Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La estatua de mármol

Una mujer tenía un hijo ya crecido que no se decidía por hacer nada en la vida y allí seguía en la casa de su madre, holgando y perdiendo el tiempo. La madre le insistía en que tenía que aprender algún oficio, pero el muchacho, a cada oficio que le indicaba su madre, se negaba a aprenderlo alegando que no le gustaba. Así estaban hasta que, cansado de decir que no a todo, decidió me­terse a pintor. La madre, muy contenta, le buscó un maestro que le aceptara como aprendiz y resultó que el chico se fue aficionando a la pintura y le de­dicaba sus buenas horas, lo mismo trabajando en el taller con el maestro que practicando él por su cuenta cuando el maestro no estaba. Y en poco tiempo se convirtió en un buen pintor.
Un día, el hijo del rey mandó llamar al maestro y le contó que había teni­do un sueño: había soñado con la muchacha más hermosa del mundo y que­ría que, con arreglo a las indicaciones que él le diera, el maestro hiciera un re­trato de aquella flor de la hermosura. El maestro tomó buena nota y se volvió a su casa tan afligido que no podía estarlo más. La mujer, en cuanto le vio lle­gar, notó su tribulación y le preguntó a qué se debía. Y le dijo el maestro:
‑Pues a que el rey me ha encargado que haga el retrato de una mujer que ha visto en sueños y que dice que es la flor de la hermosura. ¿Y cómo voy a retratar yo algo que no he visto de manera que al rey le plazca?
El aprendiz, que estaba por allí, dijo:
‑No tenga usted cuidado, maestro, déme a mí las señas de esa belleza, que yo haré el retrato. Sólo necesito que me deje un costal de nueces, dos panes y una botella de vino; y con eso, yo me encierro a trabajar esta noche y maña­na mismo tiene usted el retrato.
Discutieron el maestro y la mujer y al fin accedieron a darle lo que quería al aprendiz, y esté se encerró en el taller.
Pero el maestro y la mujer no las tenían todas consigo y se quedaron por la noche en su alcoba con los ojos abiertos oyendo lo que hacía el aprendiz; y lo único que oían era el ruido de cascar las nueces, de manera que al fin el maestro le dijo a su mujer:
‑Me parece que este sinvergüenza lo que está haciendo es atracarse de comer a nuestra costa, así que me voy a levantar a buscarlo para darle un buena tunda.
Y le dijo la mujer, con mejor sentido:
‑Si ya está en ello, déjale a ver qué pasa y vamos a dormirnos, que ya estoy muerta de sueño.
Mientras tanto el aprendiz, después de darse el hartazgo y muy animado por el vino que lo acompañó, se puso a la tarea y pintó el retrato de una muchacha que era, verdaderamente, la flor de la hermosura, tanto si el rey la había soñado como si no. A la mañana siguiente, el escamado maestro se presentó en el taller nada más amanecer y allí se quedó con la boca abierta al ver el maravilloso retrato que el aprendiz había pintado. Conque le despertó apresuradamente y le dijo:
‑Pero ¿cómo has pintado esto?
Y contestó el muchacho:
‑Con vino y nueces; vaya usted a llevarlo a palacio y déjeme dormir.
El hijo del rey se quedó de una pieza al ver el retrato y le dijo al maestro:
‑Ésta es la mujer con la que yo he soñado. Ahora es preciso que vaya a buscarla y tú vendrás conmigo.
Al oír esto, el maestro se fue de palacio consternado y con tal aspecto llegó a su casa que le preguntó su mujer:
‑¿Qué te pasa? ¿Es que al hijo del rey no le gustó el retrato?
‑Pues mejor fuera que no le hubiese gustado, porque ahora quiere que vaya con él a buscar a la flor de la hermosura. ¿Y cómo la vamos a encontrar, si sólo existe en su cabeza?
El aprendiz, que lo oyó, le dijo al maestro que le llevara con él a ver al hijo del rey y que ya encontrarían el modo de hacer que él acompañara al hijo del rey y el maestro quedase en su casa. Así pues, el maestro presentó al muchacho como su hijo y pidió que le dejaran hacer el viaje con ellos. Y como el hijo del rey consintió, se pusieron en marcha los tres.
A los dos días de andar, el maestro estaba tan cansado que el aprendiz le dijo al hijo del rey:
‑Como mi padre se fatiga tanto, nos va a retrasar el viaje, así que si el señor quiere, yo puedo encargarme de guiarle.
‑¿Y tú sabes por dónde hemos de ir?
‑Sí, señor ‑dijo el muchacho.
‑Pues que se vuelva entonces el maestro solo a su casa y nosotros seguimos adelante.
