Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

El velo de la sílfide

Eran una vez dos hermanitos que vivían con su madre en una casita de las afueras de la ciudad.
La niña se llamaba Maya, y el hermanito, Andrés. Los niños iban siempre a jugar a una pradera que había cerca de su casa. A Maya le gustaba mucho coger las bellas flores que crecían en aquella inmensa pradera, mientras Andrés corría tras las mariposas de lindos colores o los alegres pajarillos.
Un día en que Maya, como de costumbre, estaba cogiendo flores para hacer el ramo que todas las mañanas llevaba a su mamá, vió sentado en una campánula azul a un diminuto y maravilloso ser. Era una pequeña Sílfide. Maya no había visto nunca una Sílfide, pero su mamá le había contado muchas veces cómo eran estos pequeños seres.
La Sílfide llevaba un lindo vestidito verde de la más fina y preciosa tela que uno puede imaginarse. Sobre sus rubios cabellos lucía una corona de diamantes, sus piececitos calzaban lindos zapatitos de plata, y de sus hombros pendía, a guisa de manto, un velo de fina tela de araña.
Maya, que nunca había visto un ser tan hermoso como la pequeña Sílfide (y eso que no abultaba más que el dedo mayor de la niña), se puso a palmotear de alegría, de tal modo que asustó a la Sílfide, la cual, abriendo sus alitas de lindos colores, voló y fué a posarse en una margarita que había más allá.
-Queridita, preciosa Reina de las Sílfides -le gritó Maya con lágrimas en los ojos, al ver que la Sílfide huía de ella. ¡No huyas de mí! ¡No quiero hacerte el menor daño!
A la Sílfide le lisonjeó mucho el que Maya le llamara Reina, y, desplegando sus alas, volvió a posarse sobre la campánula azul, diciendo con una vocecita de cristal:
-Yo no soy Reina: sólo soy una de sus damas. Esta noche, como todas, al salir la Luna he ido con mi reina y mis compañeras a danzar en la pradera. Como era una noche calurosa, me tendí en la fresca hierba, quedándome al poco rato profundamente dormida. Cuando me desperté ya había salido la Aurora, y de mis compañeras no quedaba ni rastro. Fui en seguida a la entrada del subterráneo para reunirme con ellas, pero era demasiado tarde, pues habían tapado con tierra y musgo la entrada del Reino subterráneo habitado por las Sílfides. Y ahora, has de saber que se me castigará severa-mente cuando esta noche, al pasar lista, me encuentren a faltar.
Al decir esto la bella Sílfide, se le llenaron los ojos de lágrimas, que caían convertidas en preciosos diamantes.
-Me quitarán mi corona y tendré que tejer siete velos para las Sílfides antes de poder volver a bailar con las otras en nuestra querida pradera -continuó, entre sollozos, la Sílfide.
-¡Pobrecita! -dijo Maya. ¡Si yo pudiera ayudarte, con cuánto gusto lo haría!
-Tú eres grande y fuerte; si quieres, puedes ayudarme -dijo la Sílfide sonriéndole. ¿Ves aquel abeto? Pues en sus raíces está la entrada de nuestro Reino subterráneo. Durante el día está tapada con musgo y tierra, pero tú puedes hacer con una rama de árbol un agujero lo bastante profundo para que me sea fácil ir al Reino de las Sílfides.
-Con mucho gusto lo haré -dijo Maya.
Y arrancando una rama del primer árbol que halló, se fué al pie del abeto y, entre sus raíces, hizo con ella un agujero muy profundo, lo cual no le fué difícil, pues la tierra en aquel sitio era muy blanda.
Cuando Maya acabó su trabajo, le dijo a la Sílfide:
-Ya se acabaron tus penas; puedes reunirte con tu Reina.
La Sílfide, muy contenta, le dió las gracias y se deslizó por el agujero, pero antes de desaparecer le dijo a Maya, que estaba muy pensativa:
-¿No quisieras pedirme algo?
Y Maya le respondió:
-Sí, quisiera pedirte una cosa.
-Concedido -dijo la Sílfide. ¿Qué quieres?
Quisiera ver bailar una noche a las Sílfides.
