Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

Nueve puntas de lengua

Eranse una vez un hermano y una hermana que vi­vían solos en su casa. Poseían una kulla de siete plantas construida con vigas de hierro, abundante ganado y tantas riquezas como el mar.
Un día le dijo el hermano a la hermana:
-Hermana, quédate en casa, yo me marcho a cazar.
Cogió todas sus armas y echó a andar en dirección a las cumbres. Busca que busca, acabó encontrándose con el divi. Era éste un ser sorprendente y poderoso, con un solo ojo en la frente, pero hermoso de aspecto.
Trabaron feroz combate cuerpo a cuerpo y durante dos horas estuvieron peleando, para acabar dejando el lugar de la refriega como un campo labrado. Por fin el joven venció al divi, lo condujo a su casa y lo encerró en el piso más alto, sin permitir que nadie acudiera a verlo.
Pasado algún tiempo volvió a antojársele salir de caza.
-Hermana -le dijo, me voy de caza. Puedes entrar en todas las habitaciones, pero guárdate de hacerlo en las del piso más alto.
Cargó sus armas, montó a lomos del caballo blanco y se dirigió hacia las cumbres.
"¿Por qué me habrá dicho, pensaba la hermana cuando el joven se hubo marchado, que no entre en el piso más alto? ¿Qué es lo que esconderá allí?" Acto seguido subió al último piso, abrió con su llave las habitaciones y encontró al divi car­gado de cadenas. "¡Vaya, se dijo, qué hombre más apuesto es! Es justo lo que yo necesito". Se le acercó, cambió dos pala­bras con él y llegaron al acuerdo de tomarse mutuamente.
-¿Pero cómo vamos a ingeniárnoslas -le preguntó ella- para librarnos de mi hermano?
-Fácilmente -le respondió él.
-Simula estar enferma y pídele que te traiga la leche de la madre de Musha, que es un hombre muy fuerte y seguro que conseguirá vencerlo.
Tal como le había dicho el divi actuó ella. Cuando su hermano volvió de cazar, la encontró tendida en el suelo, ante lo cual se puso a llorar y a llamarla, creyendo que está agonizando.
-Estoy muy enferma, me temo que no tenga salvación -­le dijo ella con voz apagada.
-¡Maldita sea! ¡Cómo me va a dejar ahora el Señor sin mi herma-na! -gemía el muchacho entre sollozos.
-¿No conoces alguna hierba que pueda curarte? Por ti, estoy dispuesto a ir al fin del mundo en su busca.
-Si no consigue curarme la leche de la madre de Mus­ha -le respondió ella, no sé qué otra cosa podrá hacerlo.
-Yo te traeré la leche de la madre de Musha, no te preo­cupes más.
Cargó sus armas, montó a caballo y se dirigió directa­mente a la kulla de Musha, que era un hombre de gran for­taleza y que no tenía rival en aquellos contornos. Cuando vió al muchacho acercarse a la kulla le dijo a grandes voces:
-¡Ooo! ¿Quién eres tú que te atreves a penetrar en mis dominios?
-He venido -le respondió el muchacho, en busca de la leche de la madre de Musha para usarla como remedio.
-¡Pero cómo tienes siquiera la osadía de intentarlo -dijo el otro entonces, si no lo han conseguido los hombres más fuertes! ¡Ahora verás quién es Musha!
Se abalanzó sobre el muchacho, se aferraron salvajemente el uno al otro y ora caía éste ora aquél, hasta que el mucha­cho logró derribar por fin a su oponente y sacó la espada para cortarle la cabeza.
-No me mates -le rogó Musha; te entregaré la leche y seremos amigos para siempre.
Accedió el muchacho y le perdonó la vida. Seguidamente Musha le entregó la leche junto con una manzana y le dijo:
-Coge esta manzana. Cuando te encuentres en un gran aprieto, basta con que la huelas y yo acudiré en tu ayuda al instante.
Cogió el joven la leche y la manzana y regresó a su kulla. Se sorprendió su hermana al verlo, tras lo cual corrió de nuevo a ver al divi y le dijo:
-¿Qué vamos a hacer con este hombre? Ha conseguido traerme la leche de la madre de Musha.
-No te preocupes -le respondió el divi.
-Finge estar enferma una vez más y pídele que te traiga la leche de la madre de Bokshi, pues éste es aún más fuerte y no podrá con él.
Fingió nuevamente enfermar la muchacha y no encon­trar curación. El hermano se desvivía por ella y pasaba el día entero buscando y llevándole toda clase de hierbas, pero ninguna le hacía el menor efecto.
-¿Sabes hermana -acabó preguntándole, si existe algún remedio que pueda sanarte?