Eso hicieron y el hijo del rey y el muchacho siguieron camino sin detenerse y a fuerza de andar llegaron a una casa en mitad del monte. Entraron en ella y no vieron a nadie, pero la mesa estaba servida y, como estaban cansados y hambrientos, se pusieron a cenar y después buscaron un lugar donde echarse a dormir. Y allí había dos camas dispuestas, que parecía que les estaban esperando. El hijo del rey se acostó de inmediato en una de ellas, pero el muchacho, que andaba un poco desconfiado de no ver a nadie, dijo:
‑Mejor será que uno duerma y otro vele y ya cambiaremos turnos.
El hijo del rey estuvo de acuerdo y mandó a dormir al muchacho, pues él se encargaba de hacer la primera vela. A las once en punto, cuan-do acabó su tumo, cambiaron y quedó vigilando el muchacho. Y ahí estaba, dejando pasar el tiempo, cuando, al dar las doce, sintió ruido como de dos personas que entraban; y aunque no veía a nadie, oyó dos voces que hablaban entre sí, y después de saludarse decían:
‑¿No sabes con quién quiere casarse el hijo del rey?
‑No. ¿Con quién?
‑Con la flor de la hermosura.
‑¡Ay, qué difícil es eso, sí es casi imposible encontrarla!
Ahí se callaron las voces y no hubo más y el muchacho se quedó con las ganas de saber dónde podrían encontrar a la flor de la hermosura. Pero se dijo para sus adentros que, si permanecían una noche más allí, quizá lograra averiguarlo.
Al amanecer se despertó el hijo del rey y preguntó:
‑¿Hubo algo esta noche?
‑Nada, señor.
‑Pues en marcha.
‑Esperad, señor, que creo que será bueno quedamos un día más aquí, pues sucede algo extraño que quiero averiguar.
El hijo del rey se avino a ello y pasaron el día caminando por las cercanías de la casa sin ver a persona alguna, lo que les parecía extraordinario. Comieron y cenaron y después se acostaron y convinieron en hacer los turnos como la noche anterior, de manera que, a las once, el hijo del rey despertó al muchacho y se fue a dormir. El muchacho aguardó pacientemente a que dieran las doce y entonces, como en la noche anterior, oyó entrar a dos personas, a las que no veía, que se saludaron y empezaron a hablar.
‑¿Sabes que el hijo del rey se ha puesto en camino para buscar a la flor de la hermosura?
‑Sí, pero es muy difícil que la encuentre, porque está al otro lado del mar. ‑Ah, pero es fácil de pasar. Si ese cuerno de llave que está ahí colgado lo tirase al mar, se volvería un puente de plata que llega al otro lado.
Otra vez volvieron a callar las voces y el muchacho se dio cuenta de que aún no sabía lo suficiente, por lo que convenció al hijo del rey de que pasaran un día más allí, y eso hicieron. A la medianoche estaba el muchacho de guardia, como en las veces anteriores, y sonaron los pasos de las dos figuras invisibles, que se pusieron a hablar:
‑¿Sabes que el hijo del rey está muy decidido y ya debe de estar muy cerca de aquí?
‑Tal vez pare en esta casa.
‑Tal vez sí, tal vez no.
‑Pero aunque encuentre el cuerno de llave y pase el mar, no podrá traerse a la flor de la hermosura, porque la guardan un gigante terrible y dos leones feroces.
‑¿Y no hay manera de poderla‑ rescatar sin que lo vean?
‑Sí la hay, si aprovecha que estén dormidos y vuelven a pasar el mar antes de que despierten, pero ¡ay de ellos si logran alcanzarlos!
Volvieron a callar las voces y, al amanecer, el muchacho cogió el cuerno de llave y se fue con el hijo del rey hasta el borde del mar. Allí mismo echó al agua el cuerno de llave, que se volvió puente de plata, y pasaron al otro lado.
Pronto llegaron a un gran palacio, en el cual había un gigante y dos leones y los tres estaban dormidos. En/medio de todos ellos había una mujer tan hermosa que no lo podían creer. Ella, en cuanto los vio, les dijo:
‑¿Cómo es que han llegado ustedes hasta aquí?
Y dijo el hijo del rey:
‑Hemos venido a buscarte.
‑¡Desgraciados de vosotros! ‑contestó ella‑. En cuanto despierte el gigante, os alcanzará y os matará, y si los leones despiertan antes, os devorarán sin que quede una uña de vosotros.
Pero ellos se acercaron a la mujer, la cogieron con mucho tiento y, en cuanto se vieron fuera del palacio, partieron a escape hacia el mar. Al poco se despertó el gigante y, al ver que no estaba la flor de la hermosura, se llenó de ira y salió a buscarla. Y apenas miró, vio que se la llevaban por el puente de plata. Entonces echó a correr y, como era gigante, en tres zancadas se plantó junto al mar, pero en ese momento los tres fugitivos terminaron de pasar y levantaron el puente. El gigante, al ver que ya no podía seguirlos, los amenazó y dijo:
‑Te vas, flor de la hermosura, que he llegado tarde para recuperarte, pero permita Dios que en tu noche de bodas seas comida por los lobos, y si esta maldición no te alcanza, que, al primer hijo que tengas, te conviertas en esta­tua de mármol.
