Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 1 de julio de 2012

La mala madrasta


144. Cuento popular castellano

Este era un padre que tenía una hija. Enviudó y se casó con otra que tenía dos hijas. Y la madrasta no la quería a la andada porque era muy guapa, y ella y sus hijas eran muy feas. Y la te­nían mucha envidia.
Ya un día dijo su madrasta que había que sacarla de casa y matarla, y se lo dijo a su padre. Y su padre -usted verla cómo se puso de que dijo que habla de echar a su hija fuera de casa y matarla. Ya el hombre, por tener paz, tuvo que otorgar a ello. Buscaron dos hombres, y los dijo la madrastra que la tenían que matar y la tenían que traer la lengua y los ojos.
La sacaron a un monte. Y los hombres -los daba lástima de matarla. Y llevaban un perrito. Y mataron al perro y la llevaron a la madrasta la lengua y los ojos del perro, haciéndola ver que eran de la muchacha. Y la dejaron que fuera por aquel monte.
Y ya la pobre llevaba muchos días por el monte solita. Y ya, andando, andando, andando, llegó a una cueva donde ella se re­fugiaba para dormir, cercas de otra cueva de unos ladrones muy ricos. Y para entrar o salir los ladrones decían: «¡Ábrete, perejil!»; y para cerrarse: «¡Ciérrate, hierba-buena!»
Como estaba su cueva tan cerca de la de los ladrones, obser­vaba lo que decían. Y ya, un día que salieron a robar, fue ella y dijo:
-¡Abrete, perejil!
Y se abrió la cueva. Entró ella y dijo:
-¡Ciérrate, hierbabuena!
Y se cerró. Y vio que había allí mucho que comer y muchas alhajas. Y cada uno tenía una cama. Les guisó la comida y, de que comió lo que quiso, les hizo las camas, fregó, barrió, y toda la casa la dejó arreglada. Y se volvió a salir.
Por la tarde vinieron los ladrones y, de que vieron que todo estaba hecho, dijeron que alguna persona había entrado. Y dijo el capitán que al otro día había que quedarse uno para ver qué persona era.
Al otro día volvieron a salir los ladrones, y se quedó uno. Y se quedó dormido. Pero la niña, desde su cueva, los vio salir y los contó. Y vio que se había quedado uno. Y ese día no fue a la cueva. Pero el día anterior un gallego la estuvo observando a la mujer, y ahora, al ver que no iba ella, claro, fue y dijo:
-¡Abrete, perejil!
Se abrió la cueva y entró.
-¡Ciérrate, hierbabuena!
Y volvió a cerrarse. Y de que comió lo que le pareció, ya no se acordaba de decir ni perejil y hierbabuena. Se puso a la puer­ta de la cueva a decir:
-¡Abrete, berceira! ¡Por vide no rincordo! Pos, ello cosa de huerta es. ¡Ábrete, patateira! ¡Por vide no rincordo! Pos, ello cosa de huerta es.
A las voces que el gallego daba, dispertó el centinela que es­taba dormido. Salió y, de que vio que era él, le dio una paliza de palos y le echó fuera la cueva.
Vinieron los compañeros y los dijo:
-¿A que no sabéis quién era el que ha entrado en la cueva? Un gallego que le he pillado.
-¿Qué le has hecho? -le dijo el capitán.
-Pos, darle una pareja de palos que le he medio matao. Y le he echao fuera de la cueva.
Al otro día siguiente se fueron otra vez. Y volvió la señora que había entrado allí antes. Y hizo la misma operación que había hecho antes. Y de que despachó, pues se volvió a marchar.
Y vinieron los ladrones por la noche, y vieron que todo esta­ba hecho como el primer día. Y ya dijo el capitán:
-Esto es que entra aquí alguna persona, que tiene que ser alguna mujer. Hay que quedarse uno pa saber quién es el que entra.
Y al otro día, al marcharse los ladrones, se quedó uno de cen­tinela. Y se quedó dormido. Y esta vez la chica no los vio salir y volvió a la cueva como el día anterior. Y como no metía voces como el gallego, pues de que hizo la misma operación que había hecho antes, se volvió a marchar como los días anteriores, y nadie la vio.
Cuando despertó el centinela, ya vio que estaba hecho todo como antes. Ya vinieron los otros:
-¡Vaya! ¿Ha encontrado usted quién entra? -preguntó el capitán.
