Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La muerte del diablo

Erase que se era un joven valiente y muy apuesto que no hacía otra cosa que ir de caza por las montañas y los bosques. Cuando se sentía cansa­do, se tumbaba al pie de un roble y allí se aco­modaba y dormía. Se hallaba así tendido a la sombra cuando lo vieron tres Damas Exteriores que acerta­ron a pasar por allí. Ellas se alegraron mucho al verlo y una dijo:
-Quiero que este valiente sea capaz de convertirse en abeja cuando lo desee.
Dijo la segunda:
-Yo le confiero la facultad de transformarse en halcón cuando se le antoje.
Y la tercera:
-Pues yo le concedo la capacidad de convertirse en dra­gón, con la fuerza de los siete dragones, siempre que quiera.
Cuando las tres se hubieron ido, despertó el joven y, co­mo había escuchado sus palabras mientras dormía como si se tratara de un sueño, se dijo para sí:
-Vamos a ver si es verdad que soy dueño de transformar­me cuando lo desee. Y gritó:
-¡Hombre soy y en abeja me quiero convertir!
No había aún acabado de pronunciar estas palabras cuando quedó realmente convertido en abeja. Luego qui­so ser halcón y en halcón se transformó, más tarde en dragón y al instante fue dragón. Todo satisfecho se dijo entonces:
-Ahora he de tomar por esposa a la hija del rey.
¿Y qué hizo? Cuando el día comenzaba a morir, se pre­sentó ante la residencia del rey y como su bella hija se en­contrara en la ventana, se quedó allí para contemplarla y gozarla con los ojos. Ella enrojeció como una amapola al darse cuenta y le dio la espalda.
Pero él no se ofendió y le dijo riendo:
Aunque tú aún no me quieras, mucho te quiero yo.
¡Un día habrás de amarme sin remisión!
De noche, como un halcón, voló hasta la ventana en que había visto a la bella joven y después, convertido en abeja, se introdujo por un orificio en la habitación donde ella dormía. Una vez dentro recuperó su forma humana y se puso a contemplar con el corazón palpitante la hermo­sura de la muchacha. Pero al poco ella despertó y al ver a un hombre junto a su lecho, se asustó y comenzó a gri­tar:
-¡Padre, padre!
Su padre acudió corriendo por ver qué sucedía, pero cuando llegó el arrojado muchacho ya se había convertido en abeja.
Su hija le dijo entonces:
-Padre, aquí dentro había un hombre escondido. El rey le contestó:
-¿Cómo es eso posible?
Buscó por todas partes y al no encontrar a nadie, le dijo a su hija:
-Seguro que lo has soñado- y se marchó con una sonrisa en los labios.
Idéntico episodio se repitió tres veces seguidas; hasta que el rey acabó diciéndole a su hija:
-Sin duda es tú corazón el que te engaña. Cuando llegan a los quince años, las muchachas no hacen más que soñar con muchachos y laureles.
Diciendo esto, le dio la espalda y cerró la puerta al salir. El joven recuperó entonces su propia apariencia y la bella se puso nuevamente a gritar. Pero su padre no la oyó o no qui­so ya oírla. Ella temblaba como un junco y lloraba. Él trató entonces de consolarla:
-¿Por qué te asustas? ¿Tan repulsivo te parezco? No he venido con malas intenciones. Me ha empujado hasta aquí el amor que siento por ti.
Y tanto se esforzó y tanto le dijo que poco a poco ella de­jó de llorar, se limpió las lágrimas y toda la noche se les fue hablando y riendo en grata compañía.
Cuando el gallo se puso a cantar, el muchacho dijo:
-Ahora tengo que irme.
Ella le respondió:
-Vete con bien, pero no olvides que estaré esperando con gran ansiedad tu regreso.
Y tal como había entrado, salió; la joven se asomó a la ventana para gozar unos momentos más con la visión de su silueta, después se encerró en su habitación diciéndose:
-¡Qué apuesto, qué gentil es! Bienaventurado. ¡Bienaven­turada yo que lo tendré por esposo!
Tal como su corazón le decía, sucedió. No transcurrió mucho tiempo y ambos se desposaron.
Un día, se hallaban juntos en el jardín, cuando sopló un fuerte viento y se llevó a la muchacha; el valiente joven que­dó desconcertado y al volver en sí para correr en su busca, ya ella se encontraba quién sabe donde.
Anduvo y anduvo en pos de ella hasta quedar exhausto. Ya era de noche y se encontraba en mitad de un bosque es­peso y oscuro. ¿Dónde podría descansar? Temía que alguna serpiente lo devorara si se quedaba dormido. A lo lejos, en­tre el follaje de los robles, divisó una débil luz. Echó a andar de nuevo y llegó ante una choza. Encontró allí a un viejeci­to que nada más verlo le preguntó:
-¿Qué andas buscando por estos parajes, muchacho?
Él le contó cómo el viento le había arrebatado a su es­posa.
-¿Dónde la podré encontrar?
