Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

Los tres amigos y la bella de la tierra

Un hombre al morir dejó a su mujer encinta. Transcurridos seis meses dio ella a luz un niño y a pesar de toda su pobreza lo crió hasta que cum­plió los quince años. Cuando tuvo uso de razón el muchacho, preguntó a su madre si no poseía algún objeto que hubiera pertenecido a su padre, ya que ella le había hablado de que en un tiempo lo había tenido. La madre le respondió que su esposo le había dejado mu­chas cosas, pero que se había visto obligada a venderlas pa­ra poder criarlo hasta aquella edad. A pesar de todo, él continuó insistiendo, pidiéndole alguna cosa, lo que fuera, con tal de que hubiera pertenecido a su padre. Por fin ella le dijo:
-Me parece que hay una cimitarra guardada desde hace mucho tiempo en el desván de la casa.
El muchacho le pidió que lo alzara en brazos para poder alcanzarla y finalmente la cogió. Llevaba largo tiempo sin limpiar y estaba cubierta de óxido, pero él la pulió hasta de­jarla reluciente y se la colgó en bandolera. Después le dijo a su madre:
-Madre, quiero marchar a tierras extranjeras.
La madre se echó a llorar desconsolada, rogándole que no se fuera, hasta que acabó por decirle:
-Córtame el cuello con el legado de tu padre, después vete, hijo mío.
Pero el muchacho le respondió:
-¿Qué hijo ha degollado nunca a su madre? Yo te ruego que no reniegues de mí, ni que se te rompa el corazón por mi marcha, sino que me bendigas y me continúes querien­do, pues, Dios mediante, no tardaré mucho en regresar.
Tras pronunciar estas palabras decidió cambiarse el nom­bre y se puso Cimitarra, cogió el arma que le dejara su padre y grabó su nuevo nombre en ella. Finalmente echó los brazos al cuello de su madre para besarla, pues debían despedirse, mas no lograron separarse durante un largo rato a causa del llanto y la emoción. Cuando al fin se separaron, besó el mu­chacho la cimitarra y saliendo de la casa le dijo a su madre:
-Queda con salud y por favor no pienses mal de mí, dentro de unos seis meses estaré de vuelta.
Cuando se hubo alejado cinco o seis horas de la aldea, el muchacho llegó a un monte desolado y se detuvo en un cal­vero, extrajo la cimitarra, la besó y volvió a guardarla en su funda. No había transcurrido media hora cuando se encon­tró con un muchacho de su misma edad que le dijo:
-Buen día, amigo.
También él le respondió:
-Bien hallado, hermano.
Le preguntó el otro después:
-¿De dónde vienes y adónde te diriges?
-He salido en busca de fortuna.
-Lo mismo que yo -le respondió.
-Si quieres podemos hacernos hermanos y buscarla juntos.
El joven le echó los brazos al cuello, lo besó y le preguntó por su nombre. El otro dijo que se llamaba Estrella. El le dijo también el suyo: Cimitarra.
Partieron pues los dos y continuaron caminando hasta que los sorprendió la noche. Se detuvieron en un lugar y, luego de conversar durante un rato, se echaron a dormir sin haber comido ni bebido. A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en camino y, media hora más tarde, se toparon con otro muchacho de su misma edad y le dijeron:
-Buen camino, aldeano.
Él les respondió.
-Bueno lo tengáis, hermanos míos.
A lo que ellos le preguntaron:
-¿De qué nos tienes por hermanos?
Y el otro les respondió:
-No lo erais, pero de ahora en adelante lo seréis.
-Ya que tú nos tienes por hermanos -le dijeron ellos, también nosotros te tomaremos por tal.
Le preguntaron su nombre y les dijo que le llamaban Mar. Le dijeron ellos los suyos y se abrazaron los tres y se besaron como tres verdaderos hermanos. Hicieron promesa de que, comoquiera que les fueran las cosas, habrían de mo­rir juntos.
De este modo, pues, emprendieron el camino los tres y andando llegaron a las puertas de una ciudad en la que ha­bía un rey, el cual por aquellos días había hecho cavar una gran zanja y había hecho correr la voz de que a quien salta­ra aquella zanja le entregaría a su hija por esposa, y a quien no lo consiguiera le cortaría la cabeza. Muchos lo intenta­ron con la esperanza de poder salvar el foso, pero cayeron dentro y acto seguido les enviaron al verdugo, el cual les cortó la cabeza a todos. En aquel preciso momento llega­ron los tres amigos y, al ver tanta gente y tanto tumulto, se dijeron:
-Acerquémonos y veamos qué es lo que pasa allí.
Luego de acercarse y escuchar en qué consistía el asunto de la zanja que había que saltar, lo meditaron los tres juntos diciéndose: "Atrevámonos a saltar esa zanja, tal vez lo consi­gamos. Y si no la superamos: sea, moriremos también noso­tros". Mar dijo que era muy ancha y que no la iban a poder saltar. Cimitarra cogió una piedra del suelo, se la entregó a Mar y le dijo que la arrojara al otro lado del foso; cuando lo hizo le preguntó:
-¿Era muy pesada la piedra?
Mar le respondió que no más de cinco dërhemë [1].
-Igual de pesados seremos nosotros al saltar -dijo Cimi­tarra.
Y sin esperar a más, se colocó entre los dos, Estrella y Mar, los agarró bien con ambos brazos y se lanzó con ellos al otro lado con gran ligereza, tanto que toda aquella multi­tud que se había congre-gado quedó maravillada al verlos saltar. El rey, por su parte, impre-sionado también, ordenó al instante que los recogieran en carroza, los condujeran a pa­lacio y los llevaran a su presencia. Una vez ante él les pre­guntó:
-¿Cuál de vosotros tomará a mi hija por esposa?
Cimitarra respondió que la tomaría Estrella. El rey dio orden entonces de que se preparan los esponsales. A conti­nuación preguntó a Cimitarra y a Mar qué recompensa de­seaban, pues él le daría pronto cumplimiento. Cimitarra respondió que se la diera a Mar, pues él no quería nada pa­ra sí.
Unos días después de la boda, Cimitarra pidió licencia a Estrella y a Mar para marcharse. Pero ellos le replicaron con aflicción:
-¿Tan frágil es nuestra hermandad, que te pide el cora­zón ausen-tarte y dejarnos a nosotros aquí?
Cimitarra les respondió que su hermandad era imperece­dera:
-Aquí tenéis, os dejo esta prenda en vuestra puerta, si veis que empieza a gotear sangre, deberéis salir de inmediato en mi busca hasta encontrarme, porque eso significará que estoy atravesando días negros.
-Se abrazó pues con ellos y partió.
Tras hacer, ahora en solitario, tres o cuatro días de cami­no, llegó a cierto lugar donde el camino se separaba en siete direcciones. Había allí una torre en la que vivía una ancia­na, a quien Cimitarra preguntó adónde conducían aquellos caminos y después de enterarse eligió el camino de la Bella de la Tierra. Entonces la anciana le dijo:
-No hagas eso, hijo, perderás la cabeza y tu juventud inútilmente, por ese camino se han internado reyes con enormes ejércitos y no han conseguido llegar al lugar donde pretendes ir tú, sin ayuda de nadie.
A continuación Cimitarra escribió unos mensajes en el muro de la torre y le encomendó a la anciana que si llega­ban dos valientes preguntando por él, les mostrara aquellos escritos y el camino que había tomado.
Continuó avanzando y poco más allá se encontró en mitad del camino a los seis cachorros de la kuçedru, que enseguida lo atacaron pretendiendo devorarlo, pero él desenvainó la ci­mitarra y los degolló a todos. Siguió adelante, divisó el pala­cio de la Bella de la Tierra y según avanzaba en dirección a él encontró un manantial junto al camino y se detuvo un instante junto a él. Lo vio la Bella de la Tierra y le dijo a la kuçedra:
-Se acerca un joven valiente vestido con ropas blancas.
Y ella le respondió:
-Pues mira desde la ventana cómo bebe agua del manan­tial. ¿Con la mano o arrodillándose?
El joven se hincó de rodillas, colocó la cabeza bajo el ca­ño y bebió. Entonces le dijo la kuçedra a la Bella:
-Ese hombre me hace temblar.
En el exterior del palacio había un manzano que tenía muchas ramas y frutos. Cuando Cimitarra se acercó a él, ella lo observaba por ver si saltaba para coger la manzana más grande. El muchacho saltó y cogió la manzana con los dientes, no con la mano. En cuanto esto vio la kuçedra ex­clamó:
-¡Oh, de este hombre no tengo escapatoria!
Llegó él a la puerta del palacio, penetró directamente en el interior y les dijo:
-¡Buen día tengáis!
Pero la kuçedra le respondió con resentimiento:
-¿Cómo te has atrevido a venir aquí?
A lo que él replicó burlonamente:
-De igual modo que te has atrevido tú.
Ella enrojeció de cólera y ya se preparaba para arrojarse sobre Cimitarra, pero él logró desenvainar rápidamente su arma, se lanzó sobre ella y la partió en dos. De este modo hizo suya a la Bella de la Tierra. Transcurridas algunas se­manas, llegó a oídos de los reyes que un valiente había matado a la kuçedra y tomado a la Bella por esposa, y al punto se pusieron todos en marcha y en un instante llega­ron a la encrucijada de los siete caminos. Le preguntaron a la anciana:
-¿Quién ha pasado por aquí en dirección a la Bella de la Tierra?
Y ella les dijo:
-Un jovencito de dieciséis años.
Tras deliberar acerca de la situación, decidieron atacarlo y partie-ron a todo correr sobre él. Le combatieron durante veinticuatro días, mas no consiguieron el menor resultado y hubieron de regresar de vacío. En el camino de vuelta, de­rrotados, acudieron de nuevo a casa de la anciana y le encar­garon que acudiera a visitar a la Bella y averiguara de qué medios se había valido para tomarla aquel muchacho. La Bella de la Tierra le dijo a la vieja:
-Nada más llegar, entró lleno de resolución, mató a la kuçedra con gran facilidad y me hizo suya.
La vieja le dijo entonces que le preguntara ella misma al mucha-cho en qué se fundaba todo su valor. Al cabo de unos días, la Bella le preguntó a Cimitarra:
-¿En qué se basa toda esa valentía de que haces gala?
Y él, infeliz, por el amor que le tenía, le refirió que todo su valor se debía a su cimitarra y que si alguien se la arreba­taba, quedaría completamente indefenso y perdido. De este modo fue como, en poco tiempo, la vieja encontró el medio de jugársela al muchacho, le robó la cimitarra y la arrojó al mar.
Desde el mismo instante en que arrojaron su talismán al mar, Cimitarra cayó en gran postración, quedando al borde de la muerte. La vieja regresó a su torre satisfecha y les dio la noticia a los reyes de que quien quisiera apoderarse de la Bella de la Tierra sin necesi-dad de ejército ni de combatir, podía acudir, pues había llegado su día. De este modo los reyes, en cuanto se enteraron, emprendieron la marcha con­tra Cimitarra. Pero antes de que la vieja pudiera informar­les, los hermanos del muchacho habían visto su prenda goteando sangre y habían partido a todo correr en busca de su compañero. Y así, Estrella y Mar llegaron junto a Cimi­tarra mucho antes que los reyes y le preguntaron a la Bella de la Tierra.
-¿Dónde está la cimitarra de nuestro hermano?
Ella les dijo que se la habían quitado y la habían tirado al mar. Así que Mar se puso en acción al momento, se arrojó al mar, encontró la cimitarra y se la restituyó a su hermano, el cual, en cuanto la preciosa arma estuvo junto a él, se res­tregó los ojos y dijo:
-¡Ah! He dormido demasiado.
Pero al ver a sus hermanos junto a él comprendió que ha­bía sido víctima de algún mal.
En éstas llegaron también los reyes con intención de ata­carlos, y lo hicieron con hombría pero, como Cimitarra es­taba ya repuesto, fueron derrotados nuevamente y hubieron de retirarse desbaratados. Después de haber triunfado tam­bién de esta batalla, Cimitarra cogió a la Bella de la Tierra con todas sus pertenencias y partió rumbo a su tierra, en di­rección a la casa de su madre, en compañía de sus dos her­manos. Emprendieron pues la marcha y al llegar a la encrucijada de los siete caminos, se detuvo para obsequiar a la vieja con grandes regalos, diciéndole:
-Te gratifiqué por el bien que me hiciste y arrojaste mi cimitarra al mar. Ahora ten la bondad de enviarles recado a esos reyes que vinieron a combatirme de que yo, el que se apoderó de la Bella de la Tierra, abandona estas tierras y se dirige a su país. Si lo desean y sienten nostalgia de mí, pueden acudir de nuevo a combatirme, yo los espero con mil amores.
-Y finalmente le dijo a la vieja:
-Gracias y queda con salud.
Y se separaron.
En el camino de regreso se detuvieron a ver al rey, el sue­gro de Estrella, y le pidieron su consentimiento para mar­char a su tierra, llevando a su hija con ellos. Pero el rey les respondió.
-Vosotros dos podéis ir donde queráis, pero mi yerno y mi hija se quedarán aquí conmigo.
Cimitarra le respondió que si ellos eran de la misma opi­nión, podían quedarse allí, pero Mar y él debían partir. En­tonces Estrella replicó ante las mismas narices del rey:
-Por nada del mundo, ni siquiera por la hija del rey, me separaré yo de vosotros, hermanos.
Terció una vez más el rey diciendo:
-Lo quieras o no, habrás de separarte.
Ante lo cual Cimitarra le replicó al rey:
-¿Qué significa ese "lo quieras o no"? ¿A nuestro herma­no Estrella lo vas a obligar a quedarse aquí contra su volun­tad? No ha nacido aún la persona que consiga retener a ninguno de los tres por la fuerza.
Acto seguido el rey le ordenó a su chambelán:
-Coge a estos hombres y enciérralos en una mazmorra.
Se anticipó luego Cimitarra diciéndole al rey:
-Manda decir a tu hija que venga y veamos qué es lo que decide ella.
Y el rey lo ordenó y le llevaron a su hija. Entonces le dijo Cimitarra a Estrella:
-Coge con un brazo a tu esposa y con el otro a Mar y marchad, no sin antes desearle salud al rey.
Al escuchar estas palabras el rey quedó boquiabierto. Lla­mó enseguida al jefe de la guardia y le encomendó que en cada puerta no hubiera menos de cuatro centinelas. Estrella se puso en pie, se irguió en mitad de la estancia y le dijo al rey:
-Te doy las gracias, suegro mío, queda con salud.
Y se arrojó por la ventana con su mujer y con Mar, y se fueron los tres. Quedó solo Cimitarra. El rey, al ver aquello, se abalanzó sobre la ventana por averiguar si se habían des­calabrado al tirarse desde tanta altura y, cuando comprobó que no habían sufrido daño, se encolerizó no sabiendo qué partido tomar. A continuación ordenó que mataran a Cimi­tarra. Pero éste le increpó del modo siguiente:
-¿Y por qué vas a matarme a mí?
-Porque tú eres la causa de que se haya ido mi hija.
Cimitarra le dijo:
-Pues intenta hacerme volver atrás.