-Si la leche de la madre de Bokshi no consigue curarme­le dijo, -dudo que pueda lograrlo ninguna otra cosa.
-Yo te la traeré cueste lo que cueste -respondió el herma­no. Y acto seguido cogió sus armas, montó en su caballo y marchó en derechura a la kulla de Bokshi. Era éste un hom­bre tan vigoroso que era capaz de cortar tres cabezas de un solo tajo.
Cuando vio al muchacho acercarse a su kulla, le increpó gritando:
-¿Quién eres tú que penetras en mis dominios sin en­viarme antes recado?
-No tengo necesidad de enviarte recado -le replicó el muchacho.
-No existe nada ni nadie pueda detenerme en mi camino; dame inmediatamente la leche de la madre de Bokshi, pues la necesito como remedio.
-¿Pero cómo te atreves siquiera? -le respondió el otro.
-Dragones han intentado apoderarse de ella sin conse­guirlo.
Se abalanzó sobre él, se enzarzaron cuerpo a cuerpo y lu­charon a brazo partido durante dos horas, derribándose al­ternativamente el uno al otro; al caer el crepúsculo, el muchacho consiguió dejar tendido a Bokshi, tras lo cual sa­có la espada para matarlo.
-No me mates, concédeme esa gracia -le rogó Bokshi; te entre-garé la leche y seremos amigos para siempre.
-Está bien -accedió el muchacho; no te mataré.
-Toma, hermano querido, este pañuelo. Cuando estés en un gran aprieto, tócate la frente con él y yo no tardaré ni un instante en acudir en tu ayuda.
Cogió el muchacho la leche y el pañuelo y regresó junto a su hermana.
Volvió entonces ella a entrar en la habitación del divi.
-¿Qué vamos a hacer para deshacernos de mi hermano? Ha conseguido traerme también la leche de la madre de Bokshi y no le ha sucedido nada.
-¡Fácil!- le respondió el divi.
-Vuelve a fingir una vez más que estás enferma y pídele la leche de la madre de Tokshi; no logrará salir vivo de entre sus manos.
Volvió a simular ella caer enferma y le dijo a su hermano:
-Si quieres verme restablecida, no existe otra solución que me traigas la leche de la madre de Tokshi.
-Sea cual sea el precio -le respondió el hermano, habré de traértela también.
Cogió una vez más sus armas, montó en su caballo y se dirigió a la kulla de Tokshi. Éste era tan fuerte que había despedazado a tres divi y no había quien le hiciera frente. Cuando vio al muchacho acercarse a su kulla, le gritó:
-¿Adónde te diriges, muchacho, sin haberme enviado an­tes diez cabras y diez pellejos de vino como presente?
-Con nadie tengo yo obligaciones -le replicó el mucha­cho, de modo que entrégame enseguida la leche de la ma­dre de Tokshi.
-Pero cómo te atreves siquiera a decirlo, pobre diablo sin fortuna, -le respondió colérico Tokshi; cuando han venido los divi a por ella y no lo han logrado, ¿vas a conseguirlo tú?
Se lanzó sobre él y combatieron esforzadamente a lo lar­go de tres horas, hasta que el muchacho derribó a Tokshi a sus pies y sacó la espada para degollarlo.
-No me mates, buen muchacho -le pidió Tokshi; te da­ré la leche y te haré amigo de mi corazón.
Tampoco a éste le dio muerte el muchacho. Se levantó Tokshi, le entregó la leche junto con una flauta y le dijo:
-Cuando te encuentres en un gran apuro, sopla esta flauta, pues en cuanto lo hagas yo acudiré al instante en tu ayuda.
Regresó el muchacho a su kulla y su hermana se restable­ció.
Ella se moría de impaciencia por hacer suyo al divi, de modo que acudió nuevamente a verlo y le preguntó:
-¿Qué vamos a hacer para deshacernos de mi hermano? También ha conseguido traerme la leche de Tokshi.
-Pídele -le dijo el divi, que parta una viga de la kulla, pues así le dará el mal y de este modo podremos matarlo.
Acudió ella a ver a su hermano y le preguntó:
-¿Quién construyó la casa con vigas de hierro?
-Fui yo quien las puso -le respondió él.
-¿Y serías capaz de romper una viga de ésas?
-Podría partirla -le dijo él, pero después estaría durante tres días con el mal y no podría sostenerme en pie.
-Me perderás sin remedio -le amenazó ella, si no partes una viga por mí.
-Pero hermana -le replicó el muchacho, ¿cómo quieres obligarme a romper la viga si sabes que luego se apoderará de mí el mal? Pero sea, aunque tenga que partir la viga, yo no podría continuar viviendo si no te tengo a ti.
