Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

Ugula

Egambe era el nombre del poblado. Dos jefes compartían la autoridad en el mismo: Ndjambua Ngongo, en el barrio norte; y Ndjambua Diko, en el sur.
Ndjambua Ngongo tenía dos mujeres: una de edad madura, de la que tenía un hijo llamado Ugula, la otra mujer era aún jovencita; su fortuna no era crecida, pero poseía una gran bondad natural, malograda, en parte, por el vicio de la mentira.
Por su parte, Ndjambua Diko estaba casado con tres mujeres y disfrutaba de muchas riquezas; pero la maldad y avaricia, estaban presentes en casi todas sus acciones.
Cuando Ugula tenía diez y seis años, la enfermedad llamó a las puertas de su padre, que, a los pocos días, moría rodeado de los suyos.
Ndjambua Diko, acudió con sus mujeres al entierro de su colega. Como homenaje al difunto le regaló una chaqueta y un sombrero de los muchos que en su casa tenía. Ugula aprovechó el nerviosismo de la gente en esos dolorosos momentos y, sin ser visto, guardó para sí la chaqueta y el sombrero.
A los dos meses de celebrada la defunción, la madrastra de Ugula, la jovencita esposa de Ndjambua Ngongo, decidió regresar a su poblado.
La madre de Ugula la persuadió para que se quedara, pues deseaba casarla con Ugula. Tales y tantos fueron los ruegos que la jovencita aceptó.
De las varias cualidades que Ugula heredó de su padre destacaban la falsedad y astucia, que cultivaba, día tras día, entre sus paisanos: hoy les quitaba esto; mañana, les cambiaba lo demás, pero siempre con engaño y en provecho propio.
Cierto día, Ugula no tenía qué llevar a la boca ni a la de sus hijos. Entonces, acudió a la siguiente estratagema. Buscó donde pudo un puñado de pepitas de oro. Las mezcló con los granos de trigo y consiguió que su caballo las comiese. Acto seguido, se presenta en casa del jefe Ndjambua Diko y le dice:
-Jefe, ya no quiero este caballo; te lo cambio por doce vacas y cinco sacos de arroz.
El Jefe le contestó:
-Me sobran caballos. No puedo aceptar el trato que me propones.
Ugula le replicó:
-Este caballo tiene algo especial; y si no, vas a comprobarlo.
Dio unas ligeras palmadas en el lomo del noble animal que, al instante defecó, junto con los excrementos, las pepitas de de oro. Deslumbrado el codicioso Ndjambua Diko, convino inmediatamente en el cambio.
Sin pérdida de tiempo, partió contento el embustero Ugula, llevando por delante la manada de vacas y la carga apetitosa del arroz. No duró mucho su dicha, porque se coge antes a un mentiroso que a un cojo.
Pasados tres días, Ndjambua Diko necesitaba oro para sus compras. Acudió esperanzado a la cuadra del maravilloso caballo, que tenía bien guardado, y ¡cuál no fue su decepción al comprobar que los excrementos eran como los de los demás caballos!
Montó en cólera el avaro jefe y mandó llamar a su presencia a Ugula; sin darle oportunidad para defenderse le dijo Ndjambua Diko:
-En pago de tu engaño, serás ajusticiado dentro de tres días.
Por vez primera Ugula tuvo miedo de la cercana muerte. ¿Cómo podría escapar de sus garras? Como una gracia final, pidió permiso al jefe para ir a despedirse de su madre y familia. El jefe se lo concedió.
Llegado a casa, Ugula llamó aparte a su madre y le dijo:
-El día de mi ajusticiamiento, te presentarás con un amplio vestido, capaz de ocultar un pato sin que se note. El pato lo esconderás contra tu pecho y su cuello lo mantendrás unido al tuyo. Cuando llegues ante el jefe, le pedirás que me perdone. Lo demás corre de mi cuenta. Cuando yo te lo mande, te levantas y no vuelvas la vista».
La madre dijo que sabía la lección y Ugula regresó a la cárcel, en espera de la ejecución.
Amanecía ya el tercer día. Muchos curiosos iban acudiendo al lugar del suplicio. Los verdugos estaban ya prestos a ejecutar la sentencia. Faltaba poco para que el jefe Ndjambu Diko levantase la mano para dar la señal fatídica.
Corriendo, gritando, el rostro húmedo por las lágrimas llega la madre del reo. De rodillas ante el gran jefe pide suplicante el perdón de su hijo. Ugula no dio tiempo a su madre para concluir la súplica. De un salto se plantó ante ella y, con habilidad pasmosa, cortó el cuello al pato.
Con no menor astucia simuló la madre caer muerta, bañada en su propia sangre. Ugula, como arrepentido del parricidio, ordenó a su madre que se levantase y se fuese a casa. Esta se puso de pie al instante y, sin volver la vista atrás, emprendió el sendero de su choza.
