Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

La araña y el camaleón

Érase una vez una astuta araña y un pacífico camaleón, que decidieron ir a visitar a Keza, famoso por sus muchas riquezas, del que tenían confusas noticias. La distancia que separaba los poblados era enorme y difícil. Así, emplearon varios días en planear el viaje y preparar las provisiones.
El día convenido, después de los despidos de rigor, los dos amigos tomaron el camino entre las manos. Tres días y tres noches llevaban ya caminando y descansando, cuando, a lo lejos, divisaron el poblado de Keza. Entonces, dijo la araña al crédulo camaleón:
-Si te parece, nos vamos a poner unos apodos, para nombrarnos; durante nuestra visita: tú te llamarás Benindaa (los dueños de la casa), y yo, Beyen (los forasteros). ¿Qué opinas?
-Tu idea es correcta; me parece bien.
-Pero ha de ser con una condición, replicó la araña.
-¿Cuál?, -preguntó el camaleón.
-Que todas las comidas que nos traigan, diciendo: «Para los forasteros» me corresponden; las que digan: «Para los dueños de la casa», serán tuyas.
-Conforme, -asintió el camaleón.
Y prosiguieron hasta el abaá, donde Keza con sus paisanos recibieron cortésmente a los viajeros. Averiguado el motivo del viaje, Keza hospedó con magnificencia a sus visitantes. Hizo preparar un suculento banquete al estilo del país. Cuando llegaron los camareros con los manjares, dijo el que los presidía:
-Esta comida es para los forasteros.
Entonces la araña susurró al oído del camaleón:
-¿Recuerdas el trato que hemos hecho? No quieras, pues, molestar a la cuchara, pues las comidas me corresponden.
El camaleón, a pesar del hambre que sentía, no dijo palabra y se abstuvo de probar bocado, fiel al compromiso contraído. La escena se repitió a lo largo de tres días, siempre que los camareros presenta-ban los manjares, con la consabida frase: «Esta comida es para los forasteros».
El cuarto día, el camaleón estaba en los huesos; no podía aguantar más el hambre, y su vida estaba en peligro. Mientras Keza y los suyos estaban comiendo, se dirigió disimuladamente al basurero, y allí comenzó a limpiar la carne de los huesos que dejaba la araña. El primogénito de Keza que lo sorprendió en esta operación lo increpó:
-Oye, forastero, ¿no te basta lo mucho que a diario te sirve mi padre? ¿Cómo desmientes su fama de hombre rico y generoso, viniendo a saciar tu hambre en un estercolero? Mal pagas el hospedaje que te da. Iré a decírselo.
-No te sulfures, amigo mío, -le dijo el camaleón; y le contó la historia de los apodos y continuó:
-Si, de cuando en cuando, dijeran los camareros: «Para los dueños de la casa», podría saciar mi hambre y no me verías aquí.
El hijo de Keza, conmovido por estas palabras, se lo contó a su padre y a su familia que quedaron admirados de la astucia de la araña.
En adelante, se pusieron en guardia. Prepararon dos tipos de comidas: unas de sólo verduras; otras, compuestas de finas sopas, pescado blanco y carnes de alta calidad, aderezadas con exquisitas y picantes salsas.
Como de costumbre, llevaron las comidas a nuestros huéspedes. La consabida frase: «Esta comida es para los forasteros» autorizó a la araña a apropiarse de las primeras comidas. Al instante, entró otro camarero con las ricas comidas, acompañadas de la invitación: «Esta comida es para los de casa».
Al ver y oír la estratagema, la araña se quedó con un palmo de narices, y cambió de color, como un cangrejo frito; ¡había caído en la trampa! Su amigo el camaleón iba a saborear los riquísimos manjares, mientras que ella tenía que contentarse con las insulsas hierbas. Pensó en el desquite; y así, propuso al camaleón:
-Oye, amigo, dejemos por unos instantes las comidas; continuaremos luego; demostremos ahora a nuestros anfitriones quién posee más habilidad para tocar el tambor. Esto lo decía para apoderarse de las comidas, mientras el camaleón tocase el tambor.
-Me place tu idea, -repuso el camaleón; pero, ¿quién comienza?
-Lo haré yo, -contestó la araña y empezó a percutir el tambor con sus articuladas y peludas patas, lejos de los platos de comidas. Cuando llegó el turno al escarmentado camaleón, cogió sus platos y los metió debajo del tambor, y empezó el concierto con no menos maestría que su rival: nuevamente la araña fue burlada y cerró el pico.
Llegó el día del regreso. Se despidieron agradecidos de Keza quien, a su vez, les agradeció la visita; les aseguró que las puertas de su casa estarían abiertas, siempre que desearan repetirla; y, finalmente, les, dijo:
-Una vez que crucéis el río, que circunda este poblado, encontra-réis el cabo de dos cuerdas; a cada uno de vosotros corresponde una con lo que en el extremo tenga atado: es el premio por vuestra visita.
