Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

Juan de calaís


Esto era un hombre que tenía una pequeña tienda en un pueblo; era una tienda en la que vendía telas y ese tipo de cosas. Como buen comerciante que era, tenía la costumbre de viajar a menudo por los pueblos de alrededor para colocar su género. Un día, llegó a uno de estos pueblos y, al ir a dejar su caballería en la cuadra, se encontró con que había un muerto allí tirado en el muladar, que lo estaban comiendo los perros. Y dijo el hombre:
‑¡Válgame Dios! Pero ¿cómo se consiente esto? Ahí tirado en mitad del estiércol.
Y le dijeron:
‑Mire usted, aquí somos tan pobres que al que muere no se le hace entierro sino que se le echa al muladar.
Y dijo el hombre:
‑Esto es inhumano, esto no puede ser. Nada, que lo entierren ahora mismo, que yo pago el entierro, y no se hable más.
Y así se hizo.
Pues resulta que este buen hombre estaba enamorado de la hija de un marqués. Y como la muchacha también le quería, pues aunque fuera menos que ella se casó con él. Y esta muchacha tenía un primo camal que pretendía casarse con ella y que se quedó con las ganas.
El mismo día de la boda, los novios se embarcaron en un barco que les tenía que llevar por mar al palacio de los marqueses, porque la muchacha quería que conocieran a su marido. Y en el barco, entre otros familiares, iba el primo que la pretendiera. Y ya estaban en alta mar, cuando el primo le dijo al hombre, que se llamaba Juan:
‑Eh, Juan, ven a mirar cómo están de revueltas las olas.
Juan se asomó, confiado, y entonces el primo, aprovechando que todos estaban distraídos, le dio un empujón y lo tiró al mar.
En cuanto se vio perdido en el mar, el hombre luchó por su vida y, nadando, nadando, dio con una tabla a la que aferrarse y allí se sostuvo hasta que el mar lo echó a una isla desierta.
Allí en la isla tuvo que sobrevivir de lo que encontraba y dormir en lo alto de los árboles por miedo a las fieras, y le creció una gran barba y un cabello muy largo y así pasaron uno o dos años, que él no sabía ya porque perdió la cuenta de los días.
Y sucedió que, pasado el tiempo, y al ver que Juan no aparecía por ninguna parte, la muchacha aceptó casarse con su primo carnal.
Estaba ya a punto de celebrarse la boda cuando Juan, que seguía en la isla desierta, oyó de repente una voz que decía:
‑¡Juan de Calaiíís!
Empezó a mirar a un lado y a otro sin ver a nadie y creyó que ya se había vuelto loco; pero la voz insistió:
‑¡Juan de Calaiíís!
Y ya se atrevió a decir:
‑Aquí estoy.
Y dijo la voz:
‑Vengo a avisarte de que dentro de tres días tu esposa se casa con su primo, el que te tiró al mar. ¿No querrías volver donde ellos e impedir la boda?
El hombre dijo que sí y la voz le dijo entonces:
‑Pues yo puedo llevarte allí, pero ha de ser con una condición.
‑Está bien ‑dijo el hombre.
‑La condición es ésta ‑dijo la voz‑: me tienes que dar la mitad del primer hijo que tengas.
‑¡Eso es imposible! ‑protestó el hombre, indignado.
‑Pues piénsalo bien y mañana volveré otra vez ‑dijo la voz.
Al día siguiente estaba el hombre meditando a la orilla del mar cuando escuchó la voz que le llamaba:
‑¡Juan de Calaiíís!
‑Aquí estoy ‑dijo.
‑¿Has pensado lo que te dije ayer? ‑preguntó la voz.
‑Sí, lo he pensado, pero es imposible ‑contestó.
‑Pues piénsalo otra vez, que mañana volveré. ¡Y es mañana cuando se casa tu esposa! ‑dijo la voz.
Al día siguiente, la voz le volvió a llamar:
‑¡Juan de Calaiíís!
Y él contestó:
‑Aquí me tienes.
Dijo la voz:
‑¿Qué, lo has pensado mejor?
Respondió el hombre:
‑Sí, lo he pensado y acepto el trato.
Y dijo la voz:
‑Pues atiéndeme bien: tú cierra los ojos. Cuando los vuelvas a abrir te en­contrarás a la puerta del palacio del marqués. Entonces debes dirigirte a la sa­la de los pobres, donde hay una comida para ellos. Entrará la prima de tu mu­jer, que se llama María, a quien tú conoces. Cuando vaya a darte comida tú te echas la mano a la barba; al echarte la mano a la barba, ella te conocerá por el anillo de boda. Y luego sucederá lo que tiene que suceder.
