Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

La pastorcilla que se casó con el rey


La pequeña Metty era una pastorcilla: cada mañana llevaba a su rebaño de ovejas a pastar. A veces las guiaba a través de valles y colinas, pero sobre todo le gustaba llevarlas al prado que había al borde del sendero. En aquella época reinaba en la región un hermoso joven y, un día, decidió correr mundo para encontrar una esposa. Ésta debía ser bella, de origen noble, pero sobre todo modesta, labo-riosa y sincera. Ninguna que no tuviera esas virtudes le convenía. Tomada esta decisión, un mañana el rey montó en su caballo y partió.
Después de mucho cabalgar, el camino lo condujo muy cer­ca del prado donde estaba la pequeña Metty. Cuando el rey vio a la pastorcilla, la saludó amablemente y le dijo:
-Dios te bendiga, pequeña, ¿cómo estás?
-Bastante bien, gracias -respondió la pequeña Metty, aun­que esté vestida con estos harapos. Pero, cuando me case con el rey, tendré vestidos recamados en oro.
-Eso no ocurrirá nunca -repuso el rey.
-Oh, sí, estoy segura -dijo la pequeña Metty y el rey siguió su camino a caballo.
Después de mucho cabalgar, llegó finalmente a un reino ex­tranjero, donde se enamoró de una princesa: era muy bella g to­dos hablaban de su modestia. El rey pidió su mano y, cuando se la concedieron, invitó a su prometida a que le hiciese una visita antes de la boda. Y así, muy contento, volvió a palacio.
Pasados unos días, la princesa partió de su tierra con un ma-jestuoso séquito, camino del reino de su prometido. Cabalgó mucho tiempo, hasta que llegó al lugar donde pastaba el rebaño de la pequeña Metty. Cuando la princesa vio a la muchacha, la saludó amablemente y le preguntó:
-Buenos días, pequeña Metty, ¿cómo está el rey?
-Muy bien -respondió la pastorcilla, pero en el umbral de su castillo hay una piedra, y esa piedra revela el carácter de cual­quiera que pasa encima de ella.
La princesa prosiguió el viaje y, poco después, llegó al casti­llo del rey. En cuanto apoyó el pie en el umbral, una voz gritó:

Señor, la joven te quiere engañar,
su modestia no es nada sincera:
de su apariencia no te has de fiar,
no la elijas como compañera.

El rey escuchó lo que decía la puerta y se negó en redondo a bajar al encuentro de la princesa: ¡su mujer debía ser modesta de verdad!
Así, pues, la princesa tuvo que regresar tan callada como ha­bía llegado.
Poco tiempo después, el rey decidió emprender un segundo viaje en busca de una mujer. Por la mañana temprano montó en su caballo y traspuso la puerta de su castillo. De nuevo cabalgó durante varias horas hasta que el sendero lo condujo al sitio donde pastaba el rebaño de la pequeña Metty. Cuando el rey vio a la pastorcilla, la saludó cortésmente y le dijo:
-Dios te bendiga, pequeña Metty, ¿cómo estás?
-Bien, gracias -respondió la pequeña Metty, aunque esté vestida con estos harapos. Pero cuando me case con el rey tendré vestidos recamados en oro obrizo.
-Eso nunca ocurrirá -exclamó el rey.
-Sí, estoy segura de que sí -respondió la pequeña Metty y el rey siguió su camino a caballo.
Después de mucho cabalgar, finalmente llegó a otro reino, donde se enamoró de otra joven princesa extranjera. Ésta era más bella que la primera y la gente hablaba largo y tendido de su actitud laboriosa. El rey pidió su mano y, cuando el padre se la concedió, invitó a su prometida a que le hiciese una visita antes de la boda. Después, muy contento, volvió a palacio.
Pasados unos días la princesa, con un séquito de gallardos caballeros, dejó su reino para dirigirse al castillo del rey. Cabal­gó mucho tiempo hasta que el sendero la condujo al lugar don­de estaban la pequeña Metty y su rebaño. Cuando la princesa vio a la pastorcilla, la saludó amablemente y le preguntó:
-Buenos días, pequeña Metty, ¿cómo está el rey?
-Bien, gracias -respondió la pequeña Metty, pero en el um­bral de su castillo hay una piedra, y esa piedra revela el carácter de quien pasa por encima.
La princesa prosiguió su viaje y llegó al castillo del rey. En cuanto apoyó el pie en la piedra del umbral, una voz gritó:

Señor, la joven te quiere engañar;
poco modesta y nada laboriosa,
de su apariencia no te has de fiar,
no la debes tomar como esposa.

