Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 7 de agosto de 2012

El día olvidado

Esto ocurrió hace años, cuando aún había tranvías amarillos. Un vecino del barrio de Jesús se levantó temprano, tomó el tranvía en la acera de enfrente y se fue a la playa. Era un tipo que tendría unos cincuenta años, pero aparentaba menos. Se había puesto una camisa verde de manga corta y su cuerpo vigoroso delataba una constitución fuerte bien conservada. Llevaba el pelo muy corto y tenía una nariz larga y recta que le proporcionaba un aspecto serio. Era un hombre del todo sobrio: se llevaba a la playa un pequeño paquete con una toalla, un peine y un bañador envueltos en unas hojas de periódicos. Nada más. Llegó al mar a las 9,30, alquiló una caseta, se desnudó, se puso el bañador y salió al sol. Este hombre iba en muy pocas ocasiones a la playa; realmente no le gustaba el asunto de la arena, el mar frío y los chapuzones aburridos de una persona que no sabe nadar, pero aquel día le dio por eso.
Había poca gente en la arena. Una vieja vestida se daba crema en las piernas sentada en una silla frente al mar. Un joven rubio buscaba algo al borde del agua: conchas de moluscos o piedrecitas, que iba echando a un cubo de juguete. Olía a brea, y el sol se reflejaba intensamente en el líquido azulado cegando a la gente de la playa.
El hombre estuvo mirando al agua un buen rato. Tenía un cuerpo musculoso a pesar de su edad, un individuo verdaderamente fuerte y velludo, de muñecas anchas y manos grandes, de las que hacen daño cuando se lanzan sobre la cara de alguien. Luego se fue metiendo lentamente en el mar dispuesto a hacer lo que siempre hacía en la playa: entrar en el agua hasta que le cubría por el pecho, darse unos cantos chapuzones sin perder pie y salirse para iniciar un largo paseo por el borde de la arena. Una cosa bastante aburrida, pero mucho más tedioso era aquel día en la ciudad;  una de esas jornadas idiotas en que todo parece lo suficiente-mente detestable -las aceras, las fachadas, el rostro de la gente- como para que entren ganas de hacer algo poco usual.
El hombre no sabía nadar y aquel día había resaca; las olas llegaban a la arena y luego se retiraban rastreando con fuerza sobre el fondo, arrastrando hacia el interior a los bañistas. Se dio cuenta cuando ya estaba sumergido hasta el pecho. El agua, de regreso de la playa, le empujó unos metros mar adentro y notó que no hacía pie en el suelo. Alargó las piernas con fuerza hacia abajo y sólo logró tocar el fondo con el dedo pulgar de su pie derecho: insuficiente para hacer palanca e impulsarse hacia adelante. Se le hizo el vacío en el estómago, porque comprendió que se iba irremisiblemente hacia el interior. Otro golpe de olas que volvían le situó en un espacio donde ya no hacía pie en absoluto. Chapoteó estúpidamente con los brazos y las piernas y se hundió por primera vez. Tragó mucha agua y parte de ella de le introdujo por la nariz y la tráquea llegando hasta los pulmones: tosió anegado cuando salió a flote para hundirse de nuevo. La tos y la asfixia eran tan inevitables que ni siquiera podía pedir socorro. Cuando se sumergió por cuarta vez con los pulmones llenos de agua supo que se iba a ahogar; entonces notó esa especie de sosiego que sobreviene cuando se acepta lo inevitable y experimentó un fenómeno del que había oído hablar muchas veces cuando se hacía referencia a los ahogados; se sintió en el centro de una dulce claridad amarilla, y su vida, como una película de imágenes fragmentarias y rápidas, particularmente nítidas, cruzó por su mente en fracciones de segundo; evocó incluso detalles inverosímiles de su niñez, la vieja casa de sus padres, sus viajes, sus vecinos, sus compañeros, sus novias, los parques que había conocido, comedores y salas olvidados, tardes lluviosas en el cine... Y también algo incierto, una ausencia lechosa, un hecho que, aún en los últimos instantes de su existencia, se mostraba como un hueco vacío, un suceso que no podía concretar y, sin embargo, palpitaba en su mente su ánimo segundos antes de perder el sentido...