Volvieron los tres a toda prisa y, cuando sintieron cansancio, recordaron la casa en el monte y allí se fueron a dormir. Como en las veces anteriores, es­taba el muchacho de guardia cuando dieron las doce y otra vez volvió a es­cuchar pasos y a oír las voces.
‑¿No sabes que el hijo del rey ha conseguido traer a la flor de la hermo­sura?
‑¿Es verdad eso?
‑Verdad es, pero no sabe que trae consigo la maldición que les ha echado el gigante.
‑¿Qué maldición es ésa?
‑Que en su noche de bodas ella sea comida por los lobos.
‑Qué pena, con lo bella que es. ¿Y no hay modo de librarse de esa maldi­ción?
‑Sí la hay, si el día en que se casen el rey rodea la ciudad con un ejército para pelear con todos los lobos que se presenten.
Callaron las voces y el muchacho se echó a dormir también él, pues ya ha­bía oído lo que deseaba saber. A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en marcha y al fin llegaron a la ciudad, donde fueron recibidos con gran gozo y todo el mundo quedó admirado de la extra-ordinaria belleza de la flor de la hermosura.
El día de la boda, el rey armó a su ejército y rodearon la ciudad; y cuando ya estaban prepa-rados vieron llegar infinidad de lobos de aspecto sanguinario por todas partes y los soldados estuvieron luchando durante horas hasta que por fin consiguieron acabar con ellos.
En fin, que terminaron con bien las fiestas y todo el mundo estaba feliz y, en especial, el hijo del rey. Con el paso del tiempo, la flor de la hermosura dio a luz un niño que también era muy hermoso. Todos en el palacio estaban en­cantados y también la reina, que tanto había deseado tener un nieto. Y cuan­do el rey, después de presentar al niño, volvió con él a la alcoba de su mujer, se la encontró convertida en estatua de mármol. No hay que decir que sintió tal des-consuelo al verla en ese estado que ni siquiera la presencia del hijo le alegraba el corazón. Y así, mandó vaciar una gran sala y colocar en el centro, sobre una gran losa, la estatua de su mujer, para admirarla muerta ya que no la podía tener viva.
El aprendiz, que se había quedado a vivir en palacio, viendo el estado en que se encontraba su señor, pensó que debería visitar la casa en el monte cuanto antes y pidió al hijo del rey que le proporcionase un caballo. Salió una mañana y esa misma noche ya estaba en vela aguardando que diesen las doce. Cuando eso sucedió, sonaron los pasos y, en seguida, se oyeron las voces:
‑¿No sabes lo que pasa ahora?
‑No, ¿qué es?
‑Que el hijo del rey ha podido librarse de la primera maldición del gigan­te, pero no de la segunda.
‑¿Cuál era ésa?
‑Que al dar a luz a un niño se ha convertido en estatua de mármol.
‑Ay, qué lástima, con lo bella que era. ¿Y no hay modo de librarse de esa maldición?
‑Sí que lo hay, pero es muy triste, porque para dar la vida a la madre, tie­ne que morir el hijo.
‑¿Y cómo es eso?
‑Si matan al niño y echan la sangre en una redoma y frotan con esa san­gre las venas de la madre, ésta volverá a la vida.
Callaron las voces y esta vez el muchacho no pudo dormir; mas apenas vio la primera luz, salió a escape a palacio. En cuanto llegó, le dijo al hijo del rey cómo deshacerse de la maldición. El hijo del rey quedó apesadumbrado y su madre, la reina, se opuso a que se hiciera nada a su nietecito. Pero, finalmen­te, el hijo del rey, con todo el dolor de su corazón, decidió que antes que el hi­jo era la madre. Y como confiaba en el aprendiz, dio la orden de que se hicie­ra como el aprendiz decía.
Mataron al pobrecito niño, recogieron la sangre en una redoma y fueron frotando con ella todas las venas de la estatua de mármol. A medida que las frotaban, iban tomando color y movimiento y lo mismo los miembros y, por fin, la flor de la hermosura volvió a la vida ante la admiración de quienes pre­senciaban el prodigio.
Y aunque sintieron mucho la muerte del hijo, poco a poco se fueron con­solando con la llegada de otros hijos hasta un total de nueve que tuvieron, y el hijo del rey, que luego fue rey, y la flor de la hermosura vivieron en el pa­lacio hasta el fin de sus días y el aprendiz de pintor con ellos.

003. anonimo (españa)

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