-No, señor.
-Pues, ¿cómo? ¿Usted se ha quedado dormido?
-No, señor, y no he visto a nadie.
Pues, a mí no me niegue usted que no se queda usted dor­mido, porque tenía usted que haber visto quién era. Pues, maña­na -dijo el capitán- me quedaré yo.
Conque, ¡claro!, al otro día la señora volvió a entrar a hacer la misma operación que había hecho antes. Y el capitán la estaba viendo, sólo que no la quería decir nada en lo que no terminara de hacerlo todo. Y cuando ya se iba a salir, la suspendió -habló­la dijo:
-No se asuste usted, señora. ¿Cómo es para usted haber en­trado aquí? Y ¿cómo es para usted haber venido a estos terrenos?
Ella dijo lo que la había ocurrido con su madrasta y que, dando vueltas por el monte, había encontrado una cuevecita donde refugiarse:
-A orilla de esta cueva de ustedes... Y he visto las operacio­nes que ustedes hacían para que se abriera y se cerrara la cueva. Y a mí la necesidad del hambte y de la sed me ha hecho entrar.
Entonces la dijo el capitán:
-Pos, desde ahora no pasará usted hambre ni sed. Usted se quedará aquí con nosotros, y nadie se meterá con usted. Estará usted aquí como si fuera usted una hermana nuestra. Ahora vendrán los demás, y ya los daré yo la orden de que ¡cuidado que sean osados a tocarla a usted sobre ninguna cosa! Y si a usted la tocaran por casualidad, usted me lo decía a mí, y luego yo haría lo que me pareciera de ellos. Así es que usted esté tranquila, que siguiendo a hacer lo que ha hecho usted anteriormente, aquí es­tará usted como si fuera hermana nuestra.
Pues ya vinieron los otros a cenar. Y se reunieron, y los dijo:
-Habéis visto como yo ya he encontrado quien nos hacía todo lo que nos hacía falta.
Y se la presentó. Y los dijo:
-Mirar. Esta se queda aquí como hermana nuestra, hacién­donos el servicio como hasta ahora nos le ha hecho. Y sus ad­vierto una cosa. ¡Cuidado conque ninguno de vosotros sus me­táis con ella esolutamente para nada, ni la miréis mal! La tenemos que mirar todos como una propia hermana. Porque no creáis que hace poco con que haga las comidas y limpie la casa y nos barra y nos friegue y nos haga las camas. ¡Eso que si alguna vez a alguno de vosotros sus da una idea -de metersus con ella para nada, recibiréis el castigo que yo sus dé.
Ahora vamos a otra cosa. La madrasta que la mandó matar estaba creída que la habían matao, porque los hombres que habían buscado pa que la mataran la habían llevado la lengua y los ojos de un perro, y creía que la niña estaba muerta. Los hom­bres la sacaron al monte; pero los dio mucha lástima de matar­la. Y llevaban un perrito. Y lo mataron y la llevaron a la madras­ta la lengua y los ojos del perro para hacerla ver que eran los ojos de ella y la lengua. Y ella estaba creída que ya no existía en el mundo. Mas tenía un espejo, que le preguntaba:
-Espejito, ¿hay otra más guapa que yo?
El espejito la dijo que sí, que su andada era más guapa que ella. Se puso furiosa y empezó a buscar a ver si encontraba una hechicera para que la dijera dónde estaba. Y la encontró. Y ya, como las hechiceras dicen que todo lo saben, pos fue a dar a la cueva donde estaba. Y estaba la niña en la puerta tomando el sol, como de costumbre lo hacía.
Los ladrones, como la tenían ya como una hermana, la cogie­ron mucho cariño. Todos la querían mucho. La vestían de lo mejor que había; la llenaban de aderezos, alfileres, cruces, su cuello. Y en todos los dedos de las manos -pos los tenían llenos de anillos.
Y la hechicera llevaba un anillo que, metiéndosele en el dedo del corazón, se quedaba muerta. Y la ofreció la madrasta que si la podía matar a la andada, la daría lo que la pidiera.
