Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La muchacha que vivia en la torre de las ventanas de oro

Erase una vez un hombre y una mujer que tenían un hijo. El joven tuvo un sueño en el que oyó que le decían: "El matrimonio para ti no será po­sible más que tomando por esposa a la muchacha que vive en la torre de las ventanas de oro. No la hay más hermosa que ella. La torre se encuentra por el lado del que sopla el viento, pero resulta muy difícil llegar, pues se encuentra a una gran distancia de aquí".
Al despertar el joven se entristeció y comenzó a llorar. Sa­bía que llegar hasta la torre de las ventanas de oro y llevarse a la hermosa muchacha era una hazaña que nadie había realiza­do jamás. Entró entonces su padre y le vio en aquel estado:
-¿Qué te ocurre, hijo mío?
-He tenido un sueño, por eso lloro.
-¡Déjate de sueños! ¿Lloran acaso los hombres por culpa de un sueño?
-Lo sé. Pero ya ves. Qué quieres que le haga.
-¿Pero qué sueño ha sido ese, si puede saberse?
-Debo tomar por esposa a la muchacha que vive en la torre de las ventanas de oro, que se encuentra en la direc­ción de la que sopla el viento... Está muy lejos. Es muy difí­cil llegar. No existe camino en el mundo que te lleve hasta allí.
-¡Olvídate de ello! Nosotros tenemos de todo. No te me­tas en esa aventura. ¡Cásate si quieres con cinco mujeres, pero quédate con nosotros!
-No, no tengo otra alternativa que casarme con ella.
No hubo modo de que renunciara a su decisión de partir en su busca. Al ver su padre que se marchaba, le entregó un montón de monedas. Reconfortado, el muchacho se puso entonces en camino. Al llegar a un lejano lugar, allá por donde sopla el viento, se encontró con un hombre.
-¿Quién eres, muchacho? ¿De dónde eres?
-Soy de tal aldea.
-¿Conoces a fulano?
-Le conozco, es mi padre.
-¿Y adónde te diriges?
-He partido a la ventura para tomar por esposa a la mu­chacha que vive en la torre de las ventanas de oro.
-¡Oh, no! He oído decir que vive una hermosísima joven en esa torre, que está del lado del que sopla el aire, pero es muy difícil llegar hasta allí. Regresa, tu padre es amigo mío y he resuelto ir a haceros una visita.
-Ve si lo deseas, allí encontrarás a mi padre; yo continua­ré mi camino.
-No podrás llegar. Tras las colinas que habrás de atravesar tiene su morada la kuçedra. No conseguirás cruzar aquel lugar.
-Algún modo habrá. ¿Cómo se le puede convencer a la kuçedra de que te deje el paso libre?
-Existe un modo, yo acabo de pasar por allí. Pero tú eres joven y te acobardarás. Ella está echada y duerme. De todos modos enseguida notará tu presencia. Es imposible pasar sin que se entere. Si eres capaz de llegar hasta ella, agarrarte a su cuello y rogarle mucho, cabe en lo posible que te deje. Pero tú no te atreverás. Eres muy joven, ya te digo que es preferible que regreses.
-De ningún modo. Que tengas un buen día, yo conti­núo mi camino.
Reemprendió la marcha el muchacho y, tras mucho an­dar, llegó al paraje donde habitaba la kuçedra y la vio. Espe­ró a que se le cerraran los ojos y se arrojó a su cuello. Enseguida volvió ella a abrirlos.
-¿Quién eres tú?
-Soy un caminante. Me dirijo hacia donde sopla el vien­to, a cierto lugar donde existe una torre con las ventanas de oro dentro de la cual vive un joven muy hermosa. Te lo rue­go, déjame pasar.
-Está bien, muchacho, yo te permito el paso, pero ese lu­gar está muy lejos. También yo he oído hablar de él, aunque ni siquiera sé donde se encuentra. Hay una gran distancia, si crees que podrás recorrerla... Yo misma no llegaría.
-¿Qué voy a hacer entonces?
-Si quieres que te ayude, yo podría hacerlo.
Se postró el joven a los pies de la kuçedra y le imploró que lo ayudara. Se sacó ella entonces un pecho y le dijo:
-¡Mama de aquí!
Chupó el joven del pecho de la kuçedra y sintió que lo invadía una inmensa fortaleza. Entonces le dijo ella:
-A partir de ahora y hasta que llegues, no volverás a acor­darte de comer ni de beber.
Ya se disponía el muchacho a marchar cuando el mons­truo le gritó:
-¡Detente!
