Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 1 de agosto de 2012

El carbonero que hizo fortuna


Había una vez un joven pobre que había heredado de sus padres una cabaña en el bosque y subsistía trabajando de carbonero. Se llamaba Kogoro. Vivía solo en su cabaña. Nadie le habría dado la mano de su hija a un pobretón como él. El joven sufría por ello y, más de una vez, le suplicó a la benéfica Kuan-Wong que le hiciese conocer a una buena mujer.
La diosa lo escuchó.
Un día apareció en su cabaña una muchacha muy bella, que le preguntó:
-¿Tú eres Kogoro el carbonero?
-Sí, soy yo, hermosa joven. ¿Qué deseas?
-Quiero ser tu mujer. Anoche, mientras dormía, se me apa­reció la diosa Kuan-Wong y me dijo que estando contigo me fa­vorecerá la fortuna.
El pobre carbonero respondió, apenado:
-¿Qué fortuna quieres encontrar, hermosa joven, en esta vie­ja cabaña? Mi trabajo me alcanza a duras penas para vivir.
Pero la hermosa muchacha no se dejó desanimar. Abrió un bolso de brocado, sacó dos monedas de oro y se las entregó a Kogoro diciendo:
-No temas, la buena Kuan-Wong cuidará de nosotros. Ve a la ciudad y compra algo de comer.
Kogoro el carbonero cogió las monedas y se puso en marcha hacia la ciudad. La carretera corría paralela a un río. Junto a la orilla, nadaban dos pequeños patos. El carbonero se alegró:
-Con ellos podríamos preparar una buena cena para mi hada y para mí.
Sin pensarlo dos veces, arrojó a los patos las dos monedas de oro. El desdichado, que jamás había visto dinero, las había con­fundido con dos piedras. Sin embargo, no golpeó a los patos. Las monedas de oro se hundieron en el agua y las dos aves hu­yeron. Kogoro tuvo que volver a casa. Con lágrimas en los ojos, le contó a la bella joven cómo había perdido sus guijarros. La jo­ven le respondió anonadada:
-Pero no eran guijarros, eran monedas de oro, y el oro es la cosa más preciosa del mundo. Con esas dos monedas podrías ha­ber comprado carne, arroz, patos, todo lo que quisieras.
Esta vez le tocó a Kogoro sorprenderse:
-Pero ¿qué me dices? ¿Que esas piedras amarillas son lo más precioso del mundo? No lo sabía, de verdad. En el bosque, de­trás de mi cabaña, hay montones de esas piedras.
Guió a la joven hasta una gruta. A la luz de la antorcha, las paredes resplandecían como si fuese la sala del tesoro del empe­rador. La gruta estaba llena de oro.
Desde aquel día, Kogoro el carbonero se convirtió en el hombre más rico del país. Compró el terreno que rodeaba su ca­baña, se hizo construir un espléndido palacio, dedicó un magní­fico templo a la diosa Kuan-Wong y vivió como un príncipe. La gente comenzó a llamarlo el príncipe carbonero.
El príncipe carbonero y su bella esposa vivían felices. Tenían un solo sinsabor: la falta de hijos. Decidieron entonces elevar una súplica a la diosa Kuan-Wong y ella escuchó la plegaria. Un año y un día después, la mujer de Kogoro dio a luz una niña tan bella como una piedra preciosa. La llamaron Tamayo.
Cuando Tamapo cumplió catorce años, ascendió al trono el emperador Yomeiki. El nuevo soberano aún era joven y buscaba novia. Reunió a sus cortesanos y dignatarios del imperio; distri­buyó entre ellos sesenta y seis abanicos y les ordenó:
-Coged estos abanicos y enviad mensajeros a las sesenta y seis provincias de mi imperio. Deberán encontrar a una mucha­cha que sea tan hermosa como el retrato pintado en mis abani­cos. Sea pobre o rica, sea de noble origen o de humilde naci­miento, me casaré con ella.