Cuando despertó estaba boca abajo en la arena. Volvió la cabeza y vio los pies de la gente que le rodeaba. Sentía irritado el pecho y tosía continua-mente. Bueno, estaba vivo; alguien le había salvado. Era el chico rubio que buscaba piedrecitas y caracoles al borde del agua con un cubo de juguete. Se sentía mareado y le escocían los pulmones. Tenía la boca saturada de sabor a sal. Se puso en pie en cuanto pudo y rehusó cualquier ayuda, dirigiéndose rodeado de gente hacia la caseta donde había dejado la ropa. Sólo quería marcharse. Sentía, sobre todo, una desoladora amargura, ese sentimiento depresivo que aparece cuando un problema no comunicado a nadie pugna en el espíritu por manifestarse de algún modo. No comprendía la causa de este estado de ánimo, que era ajeno al hecho de haber estado a punto de ahogarse.
Cuando regresaba de nuevo en el tranvía amarillo concretó la causa de su abatimiento; era algo realmente extraño, una sombra que se había posado de pronto sobre la mañana agrisando la ciudad soleada: se trataba del paréntesis en blanco, de aquel hueco en la película de su vida; algo olvidado cuya sola evocación le hacía comprender que, en un momento dado de su existencia, fue protagonista de un episodio tan atroz como para que su psique ejerciera una censura férrea capaz de impedirle tan sólo aproximarse a ello.
Cuando llegó a casa le dolía mucho la cabeza y sentía náuseas. Se tomó una aspirina y permaneció acostado durante todo el día. Se despertó a las cuatro de la madrugada. Estuvo escuchando los ruidos de la casa y, una vez más, deploró el hecho de estar tan solo; lamentó no haberse casado, su progresivo aislamiento de solterón huraño y vio el futuro como una sucesión de días grisáceos ejecutando los mismos triviales hechos que venía repitiendo desde hacía muchos años en silencio. La calma de la madrugada era detestable. Trató de recordar algo, eso que no pudo concretar cuando se ahogaba. Sintió que tan sólo intentarlo le producía pavor.
Se levantó a las seis, y con la bata blanca de felpa, se metió en la cocina para prepararse un café con leche. Se sentó en una silla y se lo estuvo tomando en silencio mientras reflexionaba bajo el fluorescente, que proporcionaba a la estancia una luz fría. Después se marchó al comedor, arrancó una hoja de un bloc grande y tomó un bolígrafo. Comenzó a anotar los hechos más significativos de su vida alineados en una columna:
«Nacimiento: marzo de 1911, en Valencia.
Primeros años en la casa de Godella. El jardín, las correrías por el polvorín con los chicos del barrio.
Traslado de nuevo a Valencia, 1920. Mamá, el Parterre...»
No había nada raro en aquellos primeros recuerdos de su vida ni en los que seguían. Fue al colegio de los Marianistas, empezó Derecho...
A las nueve dejó de escribir y bajó al mercado. Cuando estaba comprando un par de truchas en la pescadería sintió que enrojecía; una oleada de calor le subió hasta la cabeza. No recordaba nada del verano del 35, nada después de la feria de julio. Fue a los toros con su padre. ¿Y después? Había localizado el momento exacto del lapsus de su memoria. La mujer de la pescadería repitió:
-¿Quiere algo más?
Volvió a la realidad. Dijo que no, recogió su paquete y salió a la calle. En el barrio no tenía amistades. No conservaba ni un sólo amigo en ninguna parte, ni siquiera conocidos de trámite. Era un hombre que nunca saludaba a nadie por la calle. El portero de su inmueble parecía no darse cuenta de su existencia cuando cruzaba el portal camino del ascensor; todo lo demás le echaba una ojeada rápida por encima del periódico. Era un tipo maloliente que siempre estaba leyendo un periódico atrasado detrás del mostrador. A las 2,30 se comió una trucha frita con una ensalada de lechuga y tomate; después se echó la siesta. No pudo dormir tratando de recordar qué ocurrió después de la corrida de toros. Por la noche tuvo miedo de la soledad de la casa. No dejó de pensar ni un instante en ese momento blanco de su biografía. Al levantarse había tomado una resolución: iba a ir al chalet de Godella, donde pasara el verano de aquel año lejano con papá y mamá. La casa estaba abandonara desde que sus padres fallecieron, pero aún quedaban allí muebles con esa clase de restos que revelan épocas y detalles de tu vida que tenías olvidados. Aceptó la corazonada de que allí permanecía algo capaz de rellenar el hueco de vacío que fraccionaba sus recuerdos en dos partes, antes y después de julio de 1935.
