Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 8 de julio de 2012

El pueblo de los guapos


Hace muchos años, en cierto poblado, todos sus habitantes, hombres y mujeres, pequeños y mayores, todos eran «guapos». No había ni se admitía a ningún feo.
Cierta mujer de ese poblado tenía un tío de aspecto asqueroso y repugnante, lleno de sarna y tiñas de arriba abajo, y los pies que apenas podía, desplazarse de un lugar a otro. Por si esto fuera poco, despedía olores tan penetrantes y nauseabundos que no se podía soportar a varios metros de distancia. En resumen, constituía una auténtica calamidad.
A pesar de tanta pestilencia, la sobrina amaba tiernamente a su tío y quería, por todos los medios, curarlo. Pero ¿cómo introducirlo en el poblado cuando estaba tremendamente prohibida la entrada de ningún feo?
Aprovechando la obscuridad de la noche, con solas las estrellas por testigos, metió al repulsivo tío bajo montones de leña, detrás de la añosa cocina. Mientras lo ocultaba cuidadosamente, le habló de este modo:
-Permanecerás escondido en este escondrijo sin hablar con nadie, y sin que nadie te vea; yo atenderé tus comidas, te bañaré a diario y curaré tus heridas. Pero, cuidado, que nadie te vea, ni siquiera mi marido.
Quedó conforme el lastimoso tío; su sobrina lo cuidaba con solicitud; y el marido de ésta permanecía ajeno a la presencia del nuevo huésped.
Cierta mañana, el esposo de la caritativa sobrina salió, precipitadamente, sin desayunar a inspeccionar las trampas. De regreso a casa, sintió las molestias del hambre y registró la . cocina por si su mujer le hubiese dejado algo de comida: plátano, envuelto de cacahuete, yuca... Como no encontrase nada, se hizo esta reflexión, en voz alta:
-¿Dónde me habrá dejado mi mujer la comida?
Una voz proveniente del rimero de leña le indicó:
-Mi sobrina te ha guardado la comida en el armario.
Absorto por la inesperada y extraña voz, preguntó intrigado:
-¿Quién es el que me habla?
-Te he dicho -replicó la oculta voz- que mi sobrina te ha guardado la comida en el armario.
No cabía ya duda. La voz procedía de la pila de leña. Allí se dirigió el hambriento buscador. Empezó a remover troncos, ramas, hojaras-cas... y allá, al fondo, apareció la figura horrible de lo que parecía un ser humano.
Sin osar acercarse a él, le ordenó que avanzase hasta la mitad del patio del poblado, para que se convirtiese en el blanco de las atónitas miradas de todos los habitantes. Cuantos pasaban, a cierta distancia, hombres, mujeres, niños y niñas, exclamaban:
-«Mengue» -así se llamaba la mujer caritativa- tú sabías bien que te casaste en un poblado donde todos somos guapos y sanos; tú, en cambio, has traído a tu sarnoso, repugnante y feucho tío, quédate aquí con él.
Y uno tras otro, todos los habitantes fueron abandonando el poblado. Cuál no fue el dolor de la compasiva sobrina cuando, al regresar de la finca, se encontró con su tío en medio del patio y la larga fila de «intocables guapos» fugitivos. Ella misma pronunció palabras conjuradoras y se enfiló con los que huían del lugar, para fijar su morada lejos, muy lejos de los feos.
El solitario enfermo, casi a rastras, comenzó a recorrer el poblado, casa tras casa, en busca de algo que comer. A duras penas encontró unas yucas, algunos envueltos de cacahuetes y media docena de plátanos cocidos. Cargó con ellos, como pudo, y regresó a la casa de su sobrina.
Después de saciar el hambre de varios días, se acostó más tranquilo que de costumbre, sin temor de que los «guapos» le molestasen; pero más preocupado por su futuro, pues le faltaban los cuidados de su solícita sobrina.
A eso de medianoche, cuando las estrellas centellean más en el manto de la noche y cuando el silencio de la selva se va haciendo sonoro a los más leves sones, una luz vivísima hirió los párpados de nuestro contrahecho enfermo. Despertó sobresaltado; pero no osó moverse, tal era el miedo que le había entrado.
La voz suave y apaciaguadora de un desconocido derramó en sus oídos el bálsamo pacificador de la palabra.
-Levántate enseguida; -dijo.
-Mi enfermedad me…         
Sin dejarle concluir la respuesta, replicó el desconocido:
-Te he dicho y te repito que te levantes.
En un esfuerzo sobrehumano, se incorporó el que fuera abandonado por su feura.
-A la salida del poblado -dijo el aparecido- hay una grácil palmera; tenemos que llegarnos hasta ella.
El extraño desconocido, con la lámpara de bosque alejaba las sombras del sendero; detrás, machete en mano, el contrahecho arrastraba su fealdad. Llegados al pie de la palmera, ordenó el aparecido:
-Sube y corta el racimo de dátiles.
-No puedo subir, porque…
Tampoco ahora le dejó concluir la frase y con voz que resonó en el silencio de los bambúes le intimidó de este modo.
-Te he dicho que subas y cortes el fruto de la gratificante palmera. Cuando esté cayendo, pondrás tu cabeza debajo, sin tener miedo a las punzantes espinas y a los animalitos que en él se guarecen.
Estas autoritarias palabras consiguieron que el enfermo sacara fuerzas de flaqueza. Trepó, como pudo, tallo arriba. Cortó el ubérrimo racimo, que cayó amenazante sobre su postemosa cabeza. En vez del temido descalabro, el hombre enfermo, feo, contrahecho y ulceroso se transformó misteriosamente en hombre sano y más «guapo» que ninguno de los que le habían despreciado.
Ahora podía ir en busca de los fugitivos «guapos»; podría vivir con ellos; casarse con la mujer más hermosa: así lo hizo. Cuando llegó al nuevo poblado de los «guapos», nadie daba crédito al relato de su transformación, ni creían que fuera el mismo que habían despre-ciado. Sólo después de recordarles circunstancias y lugares, pudo convencerlos de que la paciencia todo lo alcanza y que lo último que hay que perder en esta vida es la esperanza.

111. anonimo (guinea ecuatorial)


No hay comentarios:

Publicar un comentario