Y ya, pues, empezó a decirla que cómo era para estar allí. Y la empezó a tentar las manos y a decirla que ella era una vie­jecita anciana y que era también sola y que no tenía a quién vol­ver los ojos. Y ya empezó, pues, a sacar los anillos que tenía la muchacha en el dedo corazón. Y ella, como muy zalamera, di­ciéndola que qué bonitos eran, que cuánto valor tenían. Y estan­do así, se descuidó la señora y la metió en el dedo corazón el anillo que ella llevaba, y se quedó muerta instantánea.
Y vinieron los ladrones. Y cuando vinieron y la vieron muer­ta, todos lloraban como madalenas. No sabían ni lo que hacer, de locos que se pusieron al verla muerta. Y ya dispusieron o acor­daron de hacer una caja muy preciosa para meterla en ella. Y en vez de enterrarla, echarla un río abajo, porque no querían ni que se la comiera la tierra, de lo mucho que la querían.
La echaron, pues, el río abajo. Y un día el hijo del rey salió a caza. Y fue a un sitio donde vio la caja. Y fue y la sacó del río, aunque con mucho trabajo. Y la abrió, y vio que era una joven, lo más bella que él había visto en la vida. Como pudo, se lo cargó él al hombro y la llevó al palacio. Y sin verle nadien, la metió en su habitación.
Y el hombre, pues tanta pena cogió de que la vio muerta, que no salía de casa nada. No le podían hacer salir, ni sus padres ni nadien. Y ya un día, pues se entretuvo en quitarla los anillos y enterarse de ellos, porque eran muy buenos. Hasta que llegó al del dedo corazón... Y se lo sacó y, en el momento en que se le sacó del dedo, pues volvió en sí y se puso viva como estaba antes. Y empezó:
-¿Ande están mis hermanos? ¡Yo quiero mis hermanos!
Y, ¡claro! el hijo del rey todo se suspendió, y la preguntó:
-Señorita, ¿por quién clama usted, que no la entiendo? Usted explíquese a mí todo lo que le pase.
Empezó a explicarle ende sus principios, y ya, pos intentó casarse con ella. Entraron en relaciones, y ya le dijo ella ánde estaba la cueva y que ella quería ver a sus hermanos, que aunque no eran hermanos, la querían más que si lo hubiesen sido; y que ella deseaba dirlos a ver pa que supieran que era viva.
Y fueron los dos a verlos. Y los ladrones, al verla viva, creo que los faltaba el juicio y todo. Y ellos ya conocían que era el hijo del rey. Y abrazándole y queriéndole mucho... Basta que había ido a presentársela. Se encontraban llenos de alegría.
Y ya él los dijo que si era gusto de ellos, que se quería casar con ella. Los ladrones, muy gustosos, le dijeron:
-El gusto de usted es el nuestro.
Ya se marcharon otra vez a palacio. Y fue cuando se lo dijo a sus padres, antes de presentársela a sus padres: que diendo él a caza, se había encontrado con esa caja, y que iba el río abajo; y la pudo sacar del río y la abrió; de que vio que era una dama tan bonita y muy bien vestida, se la cargó al hombro y la llevó a su habitación, en donde nadien la vio.
-Y como decían ustedes que estaba muy triste, que qué me pasaba, yo les decía que nada. Hasta que ya un día empecé a sa­carla los anillos que tenía en los dedos. Y fui a sacarla el anillo que tenía en el dedo corazón, y se puso viva. Y ya tanto cariño la he tomado que pienso casarme con ella. Creo no me quitarán us­tedes el gusto. Y ahora se la presentaré a ustedes. Verán qué preciosa es.
Y se la presentó. Y sus padres -muy contentos. Los gustó mucho la joven. Y ya dijeron hicieran las diligencias pa casarsen -que se casaran lo antes posible.
Entonces ella empezó a contar lo que la había ocurrido -desde su madrasta hasta echarla el río abajo.
Dieron parte a los ladrones de que se iban a casar, y todos fueron como si fueran hermanos propios. Y luego ya el hijo del rey no consintió de que fueran ladrones ni que estuvieran solos en esos montes -que a todos los puso con un ascenso mu grande y los llevó a su palacio. Y en su palacio, sin salir de él, los colocó. Allí estuvieron todos, en compañía, como si fueran propios her­manos. Y ya no hay más.

Sepúlveda, Segovia. Narrador LXXX, 4 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

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