-¿Qué ocurre?
-Un momento. Mi hijo está con su amigo en el camino. No te permitirán pasar. Espera y te daré una contraseña mía para que no te hagan nada al verte.
Y le entregó un tirabuzón de su propia cabeza. Partió en­seguida el joven y al llegar a una colina lo vio el hijo de la kuçedra, que estaba cerca con su amigo. Se abalanzaron los dos sobre él pendiente abajo con intención de devorarlo. El joven se echó a temblar de miedo, pero cuando llegaron a su altura, al ver en su mano el mechón de cabellos de la ma­dre, lo reconocieron como su contraseña. Sólo entonces re­cuperó él la entereza.
-¿Quién eres tú? -le interrogaron.
Él les contó con todo detalle su aventura.
-¿Has estado con mi madre?
-Sí, estuve.
-¿Adónde tienes que ir?
-A la torre de las ventanas de oro que se encuentra hacia donde sopla el viento. Vive allí una muchacha muy hermosa.
-¡Sube a mi lomo!
Se encaramó el joven a su lomo y le llevaron muy lejos. En cierto punto se detuvieron y el hijo de la kuçedra le dijo:
-Aquí nos separamos. Nunca he continuado más allá y no te puedo llevar. He oído decir que desde aquí hay que destrozar un par de zapatillas y entonces se sabe que ya no falta mucho para llegar.
El muchacho descabalgó y continuó a pie. Camina que camina, comprobó en cierto paraje que las zapatillas se le habían desgarrado y pisaba directamente con los pies sobre la tierra, así que, según lo que le habían dicho, calculó que no se encontraba muy lejos. Cuando amaneció, sobre una colina refulgía la torre de las ventanas de oro. Se encaminó hacia allí y al llegar llamó desde la puerta. La muchacha ha­bía tenido un sueño en el que se le anunciaba la próxima venida del que había de ser su marido. Sabía por tanto que iba a llegar y cuando salió, él quedo deslumbrado: La joven era verdaderamente hermosa. También lo era el muchacho. Entraron juntos al interior y hablaron largamente. La joven poseía un par de caballos voladores y fue a decirles:
-Éste es vuestro amo y también el mío. Hasta el día de hoy habéis obedecido mis órdenes; a partir de este momen­to acataréis las suyas.
Debía él subir de día al monte para vigilar los caballos y cuidar de que pastaran bien y de noche conducirlos de vuel­ta a casa. Y así lo hizo, pero no podía permanecer tanto tiempo sin la compañía de su esposa, así que regresó de in­mediato.
-¿Cómo has vuelto tan pronto?
-¡No puedo estar allí tanto tiempo alejado de ti!
-Córtame esta coleta y llévala en el bolsillo. Siempre que me eches de menos, saca la coleta y podrás verme.
Tomó él la coleta, la apretó en su mano y no cesaba de contem-plarla. Allá donde pastaban los caballos había un gran río. El joven se sentó en la ribera y en un descuido la coleta se le cayó al agua. Se zambulló en la corriente en pos de ella, pero no pudo hallarla. Salió del río y regresó a casa, pues no podía permanecer más tiempo sin su esposa.
-¿Qué ha sucedido? -le preguntó ella.
-¡He perdido la coleta!
-Que sea para bien. No ha pasado nada.
Las aguas arrastraron la coleta hasta conducirla al caño propiedad de un rey. Al pilón de esta fuente llevaba a abrevar todo los días los caballos el caballerizo real. Los condujo allí cierta mañana, pero no hacían más que resoplar y se negaban a beber agua. Por tres veces lo intentó sin conseguir resultado alguno. Al día siguiente volvió a llevarlos, pero tampoco esta vez logró que bebieran, tras lo cual fue a decírselo al rey.
-Los caballos se niegan a beber agua. Ayer los llevé tres veces, resoplaban junto al pilón, pero se negaban a beber. Hoy los he vuelto a llevar con el mismo resultado.
-Coge la azada y rompe el caño, sin duda hay algo den­tro de él.
Cuando rompieron el caño encontraron en su interior un trozo de coleta que despedía una suerte de aroma muy agra­dable. Tiempo después llegó al palacio una vieja y le pre­guntó al rey:
-¿Qué coleta es esa?
-La hemos encontrado en la fuente.
-Si hubieses alcanzado a ver a la dueña de esa coleta, el sentido te habría abandonado.
-¿Quién es ella?
-Nadie más que yo podría encontrarla ni cogerla. Si tú me pagaras bien, la traería en poco tiempo a tu palacio.