Los sesenta y seis mensajeros salieron en busca, por todo el reino, de la bella del abanico. Viajaron de ciudad en ciudad, visi­taron las aldeas, entraron en los palacios y en las chozas, hasta que no tuvieron más remedio que volver a la corte con las manos vacías. Sólo desde el país en el que vivía el príncipe carbonero llegó la noticia de que había una muchacha aún más hermosa que la del abanico. El emperador decidió admirar en persona su belleza y envió a Kogoro un mensajero para suplicarle que llevase a la corte a la bella Tamayo. Pero Kogoro se negó cor­tésmente:
-La orden del emperador es un honor para mí, pero Tamago es nuestra única hija y no podemos separarnos de ella.
Cuando el emperador escuchó la respuesta del príncipe car­bonero, montó en cólera y envió, ese mismo día, el siguiente mensaje:
-Si no quieres traerme a tu hija, tendrás que enviarme, en siete días, cien mil celemines de flores de amapola.
Kogoro, abatido, le dijo con mucha tristeza a su bella espo­sa:
-Ahora no tendremos más remedio que entregarle nuestra hija al emperador. ¿Dónde quieres que encuentre cien mil cele­mines de semillas de amapola?
Pero su mujer sonrió y dijo:
-No te preocupes. En los catorce mil jardines que me has re­galado en estos últimos catorce años, he cultivado todas las plantas del mundo y, año tras año, he guardado sus semillas en el inmenso granero que se encuentra detrás de nuestro palacio. No sé cuántas semillas de amapola hay allí, pero sin duda habrá más de cien mil celemines.
Kogoro se alegró por la sabiduría de su mujer y, antes de los siete días fijados, envió al emperador cien mil celemines de se­millas de amapola en unos carros espléndidos.
El emperador se quedó con la boca abierta:
-Éste debe de ser el hombre más rico de los tres mayores rei­nos: la India, China y Japón.
Pero la bella Tamayo le robaba el sueño. Pasado un tiempo, mandó nuevos embajadores a Kogoro con esta orden:
-Si no me entregas a tu hija, deberás enviarme siete piezas de tela del más fino brocado de oro. Cada pieza debe tener treinta y cinco metros de largo y cada brocado debe representar la ima­gen del paraíso.
Kogoro, abatido, le dijo con mucha tristeza a su mujer:
-Esta vez no habrá más remedio que entregarle nuestra hija al emperador. ¿Dónde quieres que encuentre siete piezas de tela con un brocado de ese tipo?
Pero su esposa sonrió y dijo:
-Debemos la llegada de nuestra hija a la diosa Kuan-Wong. Pidámosle consejo a ella.
Kogoro se alegró por la sabiduría de su mujer yambos se en­caminaron hacia el templo de la diosa Kuan-Wong para pedirle consejo.
La diosa les dijo:
-Tamayo es también mi hija y me daría mucha pena sepa­rarme de ella. Por eso quiero ayudaros.
Con una seña llamó a todos los dioses y semidioses del cielo y de la tierra, y les ordenó que tejiesen siete telas con el precioso brocado.
En pocos instantes, estuvieron listas y, antes de cumplirse los siete días de plazo, se las llevaron al emperador. El emperador estaba atónito:
-Por lo que veo, Kuan-Wong en persona protege a este car­bonero. Siendo así, mis poderes imperiales nada pueden hacer.
El mismo día, el emperador se disfrazó de peregrino y dejó furtivamente el palacio. Viajando siempre a pie, fue a la resi­dencia de Kogoro para ver con sus propios ojos si Tamayo era tan bella como se decía. Al llegar al palacio, se presentó y pidió trabajo.
A Kogoro le cayó bien el muchacho.
-¿De dónde vienes? -le preguntó.
-De la ciudad del emperador.
-¿Y cómo te llamas?
-San-Ro -respondió el peregrino.
-¿San-Ro? Tu nombre significa «camino entre montañas». No sabía que un hombre podía llevar ese nombre. De todos mo­dos, San-Ro, desde hoy en adelante te ocuparás de las mil vacas que poseo. Tengo mil pastores, pero no han hecho bien su tra­bajo y han permitido que, en muchas ocasiones, falte hierba y agua para mis vacas. Si logras hacerlo mejor que ellos, te queda­rás conmigo.