Dijo Juan:
‑De acuerdo ‑y cerró los ojos.
Cuando los abrió, estaba a la puerta del palacio y se fue en seguida a la sa­la de los pobres. Esperó a que sirvieran la comida y, cuando le tocó a él, se echó la mano a la barba y la prima María, que la vio, salió apresuradamente de allí. Y se fue a toda prisa a buscar a su prima, la esposa de Juan, y le dijo en seguida:
‑¿Sabes quién está ahí abajo?
Dijo ella:
‑Pues ¿quién está?
Dijo su prima:
‑Tu marido.
Y ella:
‑Eso es imposible.
E insistió la prima María:
‑Te digo que es él y está en la sala de los pobres y lo he conocido por el anillo que lleva.
Y ella, entonces, dijo:
‑Hazle venir inmediatamente.
La prima María hizo como le decían, salió por el hombre, lo metió dentro de las habitaciones de la esposa y cuando ya estuvieron con él y ella también le reconoció, Juan contó su historia y lo que le había sucedido desde que el primo le arrojase por la borda. Y oído el relato, dijo su esposa:
‑Bueno. Pues ahora tú te vas a lavar, a afeitar y a vestir dignamente, que el otro tiene que purgar lo que ha hecho contigo y también conmigo.
Lo primero se lo dijeron al marqués, que en seguida estuvo de acuerdo con ellos. De modo que prepararon, en un recodo del camino de la capilla donde se iba a celebrar la boda, una gran hoguera y sobre ella montaron una enorme caldera de agua hirviendo. En fin, salieron de la casa camino de la capilla los novios y los padrinos y todos los invitados en procesión y cuando llegaron al recodo donde estaba la hoguera, les salió Juan de Calaís al paso, todo afeita­do y vestido, que se le podía reconocer. Y el primo se quedó pasmado al ver­le y dijo:
‑¡Juan de Calaís!
Y dijo Juan:
‑Yo soy, que tú me tiraste al mar para casarte con mi esposa. Ahora te to­ca purgarlo.
Y entre varios le cogieron y le echaron en la caldera, donde se deshizo en un momento.
Con esto, los dos esposos ya pudieron vivir felices. Y al cabo de un año la mujer tuvo un hijo. Juan de Calaís estaba a un tiempo contento y desespera­do, pues no se atrevía a contarle a su esposa el trato que había hecho para es­capar de la isla e impedir la boda con el primo. Y así pasaba los días sin po­der dormir.
Una noche en que estaba en vela y solo, escuchó de pronto una voz que decía:
‑¡Juan de Calaiíís!
Se quedó demudado, porque reconoció la voz; y dijo:
‑Aquí estoy.
Dijo la voz:
‑¿Te acuerdas de lo que prometiste?
Y dijo él:
‑Sí que me acuerdo.
Y dijo la voz:
‑Pues mañana vendré por ello.
Al ver esta situación, el hombre no tuvo más remedio que confesarle a su mujer el trato que había tenido que hacer para salir de la isla. Y su esposa se abrazó a él, diciendo:
‑Si es así, no habrá más remedio que dárselo. Pero tendrás que hacerlo tú solo porque yo no puedo ver cómo parten a mí hijo por la mitad.
A la mañana siguiente, el hombre preparó una tabla de madera ancha y grande donde poder echar al niño, luego estuvo afilando el hacha y después mandó a buscar al niño y se quedó a solas con él y lo preparó sobre la tabla, en espera de que la voz viniese a cumplir lo que había dicho. Y entonces es­cuchó:
‑¡Juan de Calaiíís!
Dijo él:
‑Aquí estoy.
Dijo la voz:
‑¿Tienes al niño contigo?
Dijo él:
‑Sí, aquí lo tengo.
Dijo la voz:
‑¿Vas a cumplir lo prometido?
Dijo él:
‑Sí, lo cumpliré ‑pero lo decía con tales lágrimas que daba pena verlo.
Levantó entonces el hacha sobre su cabeza y ya iba a descargarla sobre el niño cuando sintió una mano invisible que le detenía. Y oyó que decían:
‑¡Juan de Calaiíís! ¡Detente!
El hombre se detuvo.
‑¿Recuerdas aquel muerto que un día enterraste humanamente, que se lo estaban comiendo los perros en un muladar?
Dijo Juan de Calaís:
‑Sí, lo recuerdo.
‑Pues el alma de ese muerto soy yo, que he venido a salvarte de tu dolor. Ve y vive feliz con tu esposa y tu hijo para que puedas seguir haciendo tan buenas acciones como la que hiciste conmigo.

003. anonimo (españa)

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