El rey le pagó y ella le dijo entonces:
-Sólo tienes que entregarme esa tinaja. Derrama en cual­quier parte el oro que contiene y entrégamela vacía junto con ese látigo.
Era aquella una tinaja voladora, con capacidad para al­bergar en su interior a tres o cuatro personas. Sacó pues el oro el rey y le entregó la tinaja. Se introdujo la vieja en ella, la golpeó con el látigo y un instante más tarde se encontra­ba en el jardín de la muchacha. Estaba lloviendo y la vieja permaneció acurrucada a la puerta del jardín. Salió al um­bral el muchacho y al verla en aquel estado de necesidad, dijo:
-Sal, mujer, hay una anciana tiritando ahí fuera.
La tomó ella y la condujo al interior de la casa. Mientras se calentaba, iban hablando. Le preguntó la vieja:
-¿Estás casada muchacha?
-Sí, anciana.
-¡Que sea con bien! Sólo que este matrimonio tuyo no vale nada.
-¿Y eso por qué?
-Porque tu hombre no te quiere.
-No digas eso, mujer, claro que me quiere.
-Compruébalo tú misma. Pregúntale dónde tiene el alma. La vieja se había enterado de que el alma del muchacho no estaba alojada en su cuerpo.
-Puedes estar segura que no dejaré de preguntarle.
La vieja les pidió cobijo y al caer la noche, la condujeron a otra edificación cercana. Una vez solos le preguntó la mu­chacha a su esposo:
-Dime, esposo mío, ¿por qué nunca me has dicho donde tienes el alma?
-Porque nunca me lo has preguntado, ¿para qué te lo iba a contar...?
-¿Dónde la tienes, pues?
-Mi alma se encuentra en mi espada, en el desván, meti­da en un baúl. Allí está guardada mi espada y allí tengo también mi alma.
Corrió enseguida la muchacha y abrió el baúl. Al ver la espada, toda ella recubierta de oro, iluminando el desván entero en medio de la noche, quedó deslumbrada. Se sintió incapaz de dejarla por más tiempo allí encerrada, de modo que la cogió y la colgó en una pared de su habitación, que quedó así bellamente engalanada. Al verlo su esposo le dijo:
-Debes guardarla bien, pues en ella es donde se aloja mi alma.
-¡No tengas cuidado, así lo haré!
Cuando llegó la anciana, la otra le dijo:
-Sí que me lo ha contado, anciana.
-¿Dónde la tenía?
-En la espada.
Cuando el joven esposo se levantó para llevar los caballos a pastar a los prados, su mujer salió con él para despedirlo. Se levantó entonces la vieja, cogió la espada y la partió en dos. En ese mismo instante el muchacho se convirtió en sombra y desapareció. Su mujer, sorprendida, lo buscó por todas partes, pero no consiguió encontrarlo, de modo que regresó y entró en la casa. La vieja sabía lo que había sucedido y le dijo:
-No te entristezcas, ese hombre no era nadie. Ya te lo dije. Olvídalo y ven conmigo, si es que de verdad quieres casarte.
La muchacha no sabía qué partido tomar, pero al fin se puso en pie, decidida a partir con la vieja. Esta se metió en­tonces en la tinaja. Antes de entrar la joven en ella, se dijo: "Lo he perdido para siempre" y se quitó la sortija, deposi­tándola en el mismo lugar donde se había esfumado su es­poso. Dejó pues la sortija con la sombra y las dos partieron volando en el interior de la tinaja, rumbo al palacio del rey.
Pero la muchacha se había lastimado el dedo al sacarse la sortija y la herida no se le cerraba. Ella no quería casarse con el rey, pese a que éste la había sometido a fuertes presio­nes para obligarla a tomarlo por esposo. Incluso llegó a en­cerrarla en el cuarto de las serpientes, aunque sin resultado alguno. Mas llegó un momento en que la muchacha, alar­inada por la herida de su dedo, acabó diciendo:
-Si el rey es capaz de curarme el dedo, lo aceptaré.
Ensayó el rey toda clase de remedios y pócimas para sa­narla, pero no lo consiguió.
Pasaron los días y unos viejos acertaron a pasar cerca de la torre de las ventanas de oro y decidieron encaminarse a ella. Uno de los dos había conocido al padre de la mucha­cha. Al abrir la puerta y penetrar en la casa, no encontraron a nadie. Extrañados, abrieron una y otra puerta, pero todas las habitaciones estaban vacías. Convinieron en alojarse allí por aquella noche. Comenzaron entonces los ancianos a re­latarse historias y a ufanarse de distintas facultades y cono­cimientos. Le preguntó uno al otro:
-¿Cuáles son tus poderes? ¿Qué eres capaz de hacer, ya que tanto presumes?
