Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 4 de julio de 2012

El niño avisado


245. Cuento popular castellano

Un rey tenía una hija que no quería casarse, y urgida por el padre, que deseaba tener un heredero varón, dijo que se casaría con el que la hiciera responder otra cosa que «bien podrá ser». Acudieron príncipes y reyes a conversar con la princesa; pero a todo lo que le decían, respondía siempre «bien podrá ser».
Al fin un príncipe que vivía en lejanas tierras determinó pro­bar fortuna y ver si podría casarse con la princesa. Y para que nadie lo supiera, si salía mal en su intento, marchó solo, montado en un brioso caballo.
Al pasar por una aldea, un chiquillo, que estaba a la puerta de una casucha, al lado de un fogón, le dijo:
-El que mucho corre, atrás se queda.
El príncipe continuó su veloz carrera; pero apenas había sali­do del pueblo, tropezó el caballo en una piedra y cayó, rompién­dose una pata. No hubo más remedio que dejarlo abandonado y volverse al pueblo cargado con los arreos. El príncipe fue a la casa donde había visto al chiquillo, y se entabló entre ellos el si­guiente diálogo:
-Dime, niño, ¿dónde está tu padre?
-Está enterrando vivos y desenterrando muertos.
-Y ¿tu madre?
-Está amasando el pan que comimos la semana pasada.
-¿Tienes hermanos?
-Tengo una hermana que está llorando las risas del año pasado.
-¿Podrías indicarme dónde comprar un caballo? -dijo el príncipe, queriendo terminar de una vez las respuestas tan extra­vagantes que el muchacho le daba.
-Sí señor; en aquella casa blanca que se ve a lo lejos vive un hacendado que tiene hermosos caballos de silla.
-¿Puedes venir conmigo para guiarme?
-Sí, señor, porque no tengo que hacer nada más que comer­me los que suben y aguardar a que suban más.
-Bien, hombre, pero ¿quieres explicarme las extrañas res­puestas que me has dado?
-¿Cómo no, señor? La cosa es bien sencilla: Mi padre está enterrando sarmientos nuevos en una viña que plantó el año pa­sado, y desenterrando los que se murieron. Por eso le dije que estaba enterrando vivos y sacando muertos. Mi madre está ama­sando pan para dárselo a una vecina que nos prestó el que comi­mos la semana pasada. En cuanto a mi hermana, ésa se casó el año pasado y tuvo unos días muy alegres; pero ahora está de par­to, gritando como una chancha. Por eso le dije que estaba llo­rando las risas del año pasado.
-Y ¿qué has querido decir con eso de que estás comiéndote a los que suben y aguardando que suban más?
-Es muy sencillo. Yo estoy al lado de esta olla donde se cue­cen los garbanzos, y cuando con el hervor sube alguno, lo pesco con una cucharita y espero que suban otros para hacer lo mismo.
Después se fueron los dos a casa del hacendado, y allí compró el príncipe un hermoso caballo. Al volver a la casa, había llegado el padre del niño, y el príncipe le preguntó si tendría inconve­niente en que se llevara al muchacho, pagándole buena soldada. Consultado el chico, el cual contestó que con mucho gusto iría, quedó arreglado el negocio.
El príncipe compró otro caballo y los arreos correspondien­tes, y empren-dieron los dos el camino. Yendo por el camino, el muchacho supo las intencio-nes que llevaba el príncipe y le dijo:
-Usted deberá pedir al rey que me permita a mí hablar con la princesa, entendiéndose que si yo consigo hacerla decir otra cosa que «bien podrá ser», ella debe casarse con usted.
Así quedó convenido.
Todavía faltaban varias jornadas para llegar al palacio de la princesa. En la primera posada donde pernoctaron, desapareció una vara de tresno que llevaba un arriero para arrear su recua, y el arriero, furioso, preguntaba a todo el mundo por ella; pero no fue posible dar con ella. Al día siguiente, cuando iban de nuevo por su camino, el chiquillo le dijo al príncipe:
-¿Sabe usted dónde está la vara del arriero?
Y metiendo la mano en el bolsillo, se la mostró convertida en pequeños pedazos.
-Niño, ¿por qué has hecho eso? -dijo el príncipe.
-Déjeme no más -dijo el niño; yo tengo mi idea.
El príncipe le recomendó que no volviera a hacer cosas seme­jantes, y siguieron su camino. En la posada donde pernoctaron la segunda noche desapareció una sartencita en que la posadera acostumbraba freír los huevos de a uno, y por más que la buscó, nunca pudo hallarla. Cuando a la mañana siguiente continuaron los dos su camino, el chiquillo dijo de pronto:
-¿Sabe usted, príncipe mío, dónde está la sartencita?
Y sacándola del bolsillo, dijo:
-Mírela.
El príncipe se enojó y reprendió agriamente al muchacho; pero él se limitó a decir:
-Perdóneme; pero yo tengo mi idea.
Aquella noche desapareció de la posada donde alojaron un frasquito de aceite de los que había en el convoy, y como las otras veces, tampoco pareció. Al día siguiente dijo el chiquillo, cuando iban de camino:
-¿Sabe usted, príncipe, dónde está el frasquito de aceite? Véalo.
Y lo sacó del bolsillo. Esta vez el príncipe se enojó verdade­ramente, y le conminó con aplicarle un severo castigo si volvía a hacer otra cosa semejante; pero el chico volvió a repetir:
-Déjeme no más; que yo tengo mi idea.
En las dos noches siguientes no ocurrió nada de particular; pero a la tercera desapareció un huevo fresco que la posadera iba a pasar por agua y lo había dejado encima de una mesa por un momento. Al día siguiente nada dijo el chico, temeroso de que el príncipe cumpliera las amenazas; pero lo cierto es que él había. sido el ladrón.
Aquel día hacía mucho calor, y al pasar por una quebrada el muchacho se desmontó y pidió permiso para internarse en la quebrada para satisfacer cierta necesidad apremiante. Cuando volvió, venía envolviendo cuidadosamente un papel, que se guar­dó en el bolsillo.
Aquél fue el último día de viaje, pues en la noche llegaron a la capital, donde pernoctaron. El príncipe se levantó muy de maña­na al otro día, se puso su mejor vestido y se acicaló, como es de suponer, para presentarse en palacio, acompañado del chico, que también iba correctamente vestido. Se presentó el príncipe al rey y le expuso sus pretensiones, las que fueron aceptadas, y quedó convenido que el muchacho lo acompañaría en la visita a la prin­cesa y trataría de hacerla decir otra cosa que el consabido «bien podrá ser».
Llegaron al palacio y penetraron en el salón donde al poco tiempo llegó la princesa. Y después de las presentaciones de esti­lo, el chiquillo entabló con la princesa el siguiente diálogo:
-Princesa, aquí traigo una sartencita.
-Bien podrá ser.
-Aquí traigo un huevo.
-Bien podrá ser.
-Aquí traigo un frasquito de aceite. 
-Bien podrá ser.
-Aquí traigo una varita hecha pedazos para hacer fuego con ella y freír el huevo.
-Bien podrá ser.
-Pero después que fría el huevo, lo voy a sazonar con lo que traigo en este papel.
-Bien podrá ser.
-Pero ¿sabe usted lo que traigo en este papel? Es mierda seca, y después de que la mezcle con el huevo, la tortilla será para que se la coma usted, señora princesa.
-¡Para que te la comas tú, gran marrano!
-Apunte usted, señor escribano que la mujer es de mi amo -dijo el muchacho.
Y la princesa no tuvo más remedio que casarse con el príncipe.

Zamora, Zamora. Don Victoriano de Castro G.
Profesor, 55 años (contado en Chile a don Ramón A. Laval). 1928

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


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