Pasado el río, asomaron los extremos de las cuerdas; la araña se encaminó disparada hacia la más fina y elegante; al camaleón le correspondió lamas gruesa y tosca. Intrigados, tiraron de ellas: en la de la araña apareció un cordero añal; en la del camaleón, un perro de caza, comparable a una certera escopeta.
Llevaban ya casi un día de camino. La araña, hambrienta y disgustada por lo que le había cabido en suerte, propuso al camaleón:
-Comamos, si te parece, lo que nos han regalado.
-Por nada del mundo, -contestó el camaleón. Nunca comeré mi magnífico perro.
-¿Qué motivos tienes para ello?, preguntó la astuta araña, enarcando las cejas. ¿Quieres que muramos de hambre, en este bosque?
-Come tú, si quieres, el cordero que te cupo en suerte. Yo presentaré a mis familiares, como trofeo, el perro cazador.
-Veo que es inútil predicarte, -concluyó la araña-, y empezó a comer el cordero tierno. Como tenía tanta hambre, lo comió entero, menos la cabeza que guardó con gran misterio.
Reanudaron la marcha. La conversación no era ni animada ni amistosa. De improviso, el perro cazador se lanzó tras un venado (Nvín) que salió de entre unas altas y tupidas hierbas. La araña meneó sus flexibles patas en seguimiento del perro, al tiempo que arrojaba la cabeza del cordero, excla-mando a grandes voces:
-¡Coge, coge, coge mi cabeza!
El perro atrapó al venado a un kilómetro del punto de partida. La araña llegó al lugar de la captura antes que el camaleón jadeante, a quien dijo la taimada araña:
-Ya ves, amigo, la cabeza de mi cordero ha matado al venado.
-Esto es increíble, -exclamó airado el camaleón; esto no es verdad.
A punto estuvieron de irse a las manos; pero el pacífico camaleón depuso su cólera y lo dejó pasar. Continuaron el regreso con las caras alargadas, como una papaya, tan enemistados estaban.
Quiso la fatalidad que el perro cazador matase cinco ovejas del pueblo vecino al de nuestros viajeros. Los habitantes del poblado se echaron a la calle; se amotinaron; preguntaron por el dueño del perro al que habrían linchado de estar allí. Allá lejos, vieron avanzar silenciosos y serios al camaleón y a la araña. A ésta le faltó tiempo para acusar:
-Este es el dueño del perro, -dijo, señalando al camaleón.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho mi perro? -preguntó extrañado el camaleón.
-Ha matado cinco ovejas, -gritaron a una indignados los campesinos. Tienes que abonarnos el importe.
-No ha sido mi perro quien mató vuestras ovejas, -argumentó el camaleón, sino la cabeza de cordero que lleva la araña.
-Eres necio; tú si que estás mal de la cabeza, -respondió por todos el jefe. Nosotros mismos hemos visto cómo las mataba.
-Escuchadme, por favor, -rogó el camaleón. No hablo por hablar. Y les contó la caza del venado y la disputa sostenida con la araña, que aseguraba haber sido la cabeza del cordero la que mató al venado (Nsín).
Los dueños de las ovejas se hicieron cargo de las burlas y engaños de que había sido objeto el camaleón de parte de la araña. Lo perdonaron e, incluso, le procuraron algunos víveres para el corto trecho que lo separaba de su casa.
El camaleón ardía en deseos de llegar al poblado y presentar a los suyos el magnífico ejemplar de perro cazador. Pero la araña, envidiosa, tejía nueva-mente la tela de la venganza. ¿Qué haría para matarle el perro y que los dos llegasen en paridad de condiciones? Ya lo tenía: «Me colgaré, se dijo, de una rama en la mitad del río; golpearé con un palo la cabeza del perro de mi amigo, y quedará con las manos vacías, como yo».
Llegaron al río. La araña, ágil y rápida, se colgó, como lo había pensado, de una robusta rama. Pero el camaleón, que no era tonto, pensó para sus adentros: «Si envío a mi perro solo, me lo matará la araña; cabalgaré sobre su lomo y pasaremos juntos». Así lo hizo.
Cuando estaba en mitad del río, justo debajo de la araña, vio cómo ésta blandía un grueso palo con la intención de golpear al perro.
-Te veo, amiga, te veo. No conseguirás tu intento, -le increpó el camaleón.
Cruzado el río, a la vista de las ansiadas casas, la araña no pudo contener su ira; se lanzó como una flecha contra el camaleón. Inesperadamente se trabó un singular y terrible combate: el camaleón dio un soplamocos a la araña, de tal forma, que los dientes se le volvieron hacia adelante; la araña,  a su vez, propinó al camaleón dos tremendos puñetazos, en ambos lados del cuerpo, de manera que éste quedó aplastado.
Como consecuencia de la lucha, a partir de ese día hasta la fecha, la araña ha quedado con la boca vuelta hacia a fuera y el camaleón, a modo de huso aplastado.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

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