El pobre San-Ro no sabía por dónde empezar. Había sido educado en la corte y en toda su vida no había visto nunca una vaca. Los demás pastores se dieron cuenta enseguida de su tor­peza y se burlaban de él:
-Ánimo, San-Ro, comienza, déjanos ver cómo te las arre­glas
San-Ro sintió mucho miedo. Se sentó sobre la hierba, sacó de su mochila una flauta y comenzó a tocar. Pero tocaba tan dul­cemente que todos contuvieron la respiración para oírlo mejor. Y no sólo los pastores, sino también las vacas y los toros bravos se quedaron allí quietos y tranquilos como corderitos. Cuando San-Ro acabó de tocar, los pastores lo rodearon asombrados y uno de ellos le preguntó:
-¿Cómo se llama el mágico instrumento que tocabas?
-No es más que una flauta.
-Toca de nuevo -le suplicaron los pastores, segaremos la hierba por ti.
Mientras San-Ro tocaba, los pastores segaron toda la hierba que hacía falta, mientras las manadas permanecían tranquilas escuchan-do.
Desde aquel momento, no pasaba día sin que el emperador disfrazado tocara la flauta, los pastores trabajaron para él y los animales se volvieron cada vez más hermosos y fuertes. El prín­cipe estaba contento. San-Ro tocaba cada día más dulcemente porque, a medida que pasaba el tiempo, pensaba con más pasión en la hermosa Tamayo. Así fue como permaneció al servicio del príncipe carbonero durante tres años, pero no pudo ver ni si­quiera una vez a la bella joven.
Mientras tanto, en la corte, la situación se tornaba cada vez más difícil. Habían pasado tres años y el emperador no volvía. Los dignatarios del imperio interrogaron a un adivino. Éste se concentró para desvelar el misterio durante una noche y un día y, por fin, declaró:
-El emperador volverá el decimoquinto día del octavo mes, para la fiesta del dios Hachimana. Pero la condición es que el príncipe Kogoro dirija los festejos como maestro de ceremonias.
El mismo día se lanzó una proclama desde el palacio impe­rial. El príncipe Kogoro la recibió y prometió ocuparse de los festejos. Convocó a los doctos sacerdotes del templo de Hachi­mana y preparó todo lo necesario. Reunió a cantantes, bailari­nes y músicos e hizo organizar certámenes y la danza de los le­ones. Sólo le faltaba un hábil tirador para la última ceremonia, durante la cual un arquero, montado en un caballo al galope, de­bía dar tres veces con una flecha en un blanco sagrado. Reunió a sus pastores y averiguó si entre ellos había alguno dispuesto a afrontar la difícil empresa.
-Nosotros no somos capaces -respondieron los pastores. El único que puede hacerlo es, sin duda, San-Ro.
El príncipe Kogoro mandó llamar a San-Ro y le dijo:
-Si no me haces quedar mal y logras dar tres veces en el sa­grado blanco del dios Hachimana, te daré a mi hija Tamaljo como esposa.
San-Ro se inclinó y le dijo:
-No te decepcionaré, ya verás.
Llegó el día memorable del octavo mes. Los festejos en ho­nor del dios Hachimana estaban a punto de acabar y todos es­peraban la última ceremonia. Entre los asistentes se encontraban los dignatarios de la corte y, en el lugar de honor, se sentaba el príncipe Kogoro entre su bella esposa y su hermosísima hija.
El heraldo anunció el tiro al blanco del jinete montado en un caballo al galope. Todos los ojos se fijaron en la puerta desde la cual salió al galope un intrépido caballero montado en un fogo­so caballo. Llevaba hábitos de príncipe q empuñaba el arco con firmeza. Siempre al galope, cabalgó alrededor del blanco, colo­có la flecha y dio con ella exactamente en el centro. Del mismo modo galopó por segunda y por tercera vez y en todos los casos las flechas se clavaron en el blanco una junto a la otra. Después San-Ro frenó al caballo, se quitó su capa y apareció vestido con su espléndido traje imperial. Los dignata-rios reconocieron al em­perador y se inclinaron a sus pies.
Sólo entonces el príncipe Kogoro comprendió que el caballe­ro había trabajado para él como pastor en el afán de conquistar a su hija, la bella Tamayo. Se sintió muy feliz de dársela como esposa pero, para no separarse de ella, se trasladó con su her­mosa mujer a la ciudad imperial, donde los cuatro vivieron feli­ces hasta el fin de sus días.

040. anonimo (japon)

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