El viejo le respondió:
-Sigue adelante y encontrarás a otro anacoreta que es más sabio que yo.
Continuó caminando y en el interior de una gruta halló a un anciano viejísimo que permanecía sentado delante del fuego. El muchacho lo saludó con respeto y le besó la mano y, cuando el otro le preguntó qué andaba buscando por aquellos parajes solitarios, con voz temblorosa le refirió también a él lo que le había sucedido.
El anciano lo escuchaba con gran atención sin mover un solo músculo. Su barba era blanca como la nieve y asimis­mo sus cabellos, que le caían sobre los hombros. Su cuerpo era arrugado y seco como un tocón viejo, pero sus ojos bri­llaban como ascuas.
Cuando el muchacho calló, dijo el anciano:
-Por ahora quédate, descansa y bebe un cuenco de leche, pues debes de estar rendido y mañana tienes un largo cami­no que recorrer. Tu esposa se encuentra en un lugar rodeado enteramente por el mar, donde impera el Diablo, el hijo del Gran Satán. Si eres capaz de llegar hasta allí y hablar con tu bella muchacha, de sus propios labios sabrás lo que debes hacer para salvarla.
Al alba, cuando apenas comenzaba a clarear el día, le mostró el camino que debía tomar y le dio su bendición. El valiente oven partió y en cuanto llegó a la orilla del mar se transfor­mó en halcón y voló hasta la torre del palacio del Diablo. Allí encontró llorando a su amada, vestida de negro de pies a cabeza, con la larga y dorada cabellera desordenada. Cuando apareció ante ella, su corazón se regocijó. Se abra­zaron y se besaron y luego ella le dijo:
-¡Tienes que salvarme!
Y él:
-No sé cómo hacerlo...
-Averiguaré el medio de labios del propio Maligno, que me retiene aquí junto con muchas otras.
Así hablaban cuando oyeron el ruido de los pasos del Príncipe de las Tinieblas que se dirigía hacia allí.
A toda prisa el valiente se convirtió en abeja y se escon­dió entre los cabellos de su amada, quien bajó la cabeza y si­muló echarse a llorar.
El diablo, al acercarse a ella, olfateó el aire diciendo:
-¡Carne de hombre, aroma excelente!
¡Lo devoraré en cuanto lo encuentre!
La muchacha se echó a temblar. Él se dio cuenta y le pre­guntó recelando:
-¿Quién ha estado aquí contigo?
Ella alzó los ojos entre sollozos y le respondió:
-¿Quién crees tú que puede atreverse a venir hasta este lugar?
El diablo intentó abordarla con buenas maneras.
-Enjuga esas lágrimas, señora. Vamos. No llores más que el llanto agosta la hermosura. ¿Aún tienes esperanzas de es­capar de mi morada? Es inútil. ¿A qué viene llorar entonces? Mejor será que te consueles. ¿Qué te falta aquí? Olvida al marido que tuviste. Olvídalo. ¿Qué vale él comparado con­migo? Nada de nada. Y aunque así fuera, ¿crees tú que un pobre mortal puede medirse con el que nunca ha de morir? Te aconsejo y te ruego que seas razonable y no eches a per­der entre llantos toda tu juventud.
La bella le dijo entonces:
-¿Por qué insultas a mi esposo? ¡Claro que él no se parece a ti! Tú eres brutal y él es amable, aunque mucho más fuer­te que nadie; él es hermoso y lleno de encanto, tú eres abo­minable, ladrón y careces de honor... Pretendes ser inmortal y te ufanas de ello. Pero quien come y bebe tiene que morir. Yo te digo que si mi esposo te tuviera entre sus manos te arrancaría el alma sin remisión. Hablas mucho y con jactan­cia porque sabes que él no está aquí para poder oírte.
El otro se echó a reír, mostrando sus dientes escasos, afi­lados, renegridos y sucios; después le dijo:
-¡Tendré paciencia contigo en honor a tu hermosura!... Tienes razón al decir que quien come y bebe ha de morir; entérate de lo que es necesario para que yo muera: Un hombre valiente debe atrapar una paloma volando; ha de apretarla y estrujarla hasta que salgan de ella dos huevos. Uno de ellos deberá estrellarlo en la frente del Gran Satán, que morirá a consecuencia de ello. Entonces yo caeré gra­vemente enfermo y perderé la vida a mi pesar si ese valiente consigue romperme en la frente el otro huevo. ¿Te parece cosa sencilla? Y aunque fuera fácil ¿quién conoce este secre­to? Como no lo cuentes tú, que no tienes con quien ha­blar... ¡No hablo en vano, pues, cuando digo que soy inmortal!
Oculto en los cabellos de su esposa, el arrojado joven lo escuchó todo y, cuando el Diablo salió de la estancia, recu­peró nuevamente su apariencia humana; dio gracias a su mujer, le besó en las dos mejillas y le dijo:
-No tengas más temor, porque dentro de poco serás libre unto con todas tus bellas compañeras.