Se agarró a la viga con las dos manos y tiró, tiró y tiró, hasta que luego de grandes esfuerzos acabó partiéndola en dos como una nuez. En ese mismo instante cayó enfermo y le abandonaron todas sus fuerzas y durante tres días no vol­vió en sí.
Al ver ella a su hermano en tal estado de debilidad, co­rrió a liberar al divi y entre los dos ataron al muchacho de pies y manos.
-¿Lo matamos -preguntó el divi, o esperamos a que despierte?
-Vamos a esperar -le respondió ella, pues tengo unas palabras que decirle.
Esperaron los tres días comiendo y bebiendo y haciendo su gusto y al cabo de ese tiempo volvió el joven en sí, vio a su hermana junto al divi y le dijo:
-¡Qué es lo que has hecho, hermana mía, así te revienten los ojos! ¿Acaso no te he querido bastante? ¿Cuántas veces he puesto a riesgo mi vida por ti?
-Lo tienes bien merecido -le respondió ella, pues me has obligado a permanecer siempre a tu lado y no has queri­do buscarme un hombre.
-Dejáos ya de palabras -les interrumpió el divi; voy a cortarle la cabeza con la espada.
-Que os aproveche mi sangre y mi vida -les dijo el mu­chacho.
-Sólo os ruego que me escuchéis un momento. Ten­go tres herma-nos queridos, los cuales me han dejado tres prendas que llevo siempre conmigo. Antes de morir, acer­cadme esa manzana para que la huela, limpiadme la frente con ese pañuelo y dejadme que toque un instante esa flauta.
-Está bien -acabó por aceptar el divi, te concederemos esa última gracia.
Le acercó la manzana y la olió; le enjugaron la frente con el pañuelo y le dejaron soplar un poco la flauta.
No había transcurrido un instante y aparecieron los tres hombres a los que él había derrotado; nada más verlos, a la hermana y al divi se les fue el color.
-Desatadme, amigos -gritó el muchacho.
Lo desataron, se saludaron, les contó él la traición de su hermana y volviéndose hacia ella y el divi les dijo:
-¿Qué preferís: que os queme envueltos en resina o que os descoyunte con nueve caballos sementales?
-Es mejor que nos mates con los caballos sementales.
Los ató seguidamente a los nueve caballos, azuzó a éstos en nueve direcciones diferentes y los hizo pedazos. Luego se despidió de sus amigos, les dejó en herencia la casa y el ga­nado y partió rumbo a tierras lejanas.
Tras mucho caminar, llegó a la orilla del mar. Allí encon­tró a la hija del rey, toda ella vestida de oro, que estaba llo­rando.
-¿Qué te sucede, muchacha, para llorar de ese modo? -le preguntó.
-Tengo sobrados motivos para estar triste -le replicó ella, pues estoy esperando a que aparezca la kuçedra y me devore. Todos los días se come a una muchacha y hoy me ha tocado el turno a mí. De modo que será mejor que te alejes, no vaya a ser que acabes sufriendo también tú la misma suerte.
-De ningún modo -le respondió él.
-Yo no tengo adón­de ir. Pero si me das tu palabra de que no has de tomar a otro hombre que a mí, o consigo salvarte, o he de morir también yo en el intento.
Le dio la muchacha entonces su palabra y él se sentó a descansar junto a ella y, como estaba muy cansado, al poco rato se quedó dormido. La muchacha velaba su sueño y al ver que la kuçedra se acercaba, no quiso despertar al mucha­cho, sino que comenzó a llorar desconsoladamente, de modo que sus lágrimas fueron a caer sobre el rostro del durmiente.
-Dios mío, ¿qué es lo que está mojando mi cara? -se dijo el muchacho estremecido y al abrir los ojos vio que la hija del rey estaba de nuevo llorando.
-¿Por qué lloras? -le dijo.
-¿Qué ocurre?
-Se está acercando la kuçedra, pero yo no quería desper­tarte de tu sueño.
Se incorporó de un salto el joven, desenvainó la espada y, diciéndose: "Protégeme Dios mío", echó a correr hacia la orilla del mar.
-Acércate, kuçedra, acércate -la llamaba gritando, hoy tienes a dos en lugar de uno.
Se acercó furiosa la kuçedra y abrió sus enormes fauces. Pero el muchacho la esperaba a pie firme enarbolando la es­pada y de un mandoble le cortó una de las quijadas. A con­tinuación le arrancó las nueve puntas que tenía su enorme lengua y las envolvió en un pañuelo.
-Ahora -dijo dirigiéndose a la hija del rey, estáis salva­das tú y todas tus compañeras. ¡Partamos!
Subió al caballo, montó en la grupa a la muchacha y, ca­balgando lleno de contento, se puso a cantar. Al pasar ante dos grandes robles, le dijo ella:
-Guárdate de cantar ahora, pues en estos parajes se es­conde el hombre feroz. A lo peor nos descubre, nos ataca, te mata a ti y a mí me secuestra.
Pero el muchacho no prestó atención a estas palabras y continuó cantando. Lo oyó el hombre feroz, le tendió una emboscada, se arrojó sobre él y lo derribó del caballo. Poco antes de entregar su alma, el muchacho escondió las nueve puntas de lengua bajo una piedra. La muchacha se echó a llorar, pero el hombre feroz la amenazó diciendo:
-Si vuelves a abrir la boca perderás la cabeza. Has de de­cirle al rey todo lo que yo te ordene.
Había hecho saber el rey que al que matara a la kuçedra y cortara las nueve puntas de su lengua, habría de entregarle a su hija por esposa.
Buscó el hombre feroz las nueve puntas de lengua y al no encontrarlas regresó a la orilla del mar, cortó nueve tiras de la lengua de la kuçedra muerta y fue a vanagloriarse ante el rey, diciendo que él había salvado a su hija y había matado al monstruo.
-¿Y dónde tienes -le preguntó el rey, las nueve puntas de la lengua?
-Las nueve punta -le respondió el hombre feroz, se hundieron en el mar, pero le arranqué nueve tiras. La muchacha no pudo decir otra cosa y de este modo le fue prometida al hombre feroz, fijándose allí mismo el plazo para los esponsales.
El muchacho permaneció tres semanas muerto, pero su caballo no lo abandonó un momento, protegiéndolo de los cuervos, las urracas y los perros. Al cabo de las tres semanas, se pudrió la manzana que llevaba entre sus pertrechos y su olor llegó hasta Musha que acudió a todo correr junto al muerto. Se apenó al verlo, cogió el pañuelo y le limpió la cara, y acto seguido apareció Bokshi, soplaron la flauta y llegó también Tokshi.
Una vez juntos los tres, Mucha le habló de este modo al muerto:
-Pobre infeliz, infortunado, si hubiera quien te recompu­siera las carnes, yo me encargaría de repararte los huesos.
-Pobre infeliz, infortunado -dijo Bokshi, si hubiera quien te devolviera el aliento y el vigor a tus miembros, yo mismo me encargaría de recomponer tus carnes.
-Pobre infeliz, infortunado -dijo finalmente Tokshi, si hubiera quien recompusiera tus carnes y tus huesos, yo me ocuparía de devolverte el aliento.
-Amigos -dijo entonces Musha, ¿ponemos manos a la obra, pues no tenemos necesidad de más?
-De acuerdo -respondieron sus compañeros.
Musha reparó sus huesos, Bokshi sus carnes y Tokshi le devolvió el aliento y el vigor a sus miembros.
En cuanto Tokshi le insufló aliento, el muchacho, hasta entonces muerto, se incorporó y con el dorso de la mano comenzó a restregarse los ojos y a mirar sorprendido en torno.
-¡Oh! -exclamó.
-Amigos, me he puesto en vergüenza ante vosotros quedándome dormido, pero escuchad el sue­ño que he tenido: Vi que llegaba a la orilla del mar. Allí en­contraba a la hija del rey llorando, pues le tocaba el turno de ser devorada por la kujedra. Maté al monstruo, corté las nueve puntas de su lengua, puse a la muchacha en la grupa de mi caballo y partí hacia los serrallos del rey. Al pasar junto a dos grandes robles, me tendió una emboscada el hombre feroz, me alcanzó y me dio muerte. Antes de expi­rar, conseguí esconder las nueve puntas de lengua bajo una piedra.
-Pobre amigo -se compadecieron sus tres camaradas, no has tenido un sueño, todo lo que has contado te ha su­cedido realmente. Hemos tenido que acudir nosotros, he­mos reparado tus carnes y tus huesos y te hemos devuelto el aliento. Busquemos ahora bajo qué piedra has escondido las nueve puntas de lengua.
Buscaron por los contornos hasta encontrarlas.
Se incorporó el muchacho, se despidió de sus tres ami­gos, montó a caballo y fue derecho a la residencia del rey. Al llegar, vio al hombre feroz a punto de entrar en el palacio. Sin encomendarse a más, desenvainó la espada y le cercenó la cabeza. En cuanto lo supo la muchacha, corrió a ver al rey y le dijo:
-Padre, éste es el que mató a la kuçedra y me salvó la vi­da, no el hombre feroz. Aquí están las nueve puntas de la lengua que le cortó.
Al verlo el rey abrazó al muchacho y le dijo:
-Tú habrás de ser para siempre mi amigo y te convertirás en rey de este país cuando yo ya no esté.
Y le entregó a su hija por esposa y los desposorios se pro­longaron durante tres semanas.

110. anonimo (albania)

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