La Sílfide se puso pálida y le repuso:
-¡Desgraciada! ¿No sabes que les está prohibido a los mortales ver bailar a las Sílfides? Si ellas te descubrían, serías su eterna prisionera y no verías más la luz del Sol.
-Me esconderé muy bien y nadie me verá -insistió Maya.
-Cumpliré mi palabra porque te lo he prometido -dijo la Sílfide, pero antes tienes que jurarme no decir a nadie lo que veas.
La niña hizo su promesa, y la Sílfide, quitándose el manto, se lo entregó diciéndole:
-Aquí tienes mi manto; si te lo pones sobre los ojos, verás lo que a todo mortal le está vedado. Con él podrás asistir a la danza de las Sílfides, siempre que estés escondida y quietecita. Mi velo te hará ver no solamente a las Sílfides, sino a todos los seres invisibles. Guárdalo bien y no dejes nunca que el Sol brille sobre él, pues entonces perdería todo su poder.
Maya se puso muy contenta y, dándole las gracias, se despidió de la Sílfide. Cuando ésta hubo desaparecido, la niña tapó el agujero con tierra y musgo y luego, cogiendo el precioso velo, echó a correr hacia su casa.
Al llegar la noche, Maya se acostó muy temprano, porque ansiaba poder mirar a través de su precioso talismán. Y cuando le pareció que su hermanito Andrés y su madre dormían, sacó el velo de debajo de la almohada y se lo puso ante los ojos.
¡Cuál no sería su sorpresa al ver sentado encima de la baranda de la camita de Andrés a un gnomo, que se estaba comiendo una gran rebanada de pan con mantequilla!
-¡Oh! -exclamó la niña. ¡No sabía que hubiera enanitos en nuestra casa!
El gnomo, al verse descubierto, se asustó mucho y, tirando la rebanada de pan que se comía, se apresuró a esconderse debajo de la cama de Andrés.
"Aquí pasa algo anormal -se dijo el gnomo. ¿Cómo puede ser que esta niña me vea? Sólo teniendo en su poder un velo de Sílfide. Esperaré que se duerma y se lo quitaré."
Pero a Maya le era imposible dormir aquella noche, así es que se vistió y, de puntillas, dirigióse al prado.
Hacía una noche muy clara y tibia. Maya miraba con los ojos muy abiertos. La pradera estaba muy iluminada por la Luna, y hacia el centro había una masa nebulosa bastante espesa.
La niña fué a esconderse detrás de un arbusto que crecía allí cerca, y, cuando creyó que nadie podía verla, sacó el velito de la Sílfide y se lo puso ante los ojos.
Al principio quedó tan deslumbrada que nada podía distinguir, pues aquella masa nebulosa del centro de la pradera se había convertido en infinidad de seres vestidos con magníficas telas de todos los colores, que a la luz de la Luna centelleaban como piedras preciosas.
Cuando Maya acostumbró sus ojos a aquella maravilla, pudo distinguir a la Reina de las Sílfides rodeada de toda su corte, que aquel día, por ser plenilunio, vestía sus mejores galas, luciendo las cabecitas coronas y diademas de las más preciosas del tesoro subterráneo. También vió a millares de gnomos, enanos y duendecillos, todos muy alegres y bailando. Se parecían a los niños cuando estrenan un lindo vestido.
Tan absorta estaba Maya contemplando aquellos pequeños seres, que no se daba cuenta del tiempo transcurrido, hasta que la Aurora tendió su manto rosado, y Sílfides, gnomos, enanos y duendes, todos se marcharon a escape hacia sus casitas y subterráneos.
Entonces, Maya se volvió a su casita de puntillas, para no despertar a su mamá; se desnudó y se metió en la cama, quedando al poco rato profunda-mente dormida, con la cabecita llena de la maravilla que había visto.
El gnomo, que se había quedado debajo de la cama aguardando la vuelta de la niña, cuando la vió dormida se deslizó hasta su camita y buscó por debajo de la almohada el velo de la Sílfide. Lo halló en seguida y dejó en su lugar un pedazo de tela fina.
A la mañana siguiente, cuando Maya despertó, su primer cuidado fué coger su precioso talismán y, sin notar el cambiazo del gnomo, corrió en busca de su hermanito para contarle lo que viera la noche anterior, pues Maya estaba tan maravillada que le fué imposible guardar por más tiempo su secreto.