Así le habló y se convirtió en halcón, echó a volar y fue a posarse en lo alto de una colina. Allí volvió a recuperar su propio aspecto y cuando vio un rebaño de vacas, se acercó y le preguntó al pastor si lo aceptaba como vaque­ro. El otro lo observó bien, midiéndolo de la cabeza a los pies, y debió de agradarle pues, sin más palabras, lo aceptó a jornal.
Por la mañana, cuando le entregó el rebaño de vacas, le aconsejó que no las dejara entrar en los pastos del Gran Sa­tán, y le mostró cuales eran. Pero fue en vano, ya que el va­liente las condujo directamente a aquellos prados, donde la hierba era más alta y más tierna, y se sentó junto a una peña a tocar la flauta.
El Viejo Maldito oyó aquella música y apareció encoleri­zado diciendo:
¡Carne de hombre, aroma excelente!
¡Lo devoraré en cuanto lo encuentre! Entonces le gritó el muchacho:
-Mira dónde me tienes... ¡Ven pues, si es que te atreves a intentarlo!
El Demonio dejó escapar un bramido que sonó como un trueno y se abalanzó sobre él, quien de hombre se convirtió en dragón con la fuerza de los siete dragones.
Trabaron feroz combate, pero no consiguió vencer ni el uno ni el otro. Finalmente, agotados los dos, el Viejo le dijo:
-¡Eres fuerte en verdad, pero si tuviera un poco de agua de mi manantial te despellejaría en un momento como a una rana y te devoraría de un bocado!
Y el valiente a él:
-Si yo tuviera un poco de pan y unos huevos, ahora mis­mo te haría pedazos y se los echaría a los perros.
Cuando regresó con las vacas al establo, al ver el vaquero que tenían las ubres muy hinchadas de leche, le dijo:
-No las habrás llevado a los pastos del Diablo...
-No te lo puedo ocultar.
-No vuelvas a atreverte, pues de ello puede resultarnos un gran mal.
Pero al joven estas palabras le entraban por un oído y por el otro le salían.
Al amanecer del día siguiente, condujo allí las vacas de nuevo y de nuevo se enzarzó con el terrible viejo, aunque con idéntico resultado al de la jornada precedente. Al tercer día, permanecía sentado ante la choza donde solía dormir, esperando a que amaneciera para sacar las bestias. No había conseguido pegar ojo en toda la noche. ¿Qué estaría hacien­do ella?... ¿Qué pensaría al ver que no regresaba? ¿Cuándo volvería a verla? ¿Y si lo abandonaba todo y corría junto a ella? ¡Ah, no! Había empeñado su honor en que sólo regresa­ría a aquella morada como triunfador... Pero le sangraba el corazón con sólo imaginar que su enemigo llegara a enterar­se de que se encontraba en aquellas tierras. ¿Y si por un azar alcanzaba a saberlo? Ah... entonces su amada estaba perdida.
Mientras esto pensaba, desconsolado y poseído por la de­sesperación, vio pasar volando una paloma. A toda veloci­dad se transformó en halcón, se abalanzó sobre ella como un rayo, la atrapó y se la llevó a la choza. Allí la apretó y la estrujó entre sus manos hasta que dejó caer dos huevos, que se guardó en la bolsa. Después fue a despertar a un criado del establo, le entregó un barrilete lleno de vino y un pan y le dijo:
-Ven conmigo allá donde llevo las vacas a pacer; cuando yo te pida el vino y el pan, habrás de dármelos al momento.
Llegaron y poco después apareció el Gran Satán. Esta vez el combate se desarrolló con mayor violencia que los días anteriores. Cuando, agotados, decidieron tomarse un respi­ro para descansar, el valiente muchacho cogió de manos de su compañero el pan y el vino. Comió y bebió a toda prisa y se lanzó nuevamente sobre su adver-sario; lo derribó por tierra asestándole repetidos golpes en la cabeza y, tras com­probar que había quedado aturdido, le partió el huevo en la frente y el otro murió. Al punto, su hijo cayó enfermo y compren-dió que había llegado su última hora. Gemía y ha­cía rechinar los dientes:
-¡Ay, pobre de mí, infeliz! Ella es la culpable. ¡Ella fue quien desveló mi secreto! Era la única que lo conocía. ¡Traédmela aquí, quiero beberme su sangre!
Se tambaleaba como un toro herido; todo retumbaba con sus alaridos y la casa entera se estremecía hasta los ci­mientos. Echaba espuma por la boca y trataba inútilmente de alzarse del lecho, cuando el valiente, convertido en hal­cón, entró por la ventana con gran arrojo y allí mismo adoptó de nuevo su apariencia original.
El diablo quedó como petrificado al verlo y sus ojos apa­gados se desorbitaron mientras temblaba de miedo:
-¿Quién eres tú? ¿Qué has venido a hacer aquí?
El otro se adelantó sin decir palabra y le estrelló el huevo en la frente.
De este modo murió el diablo y el valeroso joven liberó a su bella esposa y a todas las muchachas que el Maligno te­nía secuestradas en aquella morada maldita.

110. anonimo (albania)

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