Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 27 de julio de 2012

La hermosa blancanube y su hija nieveblanca

Hace muchísimo tiempo el Fuego, que era un terrible gigante, se casó con la hermosa Blancanube y la llevó a vivir a su caverna entre los montes. Pero Blancanube no era feliz. El gigante era muy celoso y la mantenía encerrada en la caverna como en una prisión. No podía salir al exterior. Su única alegría era su hija, una muchacha tan hermosa y tan blanca que el gigante le había dado el nombre de Nieveblanca.
Un día, el gigante salió de caza y se olvidó de cerrar la entra­da de la caverna con la pesada roca que hacía de puerta. Blanca­nube, muy contenta, cogió de la mano a su niña y se dio prisa en salir.
Sin embargo, justamente en los alrededores de la caverna es­taba cazando el peor enemigo del gigante, el Viento. En cuanto vio a Blancanube la alzó con sus brazos y se la llevó muy lejos.
Cuando el Fuego regresó, se encontró en la entrada de la ca­verna con la pequeña Nieveblanca. La hermosa Blancanube ha­bía desaparecido con el Viento más allá de los montes.
El Fuego pataleó de rabia, gritó airado y bramó presa de la cólera. Cada vez que pataleaba temblaba toda la tierra; cada vez que gritaba se abría un cráter en la cima de la montaña; cada vez que bramaba brotaban del corazón de la montaña lla­mas y piedras candentes. Los habitantes de los alrededores hu­geron despavoridos hasta el mar. Pero la cólera no le sirvió de nada al gigante: Blancanube no regresó jamás.
Al Fuego le quedaba solamente su hermosa hija Nieveblanca. La amaba como a la niña de sus ojos y, temiendo por ella, le prohibió que saliese de la caverna. Cuando iba a cazar, la deja­ba bajo la custodia de su criado, un enano pequeño, muu negro, y hacía rodar una enorme piedra delante de la entrada a la ca­verna.
El enano era feo como la noche, pero la muchacha se enamo­ró de él, porque era su único amigo, la única criatura con la que podía intercambiar palabra.
Pasaron los años. Blancanube había pasado varias veces cer­ca de la montaña donde se ocultaba la caverna del Fuego, pero en vano había buscado algún rastro de su hija. Jamás conseguía verla y, bañada en lágrimas, debía seguir al Viento que la impul­saba hacia delante. Cuando sus lágrimas caían sobre la tierra, la gente decía:
-Está lloviendo.
Y cayeron tantas lágrimas que los arroquelos se transforma­ron en torrentes, y los torrentes en ríos amenazadores que inun­daron todo el valle. Los habitantes tuvieron que huir hasta el mar para ponerse a salvo.
Así siguieron las cosas durante un buen tiempo. Cada vez que el Fuego divisaba en el cielo a Blancanube, comenzaba a patale­ar, a gritar y a bramar, y cada vez que Blancanube pasaba sobre las montañas y no veía a su hija, no paraba de llover.
Nieveblanca, mientras tanto, había crecido y sentía una gran nostalgia por el cielo abierto. Cada día le suplicaba al enano que la dejase salir sólo un momento, cada día le rogaba y le implo­raba, hasta que el enano le prometió que cumpliría con su deseo, pero sólo de noche.
Y una noche, en efecto, cuando el Fuego se acostó y se quedó dormido, el enano p la muchacha salieron de la caverna y pase­aron por la montaña. Nieveblanca creía soñar y, desde entonces, quiso salir todas las noches. El buen enano la complacía, pero la hacía volver a la caverna antes de que amaneciese. Una noche, el resplandor de las estrellas era tan intenso que la muchacha ex­presó el deseo de tener una.
-Enano negro, tráeme una estrellita. ¡Me gustaría tanto po­nérmela en la frente...!
El enano negro respondió:
-Soy demasiado pequeño para complacerte. A esa altura sólo es capaz de llegar mi amo, el Fuego.
-Entonces habla con él y pídele que me la traiga -dijo la mu­chacha; si no, no me casaré nunca contigo, aunque mi padre te lo haya prometido.
El enano prometió que hablaría con el gigante y llevó a Nie­veblanca de vuelta a la caverna. Al cerrar la entrada, sin embar­go, se distrajo y no arrimó del todo la piedra. Después fue a ha­blar con su amo.
En cuanto se hizo de día, un haz de luz entró en la caverna a través de la rendija. La muchacha se sintió fascinada, porque no había visto nunca en su vida una luz tan hermosa. Ansiosa por echar un vistazo, se deslizó por la estrecha abertura y salió al ex­terior. Se presentó ante sus ojos el paisaje espléndidamente ilu­minado por los tonos rojizos de la mañana. Verdeaba la hierba a su alrededor, en ella brillaban las flores, en el aire cantaban los pájaros. En ese momento, el sol dejó asomar su cabeza por enci­ma de la cumbre de la montaña. Nieveblanca corrió a su en­cuentro. Subía cada vez más y se sentía cada vez más feliz y al mismo tiempo cada vez más débil.
Muy cerca de la cima, sintió que qa no podía seguir p se sen­tó en una roca para recobrar el aliento. Justo en ese instante pasó sobre la montaña su madre, Blancanube. Al ver a su hija, se dio prisa en cubrirla para protegerla del sol ardiente, pero fue en vano, ya que el Viento no le permitió detenerse y la alejó con su soplo.
Nieveblanca se quedó sentada en la roca. Era tan blanca y tan hermosa que el propio Sol se enamoró de ella. Entonces des­cendió un poco, se inclinó sobre ella y la besó. Pero al rozarla con sus labios inflamados, la muchacha se derritió.
Cuando el Fuego y el enano negro llegaron a la cima de la montaña, sólo vieron en la roca unas pocas gotas de agua más pura que el cristal.

004. anonimo (india)

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