Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 29 de julio de 2012

La hermosa yinyín, princesa fiel

El poderoso príncipe Wan tenía una sola hija, la hermosa Yin­yín. La joven princesa era amable como una flor de loto. Quien la miraba se quedaba sin aliento. Yinyín, sin embargo, aunque era la hija de un príncipe poderoso, aunque era hermosa y vivía en medio del lujo p no le faltaba nada, estaba siempre triste como una sombra. Los astrólogos de la corte habían leído en los astros que había nacido bajo un signo infausto.
Cuando la hermosa princesa creció, comenzaron a llegar los hijos de los príncipes vecinos y de los señores de las inmediacio­nes que pretendían casarse con ella.
Llegaron tantos que Yinyín tuvo que decidirse a elegir uno. Comunicó que todos sus pretendientes debían reunirse frente al palacio del príncipe. La princesa lanzaría una bola de seda roja y, quien la recogiese, sería su marido.
El día acordado, la plaza frente al palacio estaba tan repleta que era a todas luces imposible que la bola tocase la tierra. Se habían reunido todos los jóvenes y ricos señores, pero habían acudido también visitantes de la provincia, curiosos, gandules, pobretones. En medio de ellos había un joven mendigo, andra­joso y desharra-pado, pero bello y de aspecto alegre.
Cuando la hermosa princesa salió del palacio, lo vio ensegui­da en medio de la multitud y no pudo apartar la vista de él. Los ojos del joven brillaban como dos llamas y sus orejas eran gran­des, signo de que le estaba destinada una gran fortuna. Sin dete­nerse a pensar, la princesa Yinyín le arrojó la bola roja.
El altanero príncipe montó en cólera.
-¡Has elegido a un pordiosero habiendo tantos señores y no­bles poderosos!
-Sus ojos son como dos llamas -respondió la princesa, y es un hombre afortunado. Si me convierto en su esposa, tal vez aca­be siendo tan afortunada como él.
Pero la cólera de su padre no se aplacó.
-¡Si es así, vete! -gritó alzando su mano en actitud amenaza­dora.
La hermosa Yinyín tuvo que abandonar el palacio del prínci­pe e irse a vivir a la casucha del mendigo.
Vinieron para ellos tiempos bastante duros. Yinyín prepara­ba comidas frugales y a menudo le tocó también ayunar. Pero sopor-taba todo serenamente porque era feliz.
Toda aquella miseria atormentaba a su marido. Un día él tomó una decisión. Abrazó a su hermosa mujer y le dijo:
-Quiero irme en busca de fortuna. Si la encuentro, volveré por ti para que puedas vivir una vida más dichosa. Tú, mientras tanto, espérame y, te lo ruego, no dejes de serme fiel.
Desde aquel día, Yinyín vivió sola en la mísera casucha. Ni siquiera aquella vez el príncipe, su padre, se compadeció de ella. Siguió alimentándose de raíces y de hierbas y recogiendo leña del bosque. Vivía pobremente, solía tener hambre y frío, pero jamás se le escapó una queja. Esperaba fielmente a su hombre. Así pasó un año, y dos, y tres, y cinco, y diez.
La hermosa Yinyín seguía esperando, pero parecía que su marido no volvería nunca.
Durante ese tiempo, el corazón del viejo príncipe llegó a en­ternecerse. Mandó a unos criados a la casa de su hija para que la llevasen a palacio en una silla de manos. Pero Yinyín dio las gra­cias y, decidida a quedarse en su humilde hogar, dijo:
-He esperado diez años a mi marido, puedo esperarlo diez anos mas.
Un día, cuando ya habían pasado dieciocho años, un fastuo­so séquito se detuvo frente a su casa. Era el gran emperador del norte de Persia. La fiel Yinyín se asustó y se inclinó ante el ilus­tre huésped. Pero el gran emperador le dirigió la palabra afable­mente y le preguntó cómo estaba.
-¿Por qué me lo preguntas, gran emperador? -respondió la fiel Yinyín sin atreverse a mirarlo a la cara. Soy una persona demasiado insignificante para que tú te rebajes a hablarme.
Pero el emperador prosiguió:
-He oído hablar de ti en mi reino. ¿Dónde está tu marido?
-Se fue hace dieciocho años en busca de fortuna y aún no ha vuelto -respondió Yinyín.
-Tu marido ya no volverá -dijo el emperador. No lo esperes y cásate con uno de los príncipes de mi séquito.
-No puedo, Majestad -respondió la fiel Yinyín. Me queda­ré aquí hasta que vuelva mi marido, aunque tenga que esperarlo hasta la muerte. Pero estoy segura de que un día volverá.
Entonces el gran emperador del norte pidió a la fiel Yinyín que lo mirase a la cara. Ella se estremeció de alegría al reconocer a su marido, que había encontrado finalmente la fortuna y se ha­bía convertido en emperador del norte de Persia. Sirvientes y criadas rodearon a Yingín y la llevaron, en una suntuosa silla de manos, al palacio real.
Desde aquel día, el emperador y la emperatriz vivieron jun­tos, enamorados y felices. Su vida era tan dichosa que un día el empera-dor, embargado por la emoción, dijo:
-Pasan los días y estamos tan felices juntos como si fuese siempre el primer día de nuestro encuentro.
La fiel Yinyín sonrió y dijo:
-¿Y cómo podría ser de otro modo si tú eres emperador yo emperatriz?
Pero su felicidad había sido demasiado grande y la hermosa emperatriz no pudo soportarla mucho tiempo. Había esperado dieciocho años a su marido; vivió dieciocho días con él; final­mente cayó enferma y murió. Y poco después también el empe­rador la acompañó a la tumba.

005. anonimo (china)

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