-Yo puedo ver cualquier cosa en el fondo del mar, puedo sumer-girme y cogerlo. No hay nada que se me escape.
-Pues yo -le replicó el otro, si encuentro un hierro par­tido, aunque sea hace cien años, con sólo lamerlo lo recom­pongo.
Frente a aquella torre había una especie de foso lleno de agua, y la espada se encontraba en el fondo. Ocurrió de pronto que los ancianos la vieron refulgir.
-Mira donde brilla algo. Tú que puedes zambullirte en el agua y nada se escapa, ¿serías capaz de entrar y sacarlo?
Se desvistió el otro y entró en el agua. Una vez lo hubo cogido salió otra vez a la superficie. Para su sorpresa se tra­taba de una espada de oro partida por la mitad.
-Yo la he sacado, a ver si tú, que dices ser capaz de re­componer incluso el hierro, puedes unir los dos pedazos.
Se acercó el otro, lamió la espada y volvió a dejarla de una sola pieza como estaba antes, con tal perfección que nadie habría podido averiguar que nunca hubiera estado partida.
El joven reapareció entonces y llamó a la puerta.
-Bienvenidos seáis.
-Bien hallado seas.
-¿Podéis decirme qué es lo que me ha sucedido? ¿Dónde he estado?
-Pues si tú no lo sabes, ¿cómo quieres que lo sepamos nosotros?
-¿Os ha salido alguien a recibir en la casa?
-No, nadie.
-Permitidme entonces que mire un momento.
Buscó aquí y allá, pero no encontró nada. Su mujer ha­bía desaparecido.
-¿Habéis visto alguna mujer por aquí?
-No, no sabemos nada.
Hizo compañía a sus dos huéspedes, tras lo cual salió a dar un paseo por los contornos. Encontró los caballos en el prado. Ellos sabían donde se encontraba la muchacha, pero no el modo de rescatarla. De regreso a casa encontró tam­bién el anillo, que cogió y guardó en el bolsillo. Los caballos le condujeron directamente al lugar donde ella se encontra­ba y al poco de llegar supo que el rey se encontraba en un gran apuro, pues no sabía como sanar el dedo de su mujer. Dijo entonces el muchacho:
-El rey habrá de recompensarme: yo sanaré el dedo a su esposa.
Corrió el rumor de boca en boca y llegó a oídos del rey, quien finalmente dio con su paradero y lo hizo llamar in­mediatamente. Le dijo:
-¿Serás tú capaz de curarla?
-Puedes estar seguro de ello.
-Pues pídeme a cambio lo que desees.
Fue seguidamente el muchacho a ver a la mujer y ella le mostró el dedo. Él le introdujo el anillo sin que ella pudiera verlo y cuando volvió alzar la mano vio el propio anillo y el dedo sanado.
-Pero ¿quién eres tú para haberme traído esto?
-El mismo que llegó entonces.
-¿Pero estás vivo?
-Vivo, como puedes ver.
-Y yo, ¿cómo podría escaparme de aquí?
Después de cavilar un rato le dijo el joven:
-Tendrás que decir que aceptas casarte con el rey, de ese modo ganaremos tiempo. Implórale llorando, como saben hacerlo las muchachas, que la boda se celebre cuanto antes. Entonces aprovecharemos nosotros para huir, pues he traí­do conmigo los caballos. Tú permanece junto a la ventana. Allí acudiré yo a rescatarte.
Acudió luego ella ante el rey y le dijo que su dedo había sanado y que cumpliendo su promesa lo aceptaba por espo­so, pero que quería que se celebrara la boda antes de entre­gársele.
-La boda y todo lo que tú me pidas, con tal de que seas mía.
-Cuando se celebre, lo seré.
Dieron comienzo, pues, los esponsales. ¡Y qué esponsales! ¡Cuántas canciones y cuánto boato! Las doncellas subieron a lo alto de la torre donde la muchacha se encontraba y la vistieron y ataviaron para casarla con el rey. A lomos de uno de los caballos y llevando al otro de la brida, el muchacho se aproximó entonces a la ventana. De un salto recogió a su esposa, la montó en su caballo y regresó a la torre de las ventanas de oro. Desde entonces vive allí feliz en compañía de su mujer.

110. anonimo (albania)

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