A la mañana siguiente tomó el tranvía número 14 que le llevó hasta la estación de cercanías. Los chicos jugaban al fútbol en el cauce del Turia. Los trenes estaban pintados de verde, eran de madera y parecían de juguete. A partir de Burjasot se veía la honda planicie de la huerta atravesada por canales estrechos y en primavera los vagones se llenaban de olor a azahar. Llegó a Godella a las doce y se fue directamente al chalet de sus padres. Reconocía la cara de toda la gente del pueblo con quien se cruzaba, pero nadie parecía recordarle a él. El chalet estaba a las afueras: el jardín yacía marchito y empolvado al otro lado de la verja. La vivienda, blanca, con mosaicos azules en la fachada, mostraba algunos cristales de las ventanas rotos. Era la típica edificación levantina, barroca y pastelera, que ahora tenía ese aspecto siniestro de las casas abandonadas durante mucho tiempo. Al abrir la puerta le sacudió una bofetada de humedad. Había un pasillo largo y una cortina verde al fondo, sobre la puerta encristalada que daba al patio interior. El sol incidía sobre la cortina proporcionando un tinte verdoso al corredor. Se fue directamente a lo que antiguamente fuera el comedor. Una rata corrió hacia la derecha cuando abrió la puerta. Aún permanecía allí un viejo aparador de dos cuerpos y una acuarela empolvada que representaba a un moro del Rif. No había nada más. Los cajones del aparador estaban vacíos. Buscó una silla, se subió encima y miró sobre el techo. Una gruesa capa de polvo era lo único que quedaba allí. Salió del comedor. El resto de las habitaciones estaban vacías o contenían desechos sin interés. Subió a la planta alta.
Había otro pasillo. Por las ventanas de la derecha penetraba el sol haciendo más visible el deterioro de los muros, el moho que afloraba sobre el papel pintado hecho girones y la señal de los cables inexistentes que compusieran la vieja instalación eléctrica.
Dio una vuelta por todas las habitaciones y pasó al dormitorio de sus padres. Aún estaban allí el armario de luna y un tocador estilo años 20, que parecían fantasmas en la amplia estancia en penumbra. Los postigos estaban entornados y entraba la luz del mediodía.
No se vio en el espejo del armario. Esta era una vieja cuestión a la que se había acostumbrado. Nunca se lo comunicó a nadie. No se reflejaba en los espejos; eso era todo. En su casa de Valencia había prescindido de ellos. Pensaba que eso podía ser un fenómeno explicable, algo que, desde luego, ya no le inquietaba, sobre todo teniendo en cuenta que ninguna otra anomalía se añadía a su robusta naturaleza. Dormía bien, jamás caía enfermo y tenía buen apetito. Bueno, no se veía en los espejos, pero eso, ¿qué importaba? Su aspecto físico le traía bastante sin cuidado. Era una anécdota en su vida, como quien nace con seis dedos o le producen alergia los plátanos. Sintió un escalofrío, no obstante, al recordar que antes, hacía mucho tiempo, su relación con los espejos era la normal; se veía en ellos.