Andrés quedó muy sorprendido de lo que le contó Maya, y resolvieron ambos, llegada la noche, ir juntos a ver la danza de las Sílfides.
Esperaron que se acostara su madre para salir sin ser vistos y, cogiditos de la mano, se dirigieron hacia la pradera.
También aquella noche la Luna bañaba por completo el paraje, como la noche anterior. Maya, muy emocionada, sacó su preciosa tela y se la puso ante los ojos, pero no vió nada; creyó que era debido a la distancia que había entre ellos y las Sílfides, y dijo a Andrés:
-Debemos acercarnos un poco más.
Así lo hicieron, y cuando creyeron que estaban a una distancia prudencial, la niña volvió a mirar a través de la tela.
Pero tampoco vió nada.
Quiso probar Andrés (quizás él tuviera más vista) y tampoco vió nada.
-Esto es un pedazo de tela corriente -dijo indignado Andrés y en la pradera sólo hay niebla. Para que veas que es verdad, voy a ir allí.
Y echó a correr hacia la niebla.
Maya le llamó, asustada, pero ya era tarde; la niebla había envuelto por completo a Andrés y venía hacia donde ella estaba.
Centenares de pequeñas manos invisibles la ataron; luego la levantaron en alto y la colocaron en un cochecito de plata tirado por cien ratones blancos.
En un abrir y cerrar de ojos, Maya se encontró en un palacio subterráneo, donde había una luz intensísima, pues las paredes brillaban como si fueran rayos de Luna. Un centenar de bellas Sílfides le desataron las ligaduras y Maya pudo incorporarse, aunque con mucho cuidado, pues el palacio, que era muy espacioso para las Sílfides, resultaba reducidísimo para Maya. Luego la condujeron a un calabozo y allí vió a su hermanito sujeto con cadenas a las paredes, e igual hicieron con ella. Cuando acabaron su trabajo, las Sílfides los dejaron solos.
Muchos días y muchas noches pasaron los niños en aquel calabozo, y estaban los pobrecitos muertos de hambre, pues aunque las Sílfides les llevaban cada día ración de comida para cien Sílfides, consistente en gotas de rocío, pétalos de rosa y miel, a los niños aquello les era insuficiente.
Hasta que un día le tocó el turno de carcelera a la pequeña Sílfide que le dió el velo a Maya.
Cuando la Sílfide vió las caritas pálidas de los prisioneros, tuvo mucha lástima y les dijo:
-Si te ves así, Maya, es por tu culpa, pues ya te dije que si te descubrían te harían su prisionera; pero quiero ayudarte para que veas que mi reconocimiento es sincero. Aquí tienes este velo y esta llavecita; si con la llave golpeas tus cadenas y las de tu hermanito, se romperán como si fueran de cristal; luego, abrirás con ella las puertas del subterráneo. Esperaréis a que sea de noche para salir, y entonces os cubriréis con el velo y dirás estas palabras:

Vuela, vuela, velo de la Sílfide.
La luz de la Luna brilla muy clara.
Esconde, esconde, para las Sílfides mi cara.

El velo crecerá lo suficiente para que podáis ocultaros los dos. Mientras estéis debajo del velo protector, ninguna Sílfide ni ningún otro ser podrá haceros el menor daño.
Maya y Andrés escuchaban lo que les decía la pequeña salvadora, muy conmovidos.
La Sílfide les entregó los objetos mencionados y luego continuó:
-Bueno, ahora he de rogaros que me llevéis con vosotros, pues, al ayudaros, quedo desterrada del Reino de las Sílfides, y si me cogieran me encarcelarían en vuestro lugar y me dejarían morir de hambre.
Los niños no se hicieron repetir los consejos y ruegos de la Sílfide, y cuando el Sol doró la pradera, ellos llegaban frente a la puerta de su casa.
No hay que decir la alegría que tuvo la madre de Maya y Andrés al verlos de nuevo, pues ya los creía víctimas de las fieras que habitaban los bosques cercanos.
Los niños contaron a su mamá todas las aventuras que habían sufrido por desobedecer los consejos que les diera la pequeña Sílfide, y cómo ésta los había salvado de una muerte segura.