Y de nuevo la boda del rey se quedó en agua de borrajas. ¡Al fin y al cabo, su mujer debía ser sincera! Así, la princesa extran­jera volvió a su reino llena de vergüenza y sin marido. Y el rey salió por última vez a buscar una mujer. Por la mañana tempra­no montó en la silla y espoleó su caballo. Después de mucho ca­balgar, de nuevo el camino lo condujo a donde la pequeña MettU tenía su rebaño pastando. Cuando vio a la pastorcilla, el rey la saludó amablemente y le preguntó:
-Dios te bendiga, pequeña Metty, ¿cómo estás?
-Bien, gracias -respondió la pequeña Metty, aunque vista estos andrajos. Pero, cuando me case con el rey, tendré vestidos de oro obrizo.
-¡Jamás se verá algo semejante! -gritó el rey.
-Oh, sí, claro que se verá -replicó la pequeña Metty.
El rey prosiguió su camino hasta otro reino lejano, y allí se enamoró de otra princesa extranjera. Era mucho más bella que las demás y todos proclamaban que era modesta, laboriosa g sincera. El rey pidió su mano p, una vez dada la promesa de ma­trimonio, invitó a su futura esposa a que le hiciese una visita a su castillo antes de la boda. Y emprendió contento el regreso.
Un tiempo después, la princesa, con numeroso séquito, fue a visitar a su futuro marido. Cabalgó mucho tiempo hasta que el camino la condujo al lugar donde pastaba el rebaño de la pe­queña Metty. La princesa vio a la graciosa pastorcilla, la saludó amable-mente y le preguntó:
-Buenos días, pequeña Metty, ¿cómo está el rey?
-Bien -respondió la pequeña Metty, pero en el umbral de su castillo hay una piedra, y esa piedra revela el carácter de cual­quier persona que pasa por encima.
La princesa pensó un poco y le pidió a la pequeña Metty que se dirigiese al castillo en su lugar. La pequeña Metty aceptó la propuesta con gusto, se quitó sus harapos, se puso los vestidos de raso y seda de la princesa y cabalgó hacia el castillo del rey. Cuando se detuvo en el umbral, una voz gritó:

Señor, prepara una espléndida fiesta
para la joven que aquí se detiene.
Laboriosa, sincera y modesta,
es la mujer que a ti te conviene.

-¡Con esta joven me casaré, y no habrá ninguna otra! -gritó el rey al escuchar las palabras de la piedra.
Y, para reconocer siempre a su esposa sin equivocarse, tren­zó en sus cabellos un lazo de oro. Después le dijo que volviese a casa, con la promesa de que no tardaría en pasar a verla para pe­dirla en matrimonio.
La pequeña Metty regresó al prado donde pastaban las ove­jas, devolvió a la princesa sus hermosos vestidos y se puso de nuevo sus viejos harapos. Y la princesa extranjera se fue a su rei­no a esperar la llegada de su futuro esposo.
El esposo no tardó demasiado en salir de nuevo. Una mañana montó en su caballo y partió decidido a recoger a su esposa. El camino, como las otras veces, lo condujo hasta el sitio donde la pequeña Metty hacía pastar a las ovejas. Cuando el rey volvió a ver a la hermosa pastorcilla, la saludó amablemente y le pre­guntó:
-Dios te bendiga, pequeña Metty, ¿cómo estás?
-Bien, gracias -respondió la pequeña Metty, aunque lleve estos harapos. ¡Pero cuando me case con el rey, llevaré vestidos de oro obrizo!
-¡Eso no sucederá jamás! -gritó el rey.
-Oh, sí, claro que sucederá -replicó la pequeña Metty y, di­cho esto, sacudió su cabeza y algo brilló entre sus cabellos.
El rey se le acercó y ¿qué fue lo que vio? La pequeña Metty llevaba el lazo de oro que él mismo había puesto en la cabellera de su futura esposa. El rey comprendió enseguida lo que había ocurrido. Y cuando se dio cuenta de que no encontraría en su vida una mujer mejor y más hermosa en todo el mundo, montó a la pequeña Metty en su caballo y la condujo al castillo real.
Y así, finalmente, se hicieron realidad las palabras de la pe­queña Metty: la pastorcilla se casó con el rey y usó vestidos re­camados en oro obrizo.

031. anonimo (dinamarca)

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