Las numerosas personas que esperaban curiosas la ejecución de Ugula quedaron presas: unas de admiración, otras de miedo, aquéllas de pánico... Estas tomaron a Ugula por hechicero; no faltaron quienes lo consideraron nigromante.
El más intrigado de todos fue Ndjambua Diko quien a solas con Ugula le rogó que le explicase el prodigio:
-Muy sencillo, jefe, -contestó Ugula; con este puñalito mágico podrás dar muerte y resucitar luego a quien lo desees. Bastará que digas a la víctima: Levántate; y aquí no habrá pasado nada.
El jefe, lejos de imaginar los engaños que le iba tendiendo Ugula y las terribles circunstancias en que le ponía, no sólo le perdonó la vida, a cambio del mágico puñal, sino que le regaló otras cinco vacas y tres sacos de arroz.
Ugula, consciente de los desmanes irreparables que cometería con el puñal mágico Ndjambua Diko y temeroso de la suerte que por ello le esperaba, cuando llegó a su casa, fue en busca de un nuevo cuchillo y lo escondió en el seno.
Pasadas dos semanas, el jefe tuvo una larga riña con una de sus mujeres. Sin pensárselo dos veces, dio a la mujer una mortal puñalada. Entonces, a ejemplo de Ugula, dijo el jefe a la difunta:
-Levántate y vete, pues ya no te quiero ver más.
Otra y otra vez repitió con más fuerza las mismas palabras. La mujer seguía inmóvil en un charco de sangre.
Enfurecido el jefe mandó a sus hombres que le trajesen nuevamente a Ugula. Esa vez la sentencia sería rápida y definitiva:
-Que se le meta en un saco y se le arroje al profundo lago, cercano al lugar; que sus aguas acaben con su falsedad y astucia.
Mientras conducían a Ugula al lugar de la ejecución, tuvo tiempo de esconder la pequeña navaja en su puño. Los verdugos, llegados a donde el agua es más profunda, arrojaron el saco cargado de alimañas, seguros, por fin, de la muerte de Ugula.
La navaja de Ugula entró en acción y no dio tiempo a que el saco llegase al fondo. Como buen nadador que era, llegó pronto a los manglares de la orilla. Al anochecer, sin ser notado, llegó a casa y contó a su madre y a la futura esposa todo lo ocurrido. Todos en casa guardaron riguroso secreto y Ugula permaneció dos semanas tramando otro engaño.
Un día, muy de mañanita, ataviado con la chaqueta y el sombrero que Ndjambua Diko había regalado a su difunto padre, se escondió entre los manglares del lago.
Allí vino una de las mujeres del jefe a echar los desperdicios. Al acercarse a las aguas, observó que estas se movían y notó que la mano de una persona emergía de ellas. Asustada regresó a casa gritando:
-Socorro, socorro; he visto un fantasma.
Por curiosidad acuden los habitantes del poblado, al lugar , del portento. Entonces aprovecha Ugula para salir de su escondite medio acuoso y medio selvático. Todos, al verlo, huyeron gritando despavoridos:
-«Ugula se ha convertido en fantasma».
Enterado el jefe quiso cerciorarse personalmente de quién y cómo era el fantasma. Y pudo ver a Ugula que, empapado en agua del lago y con amable sonrisa, le dijo:
-No te asustes, Ndjambua Diko, soy Ugula en persona y no un fantasma, como piensas falsamente. ¿Verdad que conoces esta chaqueta y este sombrero?
-Sí, son los que regalé en el entierro a tu difunto padre.
-Pues bien, -replicó Ugula- es mi padre quien me los ha dado, y me ha enviado a decirte que te apresures a ir para allá con el fin de que te inmortalicen y te aconsejen sobre la forma mejor de desempeñar tu jefatura -si no cumples lo que ellos te sugieren, enviarán a los genios quienes prenderán fuego a tu poblado, y ni uno de sus habitantes se salvará.
El jefe, seguro como estaba de la muerte de Ugula, no dudó ni por un instante de la verdad de las palabras del impostor, al que preguntó:
-¿Qué tengo que hacer para llegar a donde ellos están?
-Métete en un saco -dijo Ugula, que te echen en las aguas del lago. Irás a caer en la puerta de tu mujer, recientemente muerta.
Dócil Ndjambua Diko al consejo de Ugula, convocó a todos los suyos y les habló así:
-«Familiares, amigos, guardias, pueblo todo, yo me voy ante mi padre. Durante mi ausencia Ugula ocupará mi puesto, mis bienes y mis mujeres».
Todos esperanzados le acompañaron luego hasta las tranquilas y silenciosas aguas del lago. Ugula, en cambio, se apresuró a ir en busca de su madre y de su futura esposa, quienes, a partir de aquel día, se convirtieron, respectivamente, en la madre y en la mujer del gran jefe Ugula.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

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