Un hermoso geranio que florecía en la ventana del cuarto de los niños fué la vivienda de la Sílfide, y no se olvidaba nunca Maya de traerle infinidad de golosinas, lo cual ponía a la Sílfide muy contenta, pues era muy golosita, y para demostrar su agradecimiento a la niña, abría sus lindas alitas y revoloteaba de flor en flor como si fuera una mariposa. Al llegar la noche, Maya preparaba un lecho dentro de una cajita que ella tenía buen cuidado cada día de llenar de pétalos de rosa, para que la Sílfide descansara.
Así pasaban los días muy felices para todos, hasta que un día la mamá de Maya y Andrés llevó a los niños a la ciudad y no regresaron hasta después de la puesta del Sol. Y las Sílfides, que siempre estaban al acecho, se llevaron prisionera a la infeliz inquilina del geranio.
La desesperación de Maya fué muy grande al no encontrar a su querida Sílfide, y no comía ni dormía pensando en su pequeña, que por su culpa estaba prisionera en el Reino Subterráneo. Tal era su arrepentimiento, que enfermó.
El gnomo que habitaba en la casa no tenía mal corazón, y hacía mucho tiempo que estaba arrepentido del robo del velo de la Sílfide. Al ver la aflicción de Maya, se dijo:
-Quisiera reparar todo el mal que he causado a esta niña.
Y una noche, estando Maya llorando, como siempre, se acercó el gnomo a su camita y, tocándole el brazo, le dijo:
-Aquí tienes tu velo. Yo fuí quien te lo robó, pues no quería que me vieras. Estoy arrepentido y voy a ayudarte a libertar a la pequeña Sílfide de su prisión. Mañana por la noche, cuando todos duerman, iremos a visitar al buho que habita en la encina que hay detrás de tu casa y le pediremos consejo. Es muy sabio y a todo le encuentra solución.
El gnomo, al dirigirse a Maya, había vuelto de revés su gorra, y entonces quedaba visible.
Maya dió las gracias al enanito y, por primera vez después de la desaparición de la Sílfide, pudo dormir algunas horas.
Cuando llegó la noche, Maya y el gnomo se fueron a visitar al sabio buho y le contaron sus penas. Éste sacudió la cabeza cuando oyó la narración del gnomo.
-Es un caso muy difícil -dijo y si quieres que ayude a la niña tienes que prometerme que cada día me pondrás carne fresca y leche al pie de la encina.
Maya dijo al gnomo que se lo prometiera, pues ella misma se cuidaría de cumplir su promesa.
Entonces dijo el buho:
-La Sílfide está prisionera en el subterráneo. La Reina está muy enfadada y quiere dejarla morir de hambre. Sólo devolviéndole el anillo, que ha perdido esta noche cuando danzaba en la pradera, podrá la Reina apaciguarse y estar propicia al perdón.
El buho tomó aliento y continuó:
-Ese anillo se halla ahora en poder de las cornejas, y lo tienen en su nido, que está en el tronco hueco del árbol que hay al pie de la fuente. Si puedes hacerte con él esta noche, que vaya mañana la niña a la entrada del Reino Subterráneo y deje el anillo, envuelto en el velo que le dió la Sílfide, en un sitio bien visible, para que la Reina, al salir a danzar, sea lo primero que vea. Cuando la Reina vea ambas cosas, perdonará en seguida a la Sílfide.
Le dieron las gracias al buho por sus consejos y se retiraron. Entonces el gnomo le dijo a Maya que se acostara tranquila, que a la mañana siguiente encontraría el anillo en su ventana.
Y así sucedió. Cuando Maya abrió la ventana, sobre un pétalo de geranio brillaba, como una gotita de rocío., una diminuta sortija con un diamante.
Maya cogió el anillo con mucho cuidado, lo envolvió en el velo que le robó el gnomo y corrió a depositar los dos objetos al pie del álamo, en un sitio bien visible.
Cuando a la noche siguiente la Reina de las Sílfides los encontró, se puso muy contenta y quiso celebrar el acontecimiento con fiestas magníficas, a las que invitaron a todos los seres invisibles de aquellos contornos, y no hay que decir que perdonó a la bondadosa Sílfide, que no había hecho otro pecado que complacer a Maya.
En cuanto a Maya, fué la niña más feliz del universo y nunca más quiso ver bailar a las Sílfides.

132. Anonimo (suecia)

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