A continuación se levantó, cogió a la Bella de la Tierra para marcharse y cuando los centinelas quisieron impedir que saliera, sacó la cimitarra y les dio muerte a los cuatro. Marchó entonces y poco después alcanzó a sus hermanos.
Luego de presenciar todo esto el rey, incluso cómo habían matado a sus guardias, ordenó que se reuniera a toda prisa el ejército y saliera en persecución de los fugitivos, con la advertencia de que, si no lograban reducirlos con vida, los atacaran y los mataran. Cuando cayeron en la cuenta de que les perseguía el ejército, los tres hermanos se detuvieron y esperaron a que se acercara. Las tropas les mandaron poco después un emisario que les dijo:
-O regresáis de buen grado junto al rey o se os echará encima todo el ejército y os destrozará.
Y ellos respondieron:
-Vosotros haced lo que os haya ordenado vuestro señor, pues nosotros no tenemos intención de volver.
Regresó el emisario junto a las tropas y les comunicó que se negaban a regresar voluntariamente.
Instantes después se les vino encima el ejército y ellos lo espera-ron a pie firme. Pero al ver todo aquel enjambre que corría hacia ellos, se adelantó Cimitarra y les gritó:
-Detened un momento la batalla. ¿Qué es lo que preten­déis vosotros? ¿Qué imagináis? ¿Acaso lo que deseáis es que os deje tendidos aquí mismo a todos? Regresad os digo.
Y ellos, aunque estas palabras les hicieron fuerte mella, no se amedrentaron, sino que volvieron a acometerlos. En vista de la situación, Cimitarra les dijo entonces a sus her­manos:
-Coged vosotros a las mujeres y marchad delante.
Y una vez solo, desenvainó su preciado talismán y se lan­zó contra sus atacantes y dio muerte a setecientos, incluyen­do al principal de ellos. El infortunado ejército, derrotado y desbaratado en aquel día aciago, tras ver que había caído su jefe, huyó a la desbandada sin esperar a que lo sustituyera un segundo. De este modo Cimitarra pudo reemprender su camino y alcanzó a sus hermanos en el lugar donde le espe­raban.
Ya todos juntos, echaron nuevamente a andar y al cabo de tres días llegaron a la casa de Cimitarra. Al saludar a la madre de éste, le dijeron:
-¡Bien hallada seas, madre nuestra!
Y ella con gran sorpresa les respondió:
-¿Quiénes sois vosotros para llamarme madre?
Y ellos le replicaron:
-Así nos lo ha encomendado tu hijo, quien puede que venga también uno de estos días. Hemos apostado con él que no lo recono-cerás cuando llegue.
A lo que ella les respondió:
-Reconocería a mi hijo aunque viniera entre quinientos.­
Y al decir estas palabras se apoderó de ella la congoja y se echó a llorar. Le preguntó entonces Estrella:
-De entre nosotros tres ¿quién es tu hijo?
Ella les observó mejor y cuando se hubo repuesto consi­guió distinguir a su hijo y lo reconoció. Cayó de rodillas an­te él, sin poder contener el llanto. Se arrojó después en brazos del muchacho y lo besó con gran pasión, y besó tam­bién a los demás, y también a sus mujeres.
Pasado algún tiempo, una vez que se hubieron estableci­do en el lugar, les dijo Cimitarra a sus dos amigos:
-¿Somos tres hermanos, o sólamente dos?
Estrella respondió:
-Somos tres.
-Y si somos tres, ¿por qué no tenemos más que dos mu­jeres?
Terció Mar diciendo:
-Qué más da, no tiene importancia.
Entonces dijo Cimitarra:
-Pues a ti te haremos rey de todo nuestro país.
Y le hicieron rey y reinó durante toda su vida. Y mientras vivieron fueron los tres por siempre hermanos del alma.

110. anonimo (albania)



[1] Antigua unidad de medida turca, equivalente a la cuadricentésima par­te de un oke, que a su vez equivale a un kilogramo y medio aproxima­damente.

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