Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 30 de julio de 2012

El señor vinagre y su mujer

El señor Vinagre vivía con su mujer en una botella de vinagre. Un día, el señor Vinagre salió de la botella para atender sus ne­gocios y su mujer, que era una excelente ama de casa, se dispuso a hacer la limpieza. En cierto momento, maldita casualidad, es­taba tan entusiasmada que golpeó la pared con la escoba y toda la casa se le vino encima. Desesperada, acudió a su marido y le echó los brazos al cuello:
-¡Ay, querido, tesoro mío, qué desgracia! He golpeado con la escoba nuestra hermosa casita y se ha hecho añicos. El señor Vinagre la consoló:
-No te preocupes, querida, hay cosas peores. Veamos qué se puede hacer. Mira: la puerta aún está entera. ¿Sabes qué hare­mos? Me la llevo a cuestas y nos vamos a buscar fortuna a otra parte.
Así se fueron por el mundo a buscar fortuna. Caminaron todo el día y, al anochecer, llegaron a un bosque. Los dos esta­ban muertos de cansancio y el señor Vinagre dijo:
-¿Sabes qué haremos ahora, querida? Treparé con la puerta a este árbol y después subirás tú también.
Y así lo hicieron. Treparon al árbol, acomodaron la puerta, extendieron sobre ella sus cuerpos cansados y se durmieron. Hacia medianoche, varias voces susurrantes despertaron a los señores Vinagre. Él miró a su alrededor y a duras penas pudo contener un grito de miedo. Bajo el árbol, había unos bandole­ros que estaban repartiéndose el botín.
-Uno a mí, uno a ti, uno a él, uno a mí, uno a ti, uno a él, uno a mí...
El señor Vinagre temblaba como una hoja. También su mujer temblaba y ¿sabéis qué ocurrió?, tembló también la puerta, que se precipitó sobre la cabeza de los bandoleros. Éstos, sin decir tus ni mus, pusieron pies en polvorosa y no se dejaron ver nun­ca más por aquella zona. A la mañana siguiente, el señor Vina­gre bajó del árbol para recuperar la puerta y ¿qué me diréis que vio al levantarla?: un montón de monedas de oro.
-Querida -le dijo a su mujer, baja, querida, nos hemos vuel­to ricos.
La señora Vinagre bajó lo más rápido que pudo y, al ver aquel montón de monedas de oro, se puso a bailar de alegría.
-Te diré qué haremos, mi amor. Justamente hoy es día de mercado. Coge estos cuarenta ducados, ve a la ciudad y compra una vaca. Con la leche que nos dé, prepararé mantequilla y que­so, iremos a venderlos al mercado, ganaremos dinero y vivire­mos como si estuviésemos en el paraíso.
El señor Vinagre aceptó lo que su mujer le proponía. Cogió el dinero y se fue derecho a la feria. Dio un paseo tranquilo hasta que vio una hermosísima vaca roja. Era una vaca lechera como pocas.
-Si tuviese una vaca como ésta, sería el hombre más feliz de la tierra -se dijo el señor Vinagre.
Le entregó los cuarenta ducados al campesino y compró la vaca. La cogió por el ronzal y se dio un paseo por el mercado, orgulloso de su compra. De pronto, frente al aguntamiento, vio a un jovencito que tocaba la flauta: flaaauta, flaaauta, pimpiri­flauta... A su alrededor, había una piña de niños y de todos la­dos lanzaban a su gorra monedas de oro.
-Qué maravilla -pensó el señor Vinagre. Si tuviese una flau­ta como ésa, sería el hombre más feliz de la tierra. Me volvería rico en muy poco tiempo.
Se acercó al flautista y le dijo:
-Amigo, tienes una flauta magnífica y, por lo que veo, te da mucho dinero.
-Pues claro -respondió el astuto flautista.
-¿No me la venderías? -preguntó el señor Vinagre.
-Venderla, no la vendo -dijo el flautista, pero, como veo que eres una buena persona, te daré la flauta a cambio de tu vaca roja.
-Trato hecho -exclamó el señor Vinagre muy contento.
Cambió su vaca roja por la flauta y se dio un paseo por la fe­ria, orgulloso, hinchando el pecho. Pero de la flauta sólo salían sonidos desafinados y, en vez de darle dinero, la gente le lanza­ba palabrotas y piedras.
El pobre señor Vinagre no tuvo más remedio que marcharse. Durante el trayecto de vuelta a casa, soplaba un viento frío que le helaba los dedos. Y de pronto, como si lo hubiese llamado, fue a su encuentro un hombre que llevaba puestos unos guantes muy bonitos.
-Tengo mucho frío en los dedos -suspiraba el señor Vina­gre. Si tuviese unos guantes como ésos, sería el hombre más fe­liz del mundo.
Detuvo al hombre con los guantes y le dijo:
-Amigo mío, ¿ya te han dicho que tienes unos guantes estu­pendos?
-Sí, y llevan razón -respondió el hombre. Es como tener las manos en un horno.
-¿No me los venderías?
-Venderlos, no los vendo -dijo el hombre, pero como veo que eres una buena persona, estaría dispuesto a dártelos a cam­bio de tu flauta.
-Trato hecho -exclamó el señor Vinagre.
Se puso los guantes y, muy satisfecho, siguió su camino. La carretera era larga y era terrible el azote del viento. El señor Vi­nagre estaba muerto de cansancio. En ese momento vio a un hombre que iba a su encuentro apoyándose en un bastón. Era un bastón absolutamente vulgar, pero el señor Vinagre comenzó en­seguida a suspirar:
-Si pudiese tener un bastón como ése, sería el hombre más fe­liz del mundo.
Detuvo al hombre y le dijo:
-Amigo, ¿sabías que tienes un bastón magnífico?
-Sí, tienes razón -respondió el hombre. Me apoyo en él y no siento siquiera que estoy caminando. Pero, si te gusta mucho, es­taría dispuesto a dejártelo a cambio de tus guantes.
Al señor Vinagre ya se le habían calentado las manos; las piernas, en cambio, se le aflojaban por la debilidad. Así que cambió enseguida los guantes por el bastón. Pero, cuando llegó al bosque, donde había dejado a su mujer, oyó que lo llamaba una voz. Posado en una rama, había un papagayo que se burla­ba de él:
-Ay, señor Vinagre, eres francamente un tonto, tienes menos cerebro que un mosquito. Fuiste al mercado a comprar una vaca y pagaste por ella el doble de lo que valía. La cambiaste por una flauta, cuando por una vaca podrías haber pedido al menos una docena. Cambiaste la flauta por un par de guantes, cuando po­drías haber conseguido al menos seis pares. Finalmente, perdis­te los guantes a cambio de un bastón que podrías haber tenido sin gastar un céntimo, tan sólo mirando a tu alrededor en el bos­que, donde crecen bastones por millares. Permíteme que me ría: la, la, la, la...
Al oír cómo se reía el papagayo, el señor Vinagre montó en cólera y levantó el bastón para vengarse a golpes del papagayo burlón. Naturalmente, no llegó a golpearlo, porque el ave alzó el vuelo entre chillidos. Y también, naturalmente, el bastón quedó enganchado entre las ramas, así que el señor Vinagre tuvo que volver a su casa sin bastón, sin guantes, sin flauta, sin vaca y sin dinero. Su mujer, después de escuchar relato tan absurdo, cogió un cucharón de la cocina y le propinó tantos golpes que el señor Vinagre los recuerda todavía hoy.

039. anonimo (inglaterra)

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