Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La hija del sol

Erase una vez un rey que tenía un hijo y una hija. El hijo era un joven bueno y valiente, fuerte y de gran corazón; la hija era muy hermosa, alta y del­gada como una vara de plata.
Un buen día iba caminando el rey y se encon­tró a una viejecita de las que conocen el destino de las per­sonas y ésta le dijo que su hija habría de ser madre sin haberse desposado y antes de llegar a los veinte años. Una vez se hubiera cumplido este destino, se convertiría en una gran señora y reina feliz.
El rey, tratando de proteger el honor de su casa, ordenó que levantaran una torre sin ventanas en un paraje desierto y allí encerró a la muchacha hasta que cumpliera los veinte años.
Dentro de la torre, rodeada de oscuridad, la infeliz mu­chacha sentía deseos de morir.
Al cabo de una semana envió a decir a su padre que tenía deseos de comer una pierna de buey, ante lo que el rey dio orden de que se la llevaran cuanto antes.
La muchacha comió la carne y con el hueso, raspa que raspa, consiguió hacer un orificio en un muro, lo bastante grande como para que penetraran a través de él los rayos del sol.
Sucedió que, con la tibieza y la luz del sol, la joven quedó en cinta y cuando se cumplió el plazo debido tuvo una pe­queña cuya belleza resulta difícil describir.
¿Qué podía hacer la infeliz? ¿Cómo ocultar a su hijita? Llorando desconsolada, la besó, la apretó contra su pecho con gran cariño, y al acercarse el verano la arrojó fuera y se escondió.
La pequeña fue a caer sobre un seto de hierba y flores, donde la encontró el hijo de otro rey, que se encontraba ca­sualmente por los alrededores, persiguiendo a una cabra montés.
El joven la cogió, la llevó a su propia casa e hizo saber a todos que aquel que lo deseara podía acudir a ver a la pe­queña abandonada antes de que la hiciera matar, pues él no podía mantener y alimentar a una hija del mundo.
Alentaba él la esperanza de que, de este modo, la madre de la criatura acudiría a verla y, aunque no lo quisiera, aca­baría por descubrirse.
Precisamente aquellos días sacaron de la torre a la hija del rey, que había cumplido ya los veinte años.
El padre, al verla con el rostro tan pálido y tan desmejo­rada, dijo para sí:
-¡Desdichada hija mía! ¡Cómo se ha marchitado tanto tiempo encerrada en la oscuridad!
Llamó entonces a su hijo y le dijo:
-La predicción de la vieja ha resultado no ser cierta; pero tu hermana está casi irreconocible. Temo por su salud. ¿Sa­bes lo que te digo? Cógela y llévala contigo durante algún tiempo a pasear aquí y allá, de modo que se distraiga y re­nazca la salud de que gozaba antaño.
Así lo hicieron, mas no había modo de que la muchacha mejorara. La realidad era que no cesaba de pensar en su po­bre pequeña. ¿Qué habría sido de ella? ¡Quién podía saberlo!
Estaba taciturna durante todo el día y se pasaba las no­ches llorando.
En una ocasión, su hermano la llevó a la gran ciudad del reino vecino, donde fueron ambos recibidos con grandes honores y alegría por parte del soberano del país y todos sus súbditos.
Allí supieron del suceso acaecido con la pequeña que el hijo del rey había encontrado, y los dos quisieron verla.
La joven, después de observarla bien, la reconoció sin lu­gar a dudas. ¡Era su propia hijita! ¡Aquellos eran los hermo­sos ojos que le habían alegrado y desgarrado el corazón en el interior de la torre! ¡Aquellos eran los bellos labios, rojos co­mo los pétalos de una rosa, que ella había besado con tanto amor! ¡Aquellos eran también los dorados cabellos que ha­bía acariciado con su mano temblorosa!
La pequeña, como si también la hubiera reconocido, le tendió las manos. ¿Cómo iba a poder contenerse la infortu­nada madre?
Se arrojó sobre la cuna y comenzó a besar a la criatura con ardiente pasión. Lloraba entre los besos, con la niñita en los brazos y por fin se derrumbó exclamando:
-¡Hijita mía! ¡Corazón mío!
Quedaron boquiabiertos todos los presentes y con los ojos llenos de lágrimas.
Pero enseguida su hermano se abalanzó como un demen­te sobre ella y a punto estaba de degollarla cuando su amigo lo contuvo diciéndole:
-Antes de nada, deja que sepamos cómo ocurrieron las cosas, después serás dueño de hacer lo que quieras.
Ella, entre sollozos, refirió todo cuanto había sucedido, y lo hizo con tal pasión y sentimiento que todos supieron al punto que estaba diciendo la verdad.
Cuando la muchacha se hubo sosegado, el hijo del rey comenzó a cantar:

La amada por el sol
por esposo ha de tener
al hijo de un rey,
pues reina ella ha de ser.

De este modo la pidió por esposa y pronto se celebraron las bodas en medio del regocijo general.
Ellos están allá, aquí continuamos nos.

110. anonimo (albania)

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