Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 27 de julio de 2012

La zapatilla de oro


Un rey salió de caza con sus invitados y, siguiendo a una pieza, se despegó del grupo de tal manera que, al rato, empezó a echarse la tarde encima y vio que nadie le seguía, con la excepción de un conde de su corte. Entonces decidieron ambos buscar cobijo en alguna parte y quiso la casualidad que dieran con una casa en medio del campo.
En la casa vivía un matrimonio que tenía una hija muy guapa y muy bien dispuesta y en seguida ofrecieron posada al rey y a su acompa-ñante.
En la casa no tenían mucho de comer, pero buscando buscando una cosa buena para el rey prepararon dos perdices y las guisaron y las trajeron a la mesa.
La muchacha partió las perdices y le dio las cabezas a su padre, las alas a su madre, los cuerpos al rey y a su acompañante y ella se quedó con las patas. Al ver este reparto, el joven conde que iba con el rey dijo:
‑Estas perdices no están bien repartidas, pues nos toca a nosotros la mayor ración y eso no está bien.
Y dijo la muchacha:
‑Sí, señor, que está bien, porque vea usted: la cabeza es para mi padre, porque es mi padre y la primera persona de la casa; las alas son para mi madre, que es la segunda persona de la casa; el cuerpo es para ustedes, que son los huéspedes. Y como yo soy la que va de acá para allá, pues para mí son las patas.
Dicho lo cual, todos aceptaron la explicación y se pusieron a comer. Y el joven conde se fijó en la muchacha porque le pareció muy lista, además de guapa y dispuesta.
Terminada la cena, se fueron a acostar; y le dijo el joven conde al rey:
‑Tanto me ha gustado esa muchacha que me parece que me he enamorado y, si me quisiera, bien que me casaba con ella, porque no busco una mujer que tenga muchos bienes sino una que me guste aunque no tenga nada.
Y le dijo el rey:
‑Pues nada, mañana por la mañana le pides a los padres la mano de la muchacha.
Así lo hizo al día siguiente, y el padre de la muchacha le contestó que ellos no eran dignos de que su hija se casase con él, pues no eran nobles sino artesanos pobres. El joven conde insistió en que le preguntaran a ella, pues si aceptaba, él se casaba con ella sin preocuparse de su condición. Llamaron a la muchacha y, cuando le dijeron que el conde la pretendía, dio su consentimiento. Y en unos pocos días se celebraron las bodas.
Pasó algún tiempo y un día, en palacio, el rey se dirigió al joven conde y le preguntó por su esposa, porque desde el día del matrimonio ya no había vuelto a verlos y sentía curiosidad. Y el conde le dijo:
‑Ni aunque hubiera dado mil veces la vuelta al mundo hubiera encontrado una esposa mejor, ni más guapa, ni más dispuesta, ni más fiel y cariñosa que ella.
Esto lo escuchó uno de los ministros del rey, y comentó en voz alta para que le oyeran:
‑No lo creo, que bien se sabe que todas las mujeres son el diablo.
Y dijo el joven conde:
‑¿Que mi mujer es el diablo? Pues es la más honesta y buena que se pueda encontrar en el mundo.
‑¡Ajá! ‑dijo el ministro‑. ¿Eso es lo que crees? Entonces vamos a apostar la cabeza a que no es tan honesta como tú crees.
‑Apostada está ‑contestó el conde irritado
‑Pues el rey es testigo ‑dijo el ministro.
Acordaron que el conde estaría ocho días sin volver a su casa y, mientras tanto, el ministro intentaría hacerla pecar. Y allí se quedó el conde, en el palacio del rey, esperando que pasasen los ocho días.
Entonces el ministro fue a la casa del conde y pidió ver a la señora, pero ella mandó decir a la criada que no quería ver ni hablar a otro estando su marido fuera. El ministro no desesperó y continuó insistiendo y así un día le decían que no estaba la señora, otro que había salido, otro que no podía recibirle. Y empezaron a pasar los días y el ministro se desesperaba pues no veía el modo de llegar a ella porque ella no consentía.
