Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

sábado, 7 de julio de 2012

Papalaguinda

En León hay un jardinillo, adornado de dalias, rosas, azucenas y claveles, desde el que se ven correr las aguas del Bernesga, llamado «Papala­guinda», aunque en él no hay papas ni guindas, ni cosa que se le parezca; la historia de este nombre, dado al antiguo Jardín del Calvario, es la siguiente:
Había una vez un Rey que tenía un hijo, con el cual vivía en León, la antigua corte de nuestros soberanos. Gustaba el Rey de pasear con su niño de diez años, juguetón, travieso y goloso, que lo mismo saltaba sobre los ricos muebles del palacio real, que se encaramaba a los armarios del come­dor, donde guardaba la señora Reina las almibara­das confituras, hechas en el convento de Carvajal de la Legua por su señora hermana, doña Leonor, monja de notable ingenio, tan hábil para recitar en el coro de memoria los latines del Salterio, como para poner en su punto una perolada de natillas, o bordar sobre tisú flores de oro.
Sucedió que viendo el señor Rey que aquel niño atrevido y revoltoso, a nadie respetaba como no fuera su padre, determinó llevarlo con él todas las tardes de paseo para que, por lo menos durante dos horas, hubiese paz en la real vivienda y pudiera la buena madre descansar de los trabajos que por la mañana le daba el muchacho, y rezar el santo Rosario tranquila, rodeada de sus piadosas dueñas y recogidas damas.
Una tarde del mes de junio, poco después que el campanil de las monjas recoletas hubiese tocado a «Maitines», cogió el buen rey de la mano al prínci­pe y, después de despedirse de la Reina, que hilan­do estaba en su camarín un copo de lana, bajó las anchas escaleras del palacio y se dirigió con el niño al campo. Antes de llegar a las murallas, que cerca­ban las aguas de León, pasaron al lado de una mujer que, en grandes cestos de sucios mimbres, vendía guindas, «prucos» y otras frutas propias de la estación. Ver el niño aquello y pedir a su padre que le comprase, siquiera un cuarterón, fue todo cosa de un momento; acercóse el buen Rey a la fru­tera, y después de preguntar el precio de las mer­cancías y convencerse de que las guindas era lo más barato, porque «cundían más», mandó pesar tres cuarterones de aquéllas. Los pagó religiosa­mente y los guardó en los hondos bolsillos de su gabán.
Como el muchacho ya había merendado antes de salir de casa, no le pareció prudente al Rey darle después más de media docena de guindas, para que se fuese entreteniendo. por el camino; las demás las guardarían para mejor ocasión. En seguida traspu­sieron la puerta de la ciudad, y salieron a despobla­do.
-Mira, hijo mío -decía el Rey, las frutas son perjudiciales para la salud; no quiero, por lo tanto, que comas muchas guindas; conténtate con las que te he dado.
-Señor -contestó el goloso, contentaréme con las que me das de buen grado, pero, como ya he concluido con las pocas que me diste, ruégote que, una a una, me des las que tu merced fuera servido de darme; y para que no puedan dañarme a la salud, haz que de una aotra pase largo rato; así, además, durarán más tiempo.
-Bien, hijo mío, así haré como dices; pero ya no debes comer ninguna hasta que lleguemos a aquella explanada que allí se ve, cercana al convento del Señor San Claudio. ¿Prometes no pedirme nada ni importunarme hasta allí?
-Sí, prometo.
-Bueno; así cumplirás.
Y siguieron andando, andando, andando. Los labradores que venían de sus faenas, alegremente, departiendo unos con otros, o cantando las coplas de la Virgen María, o los milagros de Santo Do­mingo, saludaban cortésmente a Su Majestad leo­nesa. Más adelante encontraron a un cura, a quien el Rey besó respetuosamente la mano, siendo imita­do por el niño. Se puso el sacerdote al lado del monarca y juntos continuaron su paseo.
Hablando iban el Rey y el sacerdote de la guerra con los moros, y de que el tiempo iba a cambiar, porque «soplaba de abajo», y las gallinas se revol­caban en el suelo, cuando el primero sintió que le tiraban fuertemente del gabán; volvió la cabeza y oyó que el niño, que no había quitado ojo a las cer­cas de San Claudio, le decía:
-Papá, la guinda.
Satisfecho el Monarca, diole lo prometido y, ade­más, un beso, diciendo:
-Bien está, hijo mío, te has portado como un hombre formal. Bien creí que no ibas a dejarme dar dos pasos sin tirarme del gabán y romperlo, lo cual hubiera sentido mucho, porque traigo el nuevo, el de los días de fiesta.
-En efecto -dijo el cura, que es de una gran clase y de un color «muy señor...».
-Pues bien -siguió el Monarca, puesto que ha sido la primera vez en tu vida que has obrado con formalidad, quiero que, desde hoy, quede memoria de ello, y que para siempre se llame este sitio «Pa­palaguinda».
Con gran satisfacción del Rey y del sacerdote siguieron el paseo hablando del caso estupendo y laudable, hasta que llegaron al convento de San Claudio, a cien varas de allí. Recibióles la comuni­dad con el mayor respeto; diéronle al niño ros­quillas y nueces, contó el Rey lo ocurrido y el abad se lo transmitió a todos los monjes benedictinos para que, por todo el mundo, se llamase «Papala­guinda» lo que antes había sido «Calvario».
Cuando las campanas tocaron la oración y los religiosos de San Claudio hubieron rezado el «An­gelus Domini», acompañados del Rey y del sacer­dote, mientras que el niño tiraba del rabo a un gato, se despidieron estos últimos de aquellos varones pacíficos y se volvieron a la ciudad.

058. Anonimo (Castilla y leon)

No hay comentarios:

Publicar un comentario