Abrió el armario. Un sobresalto de improviso le hizo dar un paso atrás, a la vez que se aceleraba el ritmo de su corazón. Estaba vacío, salvo que de la barra horizontal, colocado sobre una percha, colgaba un traje ligero de mil rayas. Aproximó su nariz. Olía a siglos. Lo tocó y la suma de un recuerdo más le indicó que comenzaba a recomponer el mes de julio de 1935. Sí, el traje era suyo, lo llevaba en la corrida. Recordó también que aquella tarde se cubría la cabeza con los tendidos de sol un sombrero de jipijapa de color hueso. El sombrero no estaba. Recompuso otro dato: no sólo fue con su padre a los toros; también le acompañaban mamá y Chelito, su novia guatemalteca. Se apoyó en la pared presa de un comienzo de lipotimia. ¿Cómo se había borrado de su memoria Chelito hasta entonces, la hija del Cónsul de Guatemala, cuando todo estaba dispuesto para la boda a comienzos del otoño? Se parecía a Jenifer Jones y le gustaba, sobre todo, es gesto salvaje y provocativo de su boca. ¡Dios Santo! ¿Qué había ocurrido después de la corrida? ¿Qué había sido de Chelito y de su recuerdo?
  Sobre el suelo de la habitación se marcaba una mancha rectangular más clara que el resto de los baldosines, correspondiente al lugar donde estuviera la cama de sus padres. La recordaba muy alta. La corrida fue el último día de la feria, el 31, ahora lo supo; después cenaron al aire libre en un merendero de la Alameda y vieron la batalla naval de las flores. Chelito llevaba un chal amarillo de muselina. ¿Y a continuación?

Abrió los cajones del tocador. Todos estaban vacíos menos uno. Había una carpeta con tapas de cartón forradas de tela beige. Alguien había pintado sobre ella, con gouache, un corazón y su nombre: Vicente. Letras de color naranja sombreadas de verde. Abrió la carpeta. Advirtió que el sudor le empapaba el cuerpo y le chorreaba por la frente. Todo cuanto había allí eran recuerdos suyos recopilados por su madre. Una gota de sudor cayó sobre el recordatorio de su primera comunión en la iglesia del Patriarca. Buscó algo donde sentarse y no lo encontró. Se sentó sobre el tocador. Su libro de escolaridad del bachillerato en los marianistas; notas mediocres hasta cuarto; una repentina brillantez en quinto y sexto. Apto en Reválida. Un pañuelo con sus iniciales. Cartas desde Almería durante el servicio militar. Las leyó con avidez; eran abruma-doramente reiterativas: todo se reducía a quejas sobre la comida, declaraciones de aburrimiento, referencias a malos encuentros con un sargento apellidado Vilches y provisiones con paquetes con provisiones de boca. Otra carta desde Santander, durante una estancia veraniega en casa de su tío. Notas del primer curso de la carrera, notas de la carrera, notas de la carrera...
Repitió mentalmente aquellas palabras durante un lapso de tiempo indefinido, porque de pronto, un recuerdo execrable, ascendiendo desde el abismo de la memoria, recobró la zona perdida de su existencia. Había ido depositando todos los papeles sobre el tocador y sólo quedaban dos cosas en la carpeta: un amarillento recorte de periódico y otro recordatorio. Era un díptico cuya primera cara estaba ribeteada por un filete negro. La cabeza de un Cristo crucificado miraba con angustia a las alturas. Lo abrió. A la izquierda, arriba, había una pequeña cruz impresa en oro. Leyó el texto que venía a continuación y nunca más volvió a pronunciar una sola palabra:
«Rogad a Dios en caridad por el alma del joven VICENTE MASSANA BADIA que falleció en Valencia el día 1 de agosto de 1935 a los 24 años de edad R.I.P.
Sus padres: Don Vicente Massana Darío y doña Amparo Almela Bas; su prometida, señorita Chelo Zurbarán Rodríguez; abuelos, tío y demás familia   al participar a usted tan sensible pérdida ruegan con una oración por el eterno descanso de su alma».
La nota de prensa hacía referencia a la muerte de un muchacho de veinticuatro años el día 1 de agosto de 1935. Se llamaba Vicente Massana Badía y falleció ahogado en la playa de la Malvarosa cuando, después de comer en un merendero acompañado por sus padres y su prometida, la hija del cónsul de Guatemala, había pretendido darse un baño.

* * *
El portero que siempre leía tras su mostrador un periódico atrasado, nunca volvió a ver al inquilino del 6.o-A; en realidad, ninguna otra persona volvió a verle.

999. anonimo

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