Así que empezó a pensar qué podría hacer antes de que se cumplieran los ocho días, pues si no perdería su cabeza, y en esto le vino la idea de buscar a la peinadora de la condesa y le dijo que le daría tres talegos de oro si le daba tres señas de la condesa. La peinadora le dijo que sí. Al día siguiente, estaba atendiendo a la condesa, y ésta dejó sus anillos en el tocador para lavarse y entonces le quitó un anillo muy bonito que le había regalado el conde; luego, cuando la peina-ba, le cortó un mechón de su cabello sin que se diera cuenta; y luego se fijó que tenía un lunar en el pecho derecho. Y apenas salió de la casa del conde, la peinadora fue a ver al ministro y le dio las tres señas de la condesa.
El ministro se fue tan contento al palacio y llamó al rey, al conde y a testigos. Como era el octavo día, el rey le dijo:
‑¿Cómo es que no has podido venir hasta hoy?
Y decía el ministro:
‑Pude venir antes, pero me estuve aprovechando.
Entonces el conde le amenazó con matarlo allí mismo, pues no lo creía; y dijo el ministro:
‑¿No lo crees? Pues mira este anillo y dime si lo conoces ‑y le mostró el anillo‑. Dime si conoces este pelo ‑y le mostró el mechón‑. Y dime si tu esposa no tiene un lunar en el pecho derecho.
El conde, anonadado, reconoció las tres señas. Entonces dijo el rey:
‑Que llamen al alguacil para que prenda al conde y al cabo de tres días le corten la cabeza.
Conque encerraron al conde y quedó en capilla a la espera de que le decapitaran. Como a los presos les dejaban pedir un deseo, el conde pidió que le dejaran escribir una carta a su esposa. Entonces le explicó en la carta lo sucedido y le preguntaba si era cierto que había estado con el ministro, que él creía que no y que por eso había apostado su cabeza.
La condesa se dio cuenta en seguida de la situación y, sin perder más tiempo, se fue buscar a un orfebre y le encargó que le hiciera una zapatilla de oro en veinticuatro horas.
El orfebre se echó las manos a la cabeza y dijo:
‑¡Una zapatilla de oro en un solo día! ¡Eso es imposible!
‑Pues en un día ha de ser, que no hay nada que no se pueda hacer si uno quiere.
‑Bien ‑dijo el orfebre‑, pero me dará usted el doble de lo que vale.
La condesa aceptó y luego se fue a ver a una modista y le encargó una túnica de terciopelo morado y sucedió lo mismo, pero se avino a hacerla porque la condesa le pagó el doble de su valor. Total, que al día siguiente, la condesa vistió la túnica, puso la zapatilla en una bandeja y se fue a la puerta del palacio del rey y empezó a decir en voz muy alta, para que la oyeran desde el palacio:
‑¡Pido justicia al cielo, que en la tierra no la encuentro!
Lo gritó una y otra vez hasta que llegó a oídos del rey; y éste dijo:
‑¡Quién dice tal! Yo soy un rey que hace justicia a todos por igual y no me vendo por dinero.
Y añadió:
‑¡Traedme inmediatamente a esa mujer!
Así que estuvo en presencia del rey, éste le preguntó:
‑¿Qué es lo que va usted diciendo por ahí?
‑Que no encuentro justicia en la tierra y por eso la pido al cielo; porque hay un hombre que me ha robado una zapatilla como ésta, tomán-dola de m¡ alcoba, y ese hombre es... ‑y dijo el nombre del ministro del rey.
El rey, al oír esto, mandó al alguacil que trajera a su presencia al ministro. Cuando llegó éste, la condesa repitió su acusación; y dijo el ministro:
‑¡Qué dice esta loca! ¡A esta mujer yo no la he visto en mi vida!
Y dijo la condesa:
‑¿Dice usted que nunca me ha visto, ni me conoce, ni me ha robado la zapatilla de oro?
El ministro volvió a negar y ella insistió:
‑Jura usted que nunca me ha visto ni me conoce? ¿Lo jura usted tres veces sin desdecirse?
Y el ministro contestó:
‑Sí, señora, tres veces y cuantas fuera necesario. Que yo no la he visto a usted nunca ni la conozco de nada.
Entonces la condesa le dijo:
‑Entonces ¿por qué dice usted que ha dormido conmigo?
Quedaron los presentes suspensos ante esta pregunta y dijo la condesa al rey:
‑Señor, mandad llamar a mi marido, que yo soy la campesina que ustedes encontraron yendo de caza y con la que el conde se casó y habéis oído jurar que no he sido infiel a mi marido.
El rey y toda la corte quedaron maravillados de la agudeza de la muchacha. Mandaron llamar en seguida al conde, que en cuanto vio a su esposa se abrazó a ella y luego perdonaron la vida al ministro, pero el rey lo desterró para siempre de su corte.

003. anonimo (españa)

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