rey de Francia.
-Cri, cri, llévame contigo. Tal vez pueda serte útil.
-¿Por qué no, grillo? Ven, acomódate en mi barba.
El grillo dio un salto, se acomodó en la barba del herrero y éste se puso en marcha.
Después de media jornada de camino, el herrero sintió ham­bre de nuevo y se detuvo a cenar al borde de la carretera. En el campo vecino vivía un ratón. En cuanto vio al herrero, se le acercó y le dijo:
-Cuic, cuic, herrero, buenos días.
-Buenos días, ratoncito. ¿Qué quieres?
-Cuic, cuic, herrero, quiero saber adónde vas.
-Voy al palacio real para hacer sonreír a la Princesa Triste y para herrar al caballo Cascahierro. Así me convertiré en el yer­no y heredero del rey de Francia.
-Cuic, cuic, herrero, llévame contigo. Tal vez pueda serte útil.
-¿Por qué no, ratoncito? Ven, acomódate en mi gorra.
El ratoncito dio un salto, se acomodó en la gorra del herrero y éste retomó su camino.
Al anochecer, se detuvo en una posada a dormir. Al rogar el alba, sintió una picadura en la nariz y se despertó:
-Levántate, herrero, deprisa. ¡Ya has dormido bastante, gan­dul!
El herrero tuvo la impresión de que esa vocecita salía de su propia nariz. Muy sorprendido, exclamó:
-¿Quién eres? Te oigo hablar pero no te veo.
-Herrero, yo soy la madre de todas las pulgas y me he insta­lado en la punta de tu nariz. Quiero saber adónde vas.
-Voy al palacio real para hacer sonreír a la Princesa Triste y para herrar al caballo Cascahierro. Así me convertiré en el yer­no y heredero del rey de Francia.
-Llévame contigo, tal vez pueda serte útil.
-Ven, pues -dijo el herrero y se puso una vez más en marcha, con el grillo en la barba, el ratón en la gorra y la madre de las pulgas en la punta de la nariz.
Tres horas después de la salida del sol, se sentó en el banco de piedra, justo al lado del portón del palacio real.
Acudieron los criados y le preguntaron riendo:
-Herrero, ¿qué estás buscando?
El herrero no se dejó amilanar y dijo:
-Buena gente, he venido para tener un encuentro con el reg de Francia y con la Princesa Triste.
-Eres afortunado: en este momento están saliendo de la iglesia.
En efecto, el rey estaba saliendo de la iglesia junto con la Princesa Triste.
El herrero, sin ningún temor, fue a su encuentro y les dijo:
-Buenos días, Princesa Triste. He venido para hacerte reír y así poder casarme contigo. Buenos días, Majestad, he venido para herrar tu caballo Cascahierro; así me convertiré en tu yer­no y tu heredero.
Cuando la Princesa Triste vio aquel pretendiente con un grillo en la barba, un ratón en la gorra y la madre de todas las pul­gas en la punta de la nariz, se le escapó la risa y rió con muchas ganas.
El herrero dijo sin vacilar:
-Majestad, he hecho la mitad de mi trabajo. La Princesa Tris­te se ha reído por primera vez en su vida.
-Tienes razón, herrero -dijo el rey de Francia. Pero ahora de­bes acudir a la cuadra y herrar a mi caballo blanco Cascahierro.
Sin ningún temor, respondió el herrero:
-¡Rey de Francia, a tus órdenes!
Y los tres se dirigieron a la cuadra. El herrero sacó de su morral las cuatro herraduras de plata y los veintiocho clavos de oro. El rey de Francia y la Princesa Triste lo miraron con los ojos desorbitados.
-Herraduras y clavos como éstos no se encuentran en ningún lugar del mundo.
-Ya lo creo, yo no soy un herrero cualquiera, querida Prince­sa Triste. Verás lo que sé hacer. No soy un herrador cualquiera, rey de Francia. Verás lo que sé hacer.
El caballo Cascahierro no tenía la menor intención de some­terse tan fácilmente. En cuando vio al herrero comenzó a dar co­ces, a encabritarse y a relinchar, tanto que podían oírlo a varias leguas de allí. Pero el herrero no se amedrentó y dijo:
-¡Grillo, ratoncito, madre de las pulgas, manos a la obra!
El grillo saltó hasta una de las orejas del caballo y comenzó a cantar; el ratón saltó a la otra oreja g comenzó a chillar; y la ma­dre de todas las pulgas se entretuvo en sus ollares. El pobre caba­llo no resistió mucho ese tormento y al fin, con tal de librarse de aquellos bicharracos, se dejó poner las herraduras en los cascos.
El herrero puso las herraduras, martilló bien los clavos, ensi­lló el caballo y, sin temor alguno, lo montó.
-¡Hop, hop! -gritó el herrero y, después de trotar montado en el caballo dando varias vueltas por el patio, concluyó: Ma­jestad, ya he cumplido con la segunda parte de mi tarea. Tu Cas­cahierro tiene las herraduras puestas en sus cuatro cascos, así que ya puedo ser tu gerno y tu heredero.
-Tienes razón, herrero -dijo el rey de Francia. Hoy mismo, la Princesa Triste será tu mujer. Canciller, ve a llamar a los tes­tigos. Y vosotros, criados y camareras, preparad un buen ban­quete de bodas, el mejor que jamás se haya visto en el mundo.
El canciller fue a llamar a los testigos. Criados y camareras prepararon el banquete y se celebraron las nupcias, las más es­pléndidas que en el mundo han sido. Invitaron a todos los ha­bitantes de la ciudad, y también estuvo presente la madre del herrero, que fue traída desde su aldea. Y no olvidaron tampoco al grillo, al ratón y a la madre de todas las pulgas. El grillo eje­cutó unas cuantas melodías, hasta que se rompieron las cuerdas de su violín; el ratón se dio un atracón de tarta, y la madre de to­das las pulgas bebió tanto vino que se emborrachó.
Así fue como el joven herrero se convirtió en yerno y herede­ro del rey de Francia.

120. anonimo (francia)

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