Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

La cadena mágica


En un pueblecito vivían tres hermanos hechiceros. Los tres eran viudos y el mayor de ellos tenía una hija, de hermosura incompa-rable, llamada Adá.
Cierto día un apuesto joven se presentó ante Adá y le declaró que quería casarse con ella.
-No podré acceder a tu deseo -le respondió la joven, sin el consentimiento de mi padre.
Entonces Ndong, que así se llamaba el pretendiente, fue a encontrar a los tres ancianos que estaban sentados en el abaá.
-¿Cómo te llamas?, ¿de dónde vienes?, y ¿qué pretendes? -le preguntaron a coro-, porque aquí llevamos años y años y nadie se atreve a venir a este poblado.
-Me llamo Ndong, soy de la tribu Yengüiñ y he venido a casarme con tu hija -respondió el joven.
Los tres hermanos, por una sola boca, le contestaron:
-Por nosotros no hay inconveniente; pero quien desee casarse con Adá tiene que traernos una cesta llena de toda clase de frutos comestibles.
El joven pretendiente quedó perplejo: ¡una cesta llena de toda clase de frutas, cuando no era la época de la cosecha!
Los tres viejos disiparon la turbación de Ndong con estas palabras:
-En nuestro jardín hay un árbol que da toda clase de frutas; en cualquier día del año puedes recogerlas; si gustas, te lo mostraremos y, cuando nos traigas la cesta llena de frutas, te «podrás casar con Adá.
Ndong regresó a casa de sus padres; les dio la noticia y les pidió permiso para realizar el casamiento. Los padres le dijeron que aquella familia era familia del diablo; que cuantos vivían con ellos habían muerto, y los que no, fue porque a tiempo abandonaron el poblado de los tres hechiceros.
Ndong, que estaba locamente enamorado de Adá, abandonó ocultamente la casa paterna y se presentó ante el más viejo de los tres hermanos, el padre de la hermosa joven. El viejo cogió la cesta y, seguido de Ndong, llegó bajo el misterioso árbol.
-Llenarás la cesta únicamente de frutas comestibles -le dijo, y fue a reunirse con sus dos hermanos en el abaá.
Ndong, al quedarse solo examinó el árbol de arriba abajo; tenía forma y tamaño parecido a los demás árboles del jardín; eso sí, cada rama tenía una variedad de fruta diferente. Sin pérdida de tiempo con la cesta atada a la cintura, trepó por el árbol y empezó a llenarla de diversas frutas.
Al tocar la rama de la que pendían las negras uvas, el árbol creció de forma increíble, llegando a sobrepasar los cien metros, y el grosor del tronco no bajaría de los veinte metros. El joven pretendiente, a pesar de su valentía, se asustó y rompió en inútiles lamentos. Allí pasó tiempo y tiempo, hasta que, extenuado, su cuerpo, como fruto maduro, se golpeó contra la dura tierra.
Al cabo de unos días, los tres viejos salieron del abaá para dar sepultura al cuerpo de Ndong, que encontraron tendido bajo el árbol. El mayor de los tres percutió con su bastón el árbol que volvió al tamaño habitual. Al regresar al abaá, los hechiceros lo celebraron con regocijos.
Muchos fueron los que sucesivamente desearon casarse con Adá, y corrieron la misma suerte que Ndong.
Un día Ekoro se presentó ante los tres viejos y les dijo:
-Quiero casarme con vuestra hija; ¿qué tengo que hacer para conseguirlo?
-Mira, -le dijeron los viejos, bastará que nos traigas una cesta de toda clase de frutas.
-Dentro de cinco días, cumpliré vuestros deseos, -repuso Ekoro, y retornó a la casa paterna. Comunicó su propósito a los padres, que le aconsejaron que no lo intentase. Pero él partió, muy de mañana, sin decir nada a nadie.
Había caminado varios kilómetros; el lugar era solitario; pero alguien pedía auxilio. Corrió en dirección a donde venían las voces. Se encontró con una anciana que tenía una profunda herida en la pierna.
Ekoro se la lavó y vendó lo mejor que pudo. La vieja le preguntó qué camino llevaba.
-Voy -dijo Ekoro- a llenar una cesta de toda clase de frutas, pues es lo único que mi futuro suegro me pide para casarme con su hija.
-Vete con cuidado -repuso la vieja, -esos tres hermanos son peligrosos; y sacó de su bolsillo una cadena que entregó al caritativo joven diciéndole:
-Toma esta cadena; antes de subir al árbol, la entregas a tu futuro suegro y verás lo que sucederá.
Ekoro, partió contento, parecía que tenía alas en los pies, y a las pocas horas llegó al poblado de los tres hechiceros, que lo esperaban impacientes. El mayor cogió la cesta y, seguido de Ekoro, llegó al fatídico árbol. Antes de trepar, Ekoro obsequió al viejo con la cadena, que le colgó al cuello.
Una a una, se iba llenado la cesta de variadas frutas. Tocó el turno a las uvas y, como en precedentes ocasiones, el árbol tomó proporciones desmesuradas. Ekoro, con la mayor tranquilidad, siguió recogiendo frutas. Llena ya la cesta, gritó:
-Suegro, suegro, hazme bajar.
El viejo le respondió que bajase como había subido. Ekoro soltó la cesta y el viejo, creyendo que era Ekoro quien caía, se agachó para curiosear. Cuando la cadena tocó el suelo, alcanzó tamaño gigantesco; cada anillo pesaba, al menos, cien kilos. El viejo intentó arrancarla del cuello, pero no pudo. Gritó desesperado:
-Hierro, hierro, quitadme la cadena...
Ekoro le respondió, desde arriba:
-Hazme tú bajar y te quitaré la cadena, pues desde aquí nada puedo hacer.
-Arráncame la cadena, -insistió el brujo- y luego te haré bajar del árbol.
-Para reducir el tamaño de la cadena -contestó Ekoro- necesito tocarla con las manos.
El viejo, temeroso de morir aprisionado por la gruesa cadena, tocó con el bastón el descomunal árbol que volvió a su grandor primitivo... Ekoro descendió rápidamente y dijo a su suegro:
-Espera mientras voy en busca de la varita que reduce la cadena.
Cogió la cesta; llegó al abaá, y la entregó a los dos asombrados hermanos. Adá, que observaba la escena desde la cocina, echó a correr y abrazó a Ekoro. Los dos jóvenes, cogidos del brazo, se alejaron corriendo del poblado, dejando al viejo hechicero ahogado bajo el árbol de su hechizo.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

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