Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 8 de julio de 2012

El tesoro de las montañas azules

Era una vez un niño que se pasaba todo el día sentado a la sombra de un olmo que había en el jardín de su casa, contemplando las altas montañas que rodeaban el pueblecito que le vió nacer; pero lo que más le interesaba eran los altos picos que se veían a lo lejos, detrás de todas las montañas, y se perdían entre las nubes; y era porque aquellas montañas eran azules, de un transparente azul zafiro.
Un día que la abuelita estaba sentada a su lado haciendo la interminable calceta, le preguntó:
-Dime, abuelita: ¿qué hay detrás de esas altas montañas?
La abuelita le miró y dijo sonriendo:
-Detrás de esas verdes montañas hay hermosas praderas y espesos bosques, aldeas y ciudades, torrentes y ríos que bañan fértiles tierras pro-ductoras de sanas hortalizas; flores y pájaros de bonitos colores.
El niño, que escuchaba extasiado a la abuelita, volvió a preguntar:
-¿Y en aquellas montañas azules que desde aquí sólo divisamos sus cumbres? ¿Qué hay allí, abuelita?
La anciana dejó de hacer calceta, miró los azules picos y, dando un suspiro, dijo:
-Allí hay lo que todos ansiamos: el agua de la vida.
Al ver la atención con que era escuchada, continuó:
-En las Montañas Azules hay un manantial de aguas maravillosas que tienen el poder de rejuvenecer y alargar la vida a quien bebe de ellas; además, hay también un tesoro escondido en el tronco hueco de un árbol, que perteneció a un gran mago. Muchos han intentado ir a las Montañas Azules en busca de los codiciados tesoros, pero jamás lo han logrado, porque dichas montañas están inmensamente lejos...
Y la abuelita acabó la narración con un prolongado suspiro.
El niño ya no pensó en otra cosa que en el agua de la vida y en el tesoro del mago. Por la noche soñaba con ellos y veía las milagrosas aguas brotar de entre rocas de zafiro, y montones de monedas de oro en el hueco del árbol azul. Tanto llegó a pensar en ello, que no comía ni dormía, y un día se dirigió a su padre y le dijo, resuelto:
-Padre mío, quiero ir en busca de los poderosos tesoros que se hallan en las Montañas Azules; cuando vuelva, ya no tendréis necesidad de trabajar tanto y mis hermanitos podrán comer todo lo que quieran.
El padre y la madre se echaron a reír con todas sus fuerzas, y dijeron al pequeño héroe:
-¿Cómo pretendes ir a las Montañas Azules, tú, tan pequeño? ¡Anda, anda! Vete a jugar y déjanos en paz, que preferimos nuestra pobreza al oro del mago.
Pero el niño, que era muy terco, volvió al día siguiente a sus padres con el mismo tema, y así todos los días, hasta que al fin, cansados de oírle, decidieron dejarlo marchar para escarmentarlo, pensando que regresaría a los primeros tropiezos.
Arreglaron un paquete con provisiones para unos días y otro con alguna ropa de abrigo, por si tenía frío en la noche, y le dejaron partir.
El niño besó a su madre, abuelita y hermanos, dió la mano como un hombre a su padre y, cogiendo un pequeño bastoncito que su progenitor le había hecho, partió hacia las Montañas Azules.
Sin volver la cabeza ni una sola vez, el pequeño caminante cruzó prados y bosques y escaló altas montañas, parándose lo preciso para tomar alimento, y así atravesó montes y valles, aldeas y ciudades, siempre con los ojos hacia las montañas color zafiro. Pero éstas cada vez parecían más lejos. "Caminando siempre en esta dirección no hay duda de que algún día llegaré", se decía a menudo el chiquillo para darse ánimos.
Pasó el verano, el otoño y el invierno. La primavera dábase a conocer por sus prados floridos y su clima benigno. El niño había crecido mucho; sus ropas estaban viejas y cortas, sus zapatos se reían por todas partes, y no tuvo otro remedio que ponerse a trabajar en casa de un pastor, para ganarse unos pantalones, camisa y zapatos nuevos.
Al cabo de unos años dejó al pastor y éste le entregó un traje nuevo que le iba muy grande. El niño, que se había convertido ya en un mozalbete, emprendió la marcha muy contento, mirando siempre a las Montañas Azules, que parecían estar algo más cerca.
Pasaron varios años más. Las montañas tenían ahora un color azul magnífico, pero ¡cuán lejos estaban aún! El niño era ya un hermoso y robusto joven.
Un día, llegó a una gran ciudad en la que reinaba la intranquilidad y todos sus habitantes estaban afligidos. Preguntó el joven por la causa, y le contestaron que tres malignos gigantes se habían instalado en la cima de una montaña que desde allí divisábase y dijeron al Rey que si no les entregaba cada día uno de sus súbditos, arrasarían los campos y la ciudad entera. Traían con ellos un enorme perrazo que echaba fuego por los ojos y que era el guardián. Muchos valientes soldados habían intentado rodear la montaña para atrapar-los cuando dormían, pero el perro, que tenía un olfato maravilloso, les delataba en seguida, y los desgraciados soldados eran víctimas de los gigantes. Regimientos enteros envió el Rey para apresarlos, pero los gigantes los recibían a pedradas, y como cada piedra tenía el volumen de una casa, pronto acababan con los infelices. Otra vez, intentaron incendiar la montaña entera, pero los gigantes, que eran muy listos, habían cortado todos los árboles de alrededor de la cueva y apisonado la tierra para que el fuego no llegase a ellos. En vista de esto, el Rey no tenía más remedio que acceder a entregarles un súbdito diario, pues temía la venganza de esos poderosos gigantes.
-¿Y son muchos los desgraciados que han sido víctimas? -preguntó el joven al hombre que le había informado.
-¡Oh, no! No ha habido aún ninguna víctima; hoy es el primer día del sacrificio. El Rey ha mandado hacer un sorteo en el que todos tomarán parte, y el que salga con el número destinado será la víctima.
Obligaron al joven a tomar número en tan fúnebre lotería y dió la casualidad de que le tocó a él el número fatal.
Estaba muy apenado por su mala suerte. Cuando casi llegaba a las Montañas Azules, tenía que perder la vida por culpa de aquellos locos gigantes, y lloraba de rabia al verse impotente contra tales antropófagos.
Los gigantes, que le vieron subir en tal estado de desesperación, dijeron en son de burla:
-¡Qué cobardes son los pequeños hombres! Cuando ven la muerte cerca, lloran como niños.
-No tengo miedo a la muerte -respondió el joven, con desprecio. Lloro de rabia al verme impotente contra vosotros, ¡bestias feroces! ¡Ahora que iba a alcanzar el agua de la vida y el tesoro del mago, que hubiera hecho ricos a mis padres...!
-¿Qué agua es ésa? -preguntaron los gigantes.
-Es de un manantial que corre por las Montañas Azules y tiene el poder milagroso de alargar la vida a quien bebe de ella. Ya me faltaba poco para llegar a las Montañas Azules; si me dejáis con vida os prometo traeros de esa maravillosa agua.
Aunque los gigantes vivían mucho, no por eso escapaban de la muerte, y los tres pensaron que no iría mal el poder alargar más su vida.
-¡Ah, no! -contestó resueltamente el joven, que empezaba a perder el miedo que le habían inspirado los gigantes. Si queréis que os traiga esa poderosísima agua, tiene que ser con la condición de que habéis de respetar a los súbditos de este país hasta mi vuelta.
Los gigantes protestaron, mas al fin accedieron.
-Pero piensa que si intentas engañarnos, ¡pobre de ti!le dijeron.
El joven ya no les oía, pues había emprendido veloz carrera para notificar al Rey la buena nueva. Éste estaba tan contento que no sabía cómo recompensarle. Al fin dijo que le entregaría la corona si se quería casar con su hija. Pero el joven, galantemente, rehusó, diciendo que a la vuelta hablarían. Entonces, le hizo preparar un soberbio coche de plata tirado por cuatro caballos blancos, mas él no quiso aceptarlo y dió las gracias al Rey por todas sus bondades. Al decirle el monarca si no se quería llevar ningún recuerdo, pidió un traje nuevo y unos zapatos bien fuertes.
Y, muy alegre y esperanzado, emprendió la interrumpida marcha.
Pasaron algunos años más y ya había gastado la ropa y los zapatos. Buscó colocación en casa de un rico aldeano y trabajó durante un año, hasta que pudo comprar nuevas ropas.
En la casa donde prestaba sus servicios había una joven, hija del amo, que era muy bella, y pronto se enamoraron; pero el amor no pudo retener al joven. Y un día partió, con el corazón destrozado por la pena, en busca de los codiciados tesoros de la Montaña Azul.
-No llores, amor mío -le dijo al partir a su novia; pronto regresaré inmensa-mente rico y nos casaremos, y te llevaré a que conozcas a mis padres y hermanos.
Han pasado muchos años más. El joven es ahora un hombre de mediana edad y acaba de llegar a un país donde reina la desesperación. La joven Reina había tenido un hermoso niño y los enanitos que habitan debajo del castillo se lo robaron para vengarse del Rey.
Los enanos estaban irritados contra el Rey porque éste había mandado hacer un pozo en busca de un manantial de aguas puras, pues las del pozo de que se habían servido hasta entonces no eran buenas. Tuvieron que perforar la tierra muy profundamente para encontrar agua, y dió la casualidad de que precisamente los enanitos tenían sus moradas en aquel trozo de tierra y fueron destrozadas muchas de ellas. Durante muchos siglos, los enanitos vivieron en aquella tierra en paz y armonía, y nunca habían hecho ningún mal al hombre; al contrario, le ayudaban en lo que podían. Cuántas veces se habían encontrado los habitantes de aquel país con que una casa en construcción, de la noche a la mañana, había aumentado un piso; o con que un aldeano no había podido acabar de segar el trigo y, a la mañana siguiente, lo encontraba no sólo segado, sino en gavillas y apilado cuidadosamente; o con que un animal enfermo, a punto de morir, al día siguiente estaba completamente curado, fuerte y vigoroso. Todo, gracias al cuidado de los pequeños seres que habitaban bajo el castillo.
Cuando empezaron el pozo en busca de agua, una noche que el monarca hacía rato que se había acostado, salió un pequeño ser de la tierra y, dirigiéndose al lecho del Rey, empezó a tirar de la mano a éste. Abrió el Rey los ojos y vió sentado en su cama al diminuto ser, que llevaba una corona de oro en la cabeza.
-Di a tus hombres que no perforen más la tierra, pues ya han estropeado bastante nuestras moradas -fué el saludo del extraño ser.
El Rey, al verse despertado por aquel enanito insignificante que le hablaba tan autoritariamente, respondió, malhumorado:
-Me gustaría saber quién es el Rey en este país, si tú o yo.
-Tú eres el Rey del país que hay en la superficie de la tierra, y yo, del subterráneo; si quieres, podemos probar quién es más poderoso.
El Rey, que no ignoraba la existencia de aquellos pequeños seres subterráneos, dijo:
-¿Pretendes, quizá, que estemos sin agua en el castillo con tal de que no molestemos a tu real persona?
-Muchos siglos ha servido para el caso el pozo que hay en el patio -fué la respuesta del monarca subterráneo. ¿Por qué ahora no puede hacer el mismo servicio?
-Bien sabes que el agua del pozo es mala y sucia -respondió el Rey, indignado.
-Mi gente puede limpiar y sanear el pozo -replicó el enanito.
-Gracias -dijo el Rey, ya enfadado. Cuando quiera consultarte, te llamaré. Pero sabe de una vez que en la superficie soy el Rey, como tú dices, y que si me enfado lo seré también del subterráneo de mi castillo.
El Rey dió media vuelta y se acomodó para dormir, sin dar más importancia al pequeño personaje.
Éste, irritado, le amenazó con el puño, y dijo:
-Ten cuidado, orgulloso Rey, que no tardarás mucho en implorar al Rey subterráneo.
Se abrió la tierra y desapareció.
Algunos días después nacía el pequeño heredero, y el pueblo celebró tal acontecimiento con grandes fiestas que sólo duraron tres días, pues al cabo de éstos corrió la noticia de la desaparición del Príncipe.
El Rey comprendió en seguida que la desaparición de su hijo tenía que ver con el vengativo Rey de los enanitos. Y con lágrimas en los ojos fué a rogarle, al pie del pozo en construcción, que le entregara su hijo, que inmediatamente daría orden de que parasen los trabajos de perforación. El pequeño soberano no le contestó jamás, y el Rey se desesperaba y fué inútil cuanto rogó al inconmovible monarca subterráneo. Desesperado el Rey, se encerró en una habitación y no quiso comer ni beber hasta que le devolvieran a su hijo. Al ver que su resolución era inútil, pues el Rey de los enanitos le dejaba morir, cogió una rabia atroz y, no pudiendo vengarse de los seres subterráneos, por miedo de que hicieran daño a su hijo, decidió hacerlo pagar al primero que encontrase. Ordenó que cada día fuese a Palacio un súbdito, y si durante él no encontraba el modo de salvar a su hijo de la ira del Rey subterráneo, lo mandaba colgar.
Así, le parecía al infeliz Rey que gozaba con el mal de los otros.
Cuando los del pueblo vieron llegar al forastero, lo llevaron a Palacio, contentos de que, por aquel día, se evitara el ser colgado uno de los suyos.
El pobre hombre estaba muy apenado de tener que perder la vida por culpa de los otros. "¿Cómo podré yo salvar al hijo del Rey del poder de los furibundos enanitos subterráneos? -decía, afligido. Un día y una noche me quedan de vida; lo mejor es que espere sentado el acontecimiento." Y se sentó a la sombra de un olmo que había en el jardín de Palacio. Sus ojos miraron las altas Montañas Azules, que brillaban al sol con magníficos destellos, y dijo en voz alta:
-¡Tan cerca como estoy ahora de ellas y tener que morir! ¡Pobres padres míos! ¡Ya no podré haceros ricos! ¡Y el agua de la vida, que con una sola gota podría resucitar a los muertos!... Bien podrían esperarse a colgarme a la vuelta, pues con tan poderoso talismán, poco me importaría morir.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se abrió la tierra a sus pies y apareció el poderoso Rey subterráneo. El monarca miró fijamente al hombre y le dijo:
-¿Es verdad lo que dices de esa agua maravillosa?
El hombre vió el cielo abierto y respondió, esperanzado:
-Es tan cierto como que ahora te estoy viendo a ti, poderoso Rey.
-Si te entregamos al niño real, ¿nos traerás un poco de esa agua?
Los enanitos, aunque podían vivir muchos años, no por eso estaban libres de la muerte o de alguna enfermedad, y el pequeño Rey pensó que no iría mal tener en su poder algunas gotas del agua de la vida.
El hombre prometió traérsela. Entonces, el pequeño ser subterráneo se subió a su hombro y, de un fuerte tirón, le arrancó tres cabellos.
-Guardaré estos cabellos en mi poder; si intentas engañarnos se volverán blancos, y entonces, aunque te hallases en el fin del mundo, no podrías escapar a nuestra venganza.
Desapareció, para volver a salir inmediatamente con un niño de pañales en los brazos, y le dijo:
-Entrega su hijo al Rey, que bastante castigado está, y tú procura volver con el agua de la vida cuanto antes. ¡Adiós y buena suerte!
Con el niño en los brazos, se dirigió a toda prisa al castillo e hizo entrega del pequeño Príncipe a sus padres.
No hay que decir la alegría que tuvieron éstos al ver nuevamente a su hijo sano y salvo. El Rey quiso dar al extranjero la mitad de su reino, pero éste no aceptó otra cosa que un traje y unos zapatos.
Han pasado muchos años más. Ahora el niño es ya un viejecito de larga barba blanca. Cuando ya se creía al pie de las Montañas Azules, se encontró con que había que atravesar un país infectado por el cólera. Para que nadie pudiese entrar ni salir, el Rey del país ordenó cerrar las puertas de la ciudad.
El pobre anciano se desesperaba al ver que los centinelas no le dejaban pasar.
-Estás loco, abuelo -le decían, queriendo atravesar un país infectado por el cólera. ¿No ves que la gente muere como moscas?
-¡Oh, dejadme pasar, os lo ruego! -suplicaba él. ¡Hace tantos años que ansío escalar las Montañas Azules, y ahora que estoy tan cerca de ellas me priváis de que consiga mi ilusión de toda la vida!
Y tanto suplicó, con lágrimas en los ojos, que los centinelas se apiadaron de él y le franquearon la puerta.
No encontró a ningún ser viviente por las calles, todo era tristeza y desolación; pero él no se entretuvo a pensar, pues sólo el loco afán de llegar a la meta deseada le guiaba. Como hacía un sol muy fuerte, pronto se le secó la boca y bebió de las infectadas aguas de aquella capital.
Por fin consiguió salir del tétrico país, pero la fiebre abrasaba su cansado cuerpo; sus ojos cada vez veían menos; más bien se arras-traba que andaba. Había llegado al pie de las Montañas Azules, pero él no se dió cuenta, pues apenas podía ver y la cabeza le ardía.
Agarrándose a las matas y arbustos, fué subiendo penosamente hasta llegar a una explanada en la que corría un manantial de frescas aguas. Era la famosa agua de la vida. Sin sentido y abrasado por la fiebre, el pobre anciano se tendió sobre la hierba y cerró los ojos, esperando que la muerte acabara con su dolor.
Un pajarito azul voló hacia el manantial de las poderosas aguas y se bañó en ellos; luego sacudió sus lindas plumas sobre una roca que había cerca del moribundo anciano. Una gotita tocó a éste en la abrasada frente. La fiebre cesó en el acto, su dolorido cuerpo se sintió joven y sus ojos vieron las incomparables maravillas de la Montaña Azul.
-¡Por fin he llegado a la meta! -gritó, loco de alegría. ¡Ésta es el agua de la vida !
Bebió de ella hasta saciarse. Cuando se levantó, su cuerpo era joven y hermoso. Con unas hojas de una planta que crecía allí, construyó un jarro y lo llenó del agua de la vida; luego contempló extasiado los magníficos árboles de copa y follaje azul, las rocas y el musgo, las flores, los pájaros y las mariposas, todas también azules como el zafiro.
-He de buscar el tesoro -dijo, alegre, y bastante me costará si he de mirar todos los árboles uno a uno.
Como se sentía joven, empezó el arduo trabajo con alegría.
Y así buscando, fué a parar a una inmesa pradera de hierba finísima y azul, cuajada de hermosas flores. En medio de la pradera se alzaba un palacio construído de zafiros, que brillaba de un modo deslumbrador. Las puertas aparecían abiertas y entró. Las salas estaban vacías y sus pasos resonaban; el más pequeño suspiro era repetido por el eco y daba la impresión de miles de voces. Llegó al salón principal, adornado con varios espejos, y, con letras de oro, había escritas estas palabras: "Estás en el Palacio del Recuerdo". El joven miró uno de los espejos y vió su figura reflejada en él, sonriente y alegre; después desapareció para reflejarse las de sus padres y hermanos, y la de la abuelita, haciendo calceta a la sombra del olmo que tan gratos recuerdos tenía para él. Unas lágrimas se le escaparon y la pena le ahogaba. Luego, en el espejo, fué tomando cuerpo la sonriente cara de su novia; estaba a la puerta de su casa, mirando a lo lejos como si esperase a alguien; el sol bañaba sus rubios cabellos y la hacía parecer mucho más bella aún.
Salió aprisa del Palacio del Recuerdo, pues la emoción le embargaba, y se dispuso a buscar el tesoro del mago con todo afán. Al cabo de unos días encontró el árbol deseado, en cuyo hueco halló un saco que contenía inmensas riquezas en joyas, oro y monedas. Cogió el saco para levantarlo y vió salir de dentro un lagarto azul que, después de mirarlo, le dijo:
-Este tesoro encantado es tuyo, pero no podrás hacer uso de él. Mientras estén en el saco serán riquezas, pero cuando las saques de él se convertirán en hojas secas. De poco te servirá.
El joven se puso triste y exclamó:
-¡Yo que tantos años he perdido en busca de este tesoro para que mis padres fueran ricos, y ahora resulta que he perdido el tiempo! ¿No sabes tú el modo de librarlo del encantamiento?
El lagarto le miró fijamente y, al cabo de un rato, dijo:
-Deja el saco a la sombra de una ermita durante tres días y tres noches, y el poder mágico del mago desaparecerá.
El joven le dió las gracias y se marchó muy contento. No había perdido el tiempo. Dejaría el saco a la sombra de la ermita de su pueblo y serían ricos sus padres, y su novia, la más dichosa aldeana de todos los contornos. Con el dinero podría comprar una finca y mucha tierra, tendría un establo repleto de caballos, vacas y mulos, y muchas aves de corral andarían sueltas por el patio. ¡Oh, qué contentos estarían sus hermanitos! Sólo de pensarlo se reía.
El desgraciado no podía imaginarse que habían pasado tantos años desde que salió de su casa paterna, y mucho menos que sus seres queridos hacía años que habían fallecido de viejos.
Y, con el saco a la espalda, fué caminando hasta llegar al país infectado por el cólera. Salpicó las fuentes y pozos con su agua milagrosa y, al salir de la ciudad, ya no había ningún foco de infección.
Pasaron muchos años antes de que llegara al país habitado por los enanitos subterráneos. Era entonces un hombre de mediana edad. Dirigió sus pasos al rincón del jardín de Palacio en que se le apareció el Rey de los enanitos, y vió al pie del olmo un jarro de plata. Supuso que lo habían dejado los enanos subterráneos y lo llenó, quedándose sin una gota para los gigantes.
Entonces, se dirigió a Palacio y vió que toda la corte estaba de luto. Preguntó la causa y le respondieron que el Rey había muerto.
-¿Y cómo va el joven Príncipe? -preguntó al soldado que le dió la noticia.
-¿El joven Príncipe? -repitió el soldado, extrañado. Precisamente eso es lo que deploramos: el Rey no ha dejado ningún heredero.
-¿Se murió también el pequeño Príncipe, el que salvé de los furiosos enanos que habitan debajo del castillo?
-Debes de estar loco -respondió malhumorado el soldado. Ya te he dicho que el Rey no ha tenido ningún hijo. Se dice que él fué raptado por los enanos, pero en aquel tiempo ni tú ni yo vivíamos.
Y el pobre hombre se marchó afligido, pues no comprendía cómo habían pasado tantos años.
Muchos inviernos y muchos veranos pasaron antes de que el hombre que ahora era un anciano llegase al país de su novia. Encontró el pueblo muy cambiado, pero no hizo caso y dirigió sus pasos a la casita de su amada. Llamó, salió una mujer que él no conocía y preguntó por el aldeano propietario de la casa.
Extrañado quedó al oír la siguiente respuesta de la mujer:
-Esta finca perteneció a mí padre, y él la heredó de su abuelo. Debes de equivocarte, extranjero; pues aquí no vive nadie con tal nombre.
Él estaba bien seguro de que aquélla era la casa; allí estaba el pozo donde su novia iba cada mañana a sacar agua, el patio, el banco rústico por donde trepaban las madreselvas y geranios, Aún se veían grabados sus entrelazados nombres en cada ladrillo del banco. Lo único cambiado era la encina, pues estaba muy desarrollada y casi se caía de vieja. Movió la cabeza, pensativo.
Por fin encontró a una mujer muy anciana que pudo darle noticias de su novia.
-En el tiempo de mi abuela vivía un hombre con su hija en aquella casa -le dijo la viejecita-. Dicen que la hija sufría mucho por un amor desgraciado y se pasaba el día en el umbral de la puerta esperando el regreso del ser querido. Pero hablo de muchos años, cuando ni tú ni yo vivíamos aún; hace mucho tiempo que todos ellos descansan bajo tierra.
El pobre viejo lloró amargamente, y se decía: "¡Oh, no puede ser, estoy soñando!" Y continuó caminando con mucha amargura. Atravesó bosques, escaló montañas y vadeó ríos, hasta que llegó al país de los gigantes; pero cuando preguntó por ellos, nadie supo darle razón.
-No sé a qué gigantes te refieres -le respondían. Los únicos que han pisado este país fué hace mucho más de cien años. Por cierto que fueron tres que dieron mucha guerra al Rey; pero ya te digo que hace muchísimos años, y nadie ha sabido más de ellos.
"Mejor -pensó el anciano. Tampoco podría darles el agua de la vida." No quiso preguntar por el Rey y la Princesa, pues temía que lo tomaran por loco. Y continuó la marcha.
Pasaron más años. Era muy viejecito. Su larga barba le llegaba a las rodillas. Faltábale poco para llegar al país natal y empezó a pensar si encontraría vivos a sus padres y hermanos. Esto le atormentaba horrible-mente.
Reconoció la misma pradera y la colina cubierta de espeso bosque. Esto no había cambiado. ¡Cuán gratos recuerdos guardaban para él aquellos trozos de tierra! Con paso vacilante subió la pendiente que le llevaba a su casa, y, cuando llegó arriba, sus piernas le flaquearon y cayó a tierra medio desvanecido.
De su casita sólo quedaban las cuatro paredes en ruinas, cubiertas de hiedra. Entonces comprendió la realidad. Habían pasado tantos años que ningún ser querido vivía. Arrojó el saco, que durante todo el camino no se había separado de él, y dijo, amargado:
-He sido un necio; he pasado la vida ansiando un tesoro para ser feliz y, yendo en pos de él, no me he dado cuenta de que perdía la felicidad.
Unos peregrinos encontraron muerto al anciano y lo enterraron en una fosa que abrieron entre las cuatro paredes en ruinas. Vaciaron el saco y vieron que contenía hojas secas.

132